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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (7 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Le he buscado a usted aquí, más de una vez —le dije—. No viene usted a menudo.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó.

—Gozar de su conversación. Me gustó tanto, el día en que charlamos…

—¿Me encuentra usted divertido?

—Interesante.

—¿Le parezco a usted un chiflado?

—¿Chiflado? ¡Señor! —protesté.

—Soy el hombre más en sus cabales de este lugar. Ya sé que es lo que dicen todos los locos, pero en general no pueden probarlo y yo sí puedo.

Calló por unos momentos.

—Le explicaré. Una vez, sin quererlo, cometí un crimen. Y ahora pago el castigo, con mi vida entera. Afronto los hechos como son. Nunca he tratado de esquivar mi pena, que es terrible; pero la he aceptado. He sido un filósofo. Si fuera católico, me habría hecho monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración.

Pero esto no es una pena: es una evasión. Pude haberme suicidado, pude haberme vuelto loco… No. No hice nada de esto. Sencillamente, afronté las consecuencias. Como le dije, son terribles. Las afronto cuatro veces al año, en días determinados, y así lo haré mientras viva. No tengo otra cosa que hacer; este es mi pasatiempo, porque así es como he tomado la cosa. Hay que ser razonable.

—¡Admirable! —exclamé—. Pero me deja usted con mucha curiosidad y mucha simpatía.

—Especialmente con curiosidad —me replicó.

—Bueno, si yo supiera exactamente lo que sufre usted, mi compasión sería mayor.

—Muchas gracias. No necesito su compasión, que no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el de usted.

El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, para asegurarse de que ningún curioso le oía.

—¿Estudia usted aún teología? —me preguntó.

—Sí —respondí yo, quizá con una sombra de irritación—. Es una cosa que no puede aprenderse en seis meses.

—Así lo creo, sobre todo porque no tienen ustedes para estudiar más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Yo soy un grán teólogo.

—¡Ah, usted ha tenido la experiencia! —murmuré con simpatía.

—Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma, usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkin machacando lógica sobre ello y citando autoridades a troche y moche para determinar que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Y lo he tocado con estas manos!

El anciano levantó las manos, agitándolas furiosamente.

—¡Esto vale mucho más, pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros. Evidentemente, es lo que hará. Es usted un joven buena persona; no tendrá usted nunca un crimen sobre su conciencia.

Le contesté, con fatuidad juvenil, que esperaba con toda seguridad tener mi parte de pasiones humanas, joven buena persona y futuro doctor en teología como era.

—¡Ah, pero usted tiene muy buen carácter! Como lo tengo yo ahora, pero en otro tiempo fui brutal, demasiado brutal. Debería usted saber lo que son las cosas. Maté a mi propia hija.

—¡A su hija!

—La dejé sin sentido y murió. Pudieron ahorcarme por ello, pero no la había derribado con mis manos, sino con mis palabras, falsas y reprobables. Y esto hace una gran diferencia: vivimos regidos por una gran ley. Puedo asegurarle que su alma es inmortal. Tengo una cita con ella cuatro veces al año y entonces recibo mi lección.

—¿Nunca le ha perdonado?

—Me ha perdonado como perdonan los ángeles. Y esto es lo que no puedo sufrir. No puedo soportar su mirada dulce y tranquila. Casi preferiría clavarme un cuchillo en el corazón… ¡Oh, Señor, Señor, Señor!

El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre el puño de su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas.

Me sentí impresionado y conmovido y por un momento me pareció que su actitud invitaba a nuevas preguntas.

Antes de que me aventurara a preguntar nada más, se levantó lentamente y se embozó con su capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.

—Tengo que marcharme —me dijo—, he de caminar un largo trecho.

—Es posible que nos veamos otra vez.

—¡Oh!, estoy muy viejo —contestó— y es probable que tarde en volver. Tengo que reservarme. A veces estoy un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle a usted de nuevo.

Se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa a la vez.

—Es posible que algún día encuentre un alma joven y pura. Si consigo hacerme un amigo, algo habré ganado.

¿Cómo se llama usted?

Llevaba en mi bolsillo un volumen de los Pensamientos, de Pascal, en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Se lo di a mi viejo amigo.

—Me gustaría que guardara usted este pequeño libro —le dije—. Me gusta mucho y le dirá algo acerca de mí.

Lo tomó y le dio un par de vueltas en sus manos. Luego me dirigió una mirada de gratitud.

—No soy un gran lector, pero no voy a rechazar el primer regalo que me hacen desde mi desgracia… Y el último. Muchas gracias, señor.

Con el pequeño libro en sus manos echó a andar. Yo quedé imaginando al hombre sentado durante semanas fumando su pipa.

Pasó tiempo sin que volviera a verle, pero esperaba mi oportunidad para el día último de junio, al final de otro trimestre. Al fin, al anochecer de un agradable día de verano, volví a la casa del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto la huerta en la parte trasera, pero su perpetua tristeza era tan impresionante como cuando la había visto bajo el cielo de diciembre. Al aproximarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme al capitán y pedirle descaradamente que me permitiera entrar con él. Había llegado antes de lo que yo había previsto y vi ya las luces prendidas a través de las rendijas de las ventanas. No quise, naturalmente, entrometerme en su entrevista con el fantasma y esperé a que saliera. Las luces se apagaron a su debido tiempo y salió el capitán Diamond. Aquella noche no hizo sus reverencias porque lo primero que vio al salir fue a su noble amigo plantado, modesta pero firmemente, cerca de la puerta de entrada.

Se detuvo de manera brusca, me miró y esta vez su terrible mirada era adecuada a la situación.

—Sabía que estaba usted aquí y he venido intencionalmente.

Parecía contrariado y miró hacia la casa, molesto.

—Me perdonará usted que me haya tomado esta libertad —dije—, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.

—¿Cómo sabía usted que yo estaba aquí?

—Razoné. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me fijé en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba un gran misterio. Cuando usted tuvo la confianza de decirme que veía espíritus, tuve la seguridad de que sólo podía ser aquí.

—Es usted muy listo —dijo el anciano—. ¿Y qué le ha traído a usted aquí precisamente esta noche?

Me vi obligado a esquivar la pregunta.

—Oh, vengo a menudo. Me gusta contemplar esta casa. Me encanta.

Se volvió y la miró.

—No tiene nada de particular, en la parte de afuera.

Era evidente que el exterior de la casa le era indiferente, a pesar de su aspecto peculiar, y esto, dicho así a la luz del crepúsculo, ante la misma siniestra construcción, parecía hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.

—He estado esperando una oportunidad para entrar en la casa. Pensé que podría encontrarle a usted y que me lo permitiría. Me complacería mucho ver lo que ve usted.

El capitán parecía confundido por mi osadía, pero no precisamente disgustado. Me puso una mano sobre el brazo.

—¿Sabe usted lo que he visto? —me preguntó.

—¿Cómo voy a saberlo si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y permítame entrar.

Los ojos brillantes del capitán Diamond se abrieron desmesuradamente bajo sus cejas oscuras y, después de contener el aliento unos momentos, soltó la risa y vi los rasgos de su cara contraídos; una risa profundamente grotesca, pero silenciosa.

—¿Entrar con usted? —gruñó suavemente—. No entraría otra vez, hasta que llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.

Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró un montón de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.

—Cumplo mi trato, no menos, pero tampoco más.

—Pero usted me dijo, la primera vez que tuve el gusto de hablar con usted, que la cosa no era tan terrible.

—Tampoco ahora digo que sea tan terrible. Pero es muy desagradable.

Este adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, me pareció que oía un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero todo estaba quieto. El capitán Diamond había estado pensando también; de pronto se volvió hacia la casa.

—Si quiere usted entrar solo —me dijo—, bienvenido sea usted.

—¿Me esperará usted aquí?

—Sí, no estará usted mucho ahí dentro.

—Pero la casa está completamente a oscuras. Cuando entra usted, tiene alguna luz.

Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.

—Tome esto —dijo—. Encontrará usted dos candeleros con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalos usted, tome uno de cada mano y métase adelante.

—¿Adónde debo ir?

—A cualquier lugar… A todas partes. Confíe usted en que el fantasma le encontrará.

No voy a pretender que en aquel momento mi corazón no latía aceleradamente. Y no obstante imagino que hice un gesto con suficiente dignidad al anciano indicándole que me abriera la puerta. Había decidido en mi fuero interno que se trataba de un fantasma auténtico. Había aceptado la premisa y me había dado a mí mismo la seguridad de que una vez la mente estaba preparada y la cosa no era una sorpresa, era posible mantener la serenidad. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave, abrió la puerta y me hizo una profunda reverencia al cederme el paso. Me encontré en la oscuridad y oí el ruido de la puerta que se cerraba tras de mí. Durante unos momentos no moví ni un dedo de mi cuerpo; miraba valientemente frente a mí, en la oscuridad. Pero ni veía ni oía nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa vi dos candeleros de latón, viejos y mohosos por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.

Vi ante mí una ancha escalera, que tenía una balaustrada antigua de aquella talla rígidamente delicada que se encuentra en algunas viejas casas de la Nueva Inglaterra. Dejé para más tarde la escalera y me metí en la habitación a mi derecha. Era una salita con mobiliario anticuado y reducido, mustio debido a la ausencia de vida humana. Levanté mis luces y no vi nada más que las sillas vacías y los muros desnudos. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera que se comunicaba, como había deducido, por unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y recorrí las habitaciones del otro extremo: un comedor en el frente, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; y más allá, la cocina con sus cacerolas y otros cacharros, eternamente fríos. Todo esto resultaba triste y arduo, pero no formidable. Regresé al vestíbulo y me situé ante el pie de la escalera, sosteniendo mis candeleros. Subir era algo que requería un nuevo esfuerzo y miré hacia la oscuridad de lo alto. De pronto me di cuenta de que la oscuridad estaba animada; parecía moverse y contraerse.

Lentamente —y digo lentamente porque en mi tensa expectación los momentos me parecieron muy largos— tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo confesar que para entonces yo tenía conciencia de un sentimiento al cual me creo honestamente en el deber de dar el nombre de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, así, con mayúscula. Era, en todo caso, el sentimiento que hace retroceder a un hombre. Notaba cómo crecía y me pareció perfectamente irresistible, porque tenía la impresión que no nacía de mi interior sino que me venía de afuera y que se encarnaba en la figura oscura de lo alto de la escalera. Pasados unos momentos, razoné. Recuerdo que razoné. Y me dije: «Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes; y éste es una cosa de sombras espesas, densamente opacas.» Recuerdo muy bien que esto füe momentáneo, y que si el miedo había de dominarme tenía que poner atención en mis impresiones mientras conservara mis sentidos. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la figura y dejé mis candeleros encima de la mesa. Tenía perfectamente conciencia de que lo más adecuado era que subiera resueltamente la escalera y me enfrentara con la figura, pero parecía que las suelas de mis zapatos se hubieran transformado de pronto en unas pesas de plomo. Me habían servido lo que deseaba: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura distintamente a fin de poder recordarla bien y sostener después, honradamente, que no había perdido el dominio de mí mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que había de estar mirando y cuándo podía retirarme honorablemente. Todo esto, claro, pasó por mi mente rápidamente y me distraje de ello por un nuevo movimiento de la figura oscura. Aparecieron dos blancas manos de aquella masa vertical y se elevaron lentamente hasta lo que parecía ser el nivel de la cabeza. Allí se juntaron en la región de la cara, luego se separaron y dejaron al descubierto un rostro. Era confuso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Me miró durante unos instantes, después de los cuales una de las manos se levantó otra vez, lentamente, y se movió, hacia adelante y atrás. Había algo singular en aquel gesto, que me parecía denotar resentimiento y al mismo tiempo me despedía; y no obstante era una especie de movimiento trivial y familiar. En mis cálculos no había entrado la idea de familiaridad por parte de la Presencia fantasmal y no me impresionó agradablemente. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «muy desagradable». Me sentía imbuido del deseo de hacer una retirada ordenada y si era posible graciosa. Deseé hacerla gallardamente y me pareció que lo más gallardo sería apagar las luces. Me volví y así lo hice, puntillosamente, y luego me dirigí a tientas hacia la puerta y la abrí. La luz del exterior, aunque casi extinta, penetró en la casa por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró la sombra sólida.

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