Read 13 cuentos de fantasmas Online

Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (3 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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A medianoche llegó a su hogar. Su esposa había parido una niña.

—Ah, ¿por qué no has estado conmigo? —dijo ella, al llegarse él a la vera de su lecho.

—Había salido cuando se presentó el mensajero. Estaba con Viola —dijo él, inocentemente.

La señora Lloyd articuló un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero la convalecencia iba muy bien, y durante una semana fue ininterrumpida su mejoría. Finalmente, empero, a causa de alguna imprudencia en la dieta o de su afán por abandonar el lecho, se pre—sentaron complicaciones y la pobre mujer empeoró velozmente. Lloyd estaba desesperado. Bien pronto se hizo obvio que la recaída era fatal. La señora Lloyd cobró conciencia de que su fin estaba próximo y declaró que se había resignado a morir. La tercera noche desde que se iniciara el empeoramiento le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de esa noche. Hizo salir a los criados, y asimismo le pidió a su madre que abandonara la habitación (la señora Willoughby había llegado el día anterior). Había hecho que trajeran a su hijita a su lecho, y ahora estaba tumbada de costado, con la niña contra su seno, mientras asía las manos de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta tras las pesadas cortinas de la cama, pero la estancia era iluminada por un rojizo resplandor procedente del inmenso fuego de leños de la chimenea.

—Resulta extraño morir cerca de un fuego como ése —dijo la joven, débilmente tratando de sonreír—. ¡Ojalá tuviese siquiera una pizca de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta chispita de humanidad. —Y posó la mirada sobre su hija. Luego alzó los ojos para dedicarle a su marido una larga mirada penetrante. El postrer sentimiento que anidaba en su corazón era de desconfianza. No se había recobrado de la conmoción que Arthur le había producido al enterarla de que en el instante de su tormento él había estado con Viola. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba; pero ahora que iba a abandonar este mundo para siempre, su hermana le inspiraba un escalofriante horror. En el fondo sabía que Viola nunca había dejado de envidiarle su buena suerte; y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con sus galas nupciales y sonriendo con imaginado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedar solo, ¿qué no haría Viola? Era hermosa, era insinuante; ¿qué artificios no utilizaría, qué impresión no causaría en el melancólico corazón del joven? En silencio la señora Lloyd miró a su marido. Resultaba difícil, pensándolo bien, dudar de su fidelidad. Sus hermosos ojos rebosaban de lágrimas; su rostro se convulsionaba por los sollozos; el asimiento de sus manos era cálido y apasionado. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, cuán fiel y devoto! «No —pensó Perdita—, no está hecho para una mujer como Viola. Jamás me olvidará. Ni realmente Viola lo ama: lo único que ama es el lujo y los vestidos y las joyas.» Y posó la mirada sobre sus pálidas manos propias, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y sobre los fruncidos de encaje que formaban el reborde de su camisón. «Viola me envidia más los anillos y los encajes que a mi marido.»

En aquel momento el pensar en la rapacidad de su hermana semejó proyectar una negra sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.

—Arthur —dijo—, tienes que quitarme todos los anillos. No deseo ser enterrada con ellos puestos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos y mis encajes y sedas. Hoy he hecho que los sacaran y me los mostraran. Es un magnífico vestuario, no hay ninguno comparable en toda la provincia; puedo decirlo sin vanidad ahora que ya no será mío. Será un magnífico legado para mi hija cuando se haga mayor. En él hay cosas que un hombre no puede comprar dos veces, y si se pierden no hay medio de volver a tenerlas. Conque guárdalas bien. Una docena de ellas se las lego a Viola: ya se las he especificado a mi madre. Le doy aquel vestido de seda recamado de azul y plata; es perfecto para ella; yo sólo lo llevé una vez, no me sentaba nada bien. Pero lo demás debe ser guardado como oro en paño para esta pequeña inocente. Es providencial que su color sea el mismo que el mío; podrá llevar mis vestidos; tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas se repiten cada veinte años. Podrá llevar mis vestidos sin retocarlos. Hasta que crezca lo suficiente, reposarán envueltos en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la dulcemente perfumada oscuridad. Tendrá el pelo negro, se vestirá con mi satén granate. ¿Me lo prometes, Arthur?

—¿Qué he de prometerte, cariño?

—Prométeme que preservarás los vestidos de tu pobre esposa.

—¿Acaso temes que los venda?

—No, sino que se pierdan. Mi madre los envolverá adecuadamente y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el ático, reforzado con hierro? Es enorme e inviolable. Ahí podrás meterlos todos. Mi madre y el ama de llaves lo harán y te entregarán la llave. Y tú guardarás la llave en tu secreter y jamás se la entregarás a nadie que no sea tu hija. ¿Me lo prometes?

—Oh, sí, te lo prometo —dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con que su esposa parecía aferrada a aquel plan.

—¿Lo juras? —insistió Perdita.

—Sí, lo juro.

—Bien…, confío en ti…, confío en ti —dijo la pobre mujer, mirándolo a los ojos con una mirada en que él, si hubiera intuido las vagas aprensiones de ella, habría podido leer una advertencia no menos que una súplica.

Lloyd sobrellevó su pérdida con entereza y hombría. Un mes después de la muerte de su esposa, en el decurso de sus negocios, surgieron circunstancias que le ofrecieron la oportunidad de viajar a Inglaterra. Abrazó tal oportunidad como un remedio contra la tristeza. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hijita quedó bajo los tiernos cuidados y mimos de la abuela. A su regreso volvió a abrir de par en par las puertas de su casa y proclamó su intención de reincorporarse a la vida social como en la época de su esposa. Muy pronto oyéronse predicciones de que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por culpa de ellas si, durante seis meses tras su regreso, la predicción se incumplió. Durante este intervalo su hijita siguió en manos de la señora Willoughby, pues ésta le aseveró a su yerno que un cambio de residencia a tan temprana edad era arriesgado para la salud. Finalmente, empero, él declaró que su corazón ansiaba la presencia de la pequeña y que debía serle reintegrada. Mandó su carruaje y su ama de llaves para recogerla. A la señora Willoughby le entró terror de que a su nietecita le ocurriera algún percance por el camino; y, ante la manifestación de tal sentimiento, Viola se ofreció a acompañarla durante el viaje. Podría regresar al día siguiente. Así es que marchó a Boston con su sobrinita, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, emocionado de gratitud ante su amabilidad. En vez de regresar al día siguiente, Viola se quedó allí toda la semana; y cuando por fin volvió a su casa, sólo lo hizo para llevarse algunas de sus cosas. Arthur y la niña no querían ni oír hablar de su marcha. La pequeña lloraba y gemía si Viola la dejaba; y ante la visión de su decaimiento Arthur enloquecía y juraba que también ella iba a morir. En definitiva, nada los tranquilizaba excepto que Viola se quedara hasta que la criaturita se hubiere acostumbrado a las caras desconocidas.

El acostumbramiento tardó dos meses en producirse; pues no fue sino hasta que hubo transcurrido este plazo cuando Viola se despidió de su cuñado. La señora Willoughby se había incomodado e irritado ante la prolongada ausencia de su hija: había declarado que no era decorosa y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido únicamente porque, sin la presencia de la joven, su hogar gozó de un inusitado período de paz. Bernard Willoughby continuaba viviendo en casa de su madre, junto con su esposa, y entre ésta y su cuñada existía una amarga hostilidad. Puede que Viola no fuese ningún ángel; pero en los asuntos cotidianos de la vida era una muchacha de suficiente buen talante, y aunque se peleaba con la mujer de Bernard no era sin mediar provocación. Que se peleaba, sin embargo, era algo sobre lo cual no cabía duda, para gran enojo no sólo de su antagonista, sino también de los dos espectadores de estos continuos altercados. Por consiguiente, el vivir en el hogar de su cuñado habría sido delicioso aunque sólo fuera porque así podía apartarse del objeto de sus antipatías en el hogar materno. Lo era doblemente —lo era diez veces más— por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las reflexiones de la señora Lloyd se habían quedado lejísimos de la verdad, en lo tocante a lo que por su marido sentía Viola. Había sido una pasión al principio y una pasión seguía siendo: una pasión los efluvios de cuyo radiante calor no tardó en notar el señor Lloyd, atemperados para acomodarse al delicado estado de los sentimientos de éste. Como ya he dicho, Lloyd no era ningún dechado; no entraba en su naturaleza guardar una fidelidad eterna. Aún no había compartido muchos días su hogar con su cuñada cuando comenzó a aseverarse para sus adentros que ésta era, como se solía decir en aquel tiempo, diabólicamente atractiva. No es preciso investigar si realmente Viola puso en práctica aquellos insidiosos artificios que su hermana se había sentido tentada de atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecerse en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas se sentaba junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de ganchillo, mientras a sus pies su sobrinita retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, y jugaba con sus ovillos de lana. Muy insensible habría sido Lloyd si hubiese permanecido indiferente a las ricas sugerencias de aquel cuadro encantador. Adoraba portentosamente a su hijita, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, haciéndola gorjear de alegría. No pocas veces, sin embargo, se permitía mayores libertades de lo que por ahora la pequeña estaba dispuesta a tolerar, y ésta vociferaba súbitamente su desagrado. Entonces Viola depositaba la labor y tendía sus bellas manos con la grave sonrisa de una joven cuya virginal imaginación le hubiera revelado todas las artes apaciguadoras de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus miradas se encontraban, sus manos se rozaban, y Viola apagaba los infantiles sollozos sobre los níveos pliegues del tocado que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y nada podía ser menos intrusivo que el modo en que hacía uso de la hospitalidad de su cuñado. Casi se habría podido decir, quizá, que en su reserva había algo de hosquedad. Lloyd experimentaba la provocativa sensación de que ella estaba en la casa y sin embargo era inabordable. Media hora después de la cena, al mismísimo inicio de las largas veladas invernales, ella encendía su vela, le hacía una asaz respetuosa reverencia al joven y marchaba a acostarse. Si esto eran artificios, Viola era una gran artífice. Pero el efecto de los mismos era tan suave, tan paulatino, estaban calculados para influir sobre el alma del joven viudo con un crescendo tan exquisitamente matizado, que, como ya ha visto el lector, hicieron falta varias semanas para que Viola principiara a sentirse segura de que sus ganancias habrían de compensar su desembolso. Una vez que adquirió esta convicción interior, hizo el equipaje y regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apasionado pretendiente. Viola lo escuchó hasta el final con gran humildad y lo aceptó con infinito recato. Es difícil creer que la señora Lloyd le habría perdonado esto a su marido; mas si algo habría podido desarmar su resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Viola le impuso a su novio un brevísimo periodo de noviazgo. Se casaron, como convenía, en la más estricta intimidad, casi en secreto… con la esperanza, tal vez, como a la sazón alguien sugirió maliciosamente, de que la anterior señora Lloyd no llegara a enterarse.

Según toda apariencia el casamiento era venturoso, y cada una de las partes obtenía lo que había deseado: Lloyd una mujer «diabólicamente atractiva», y Viola… pero hasta ahora los deseos de Viola, como habrá advertido el lector, tienen mucho de misteriosos. En su mutua felicidad hubo, a la hora de la verdad, dos sombras; pero el tiempo podría, acaso, desvanecerlas. Durante los primeros tres años de su matrimonio la señora Lloyd no consiguió ser madre, y por su parte su marido sufrió grandes descalabros económicos. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción de gastos, y por fuerza Viola no pudo llevar la vida de una gran dama en la misma medida que su hermana. Se las industrió, no obstante, para representar con ininterrumpida constancia el papel de mujer elegante, aunque hay que confesar que ello requería el despliegue de un ingenio mayor de lo que corresponde a un auténtico sosiego aristocrático. Desde hacía mucho tiempo había comprobado que el suntuoso vestuario de su hermana había sido secuestrado en beneficio de su hija y estaba languideciendo en la desagradecida oscuridad del polvoriento ático. Era indignante pensar que aquellas gloriosas telas esperarían hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una sillita y tomaba leche con migas en una cuchara de madera. Viola tuvo el buen gusto, empero, de no hablar del asunto hasta que hubieron expirado varios meses. Entonces, por fin, tímidamente abordó a su marido. ¿No era una lástima que se estropearan tantos vestidos tan hermosos? Pues se estropearían, sin duda, comidos por la polilla, descoloridos por el tiempo y devaluados por los cambios de las modas. Pero Lloyd le ofrendó una negativa tan abrupta y perentoria que ella comprendió que por el momento su aspiración era vana. Transcurrieron seis meses, sin embargo, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevas ocurrencias. Los pensamientos de Viola se cernían ávidamente sobre las reliquias de su hermana. Subió a examinar el baúl del cual eran prisioneras. En sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro hubo un hosco desafío, que no logró sino acrecentar sus ansias. Había algo exasperante en su incorruptible inviolabilidad. El baúl era como un viejo sirviente canoso y severo que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un copioso contenido, y cuando Viola golpeó su costado con la punta de la zapatilla se produjo un sonido de estar lleno a rebosar, que la hizo sofocarse de impotentes anhelos.

—¡Es absurdo! —exclamó—. ¡Es una ridiculez, una iniquidad! —Y en el acto determinó llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después del almuerzo, cuando él se hubo tomado su vino, osadamente ella volvió a la carga. Pero él la interrumpió con gran sequedad:

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