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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (3 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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—No la aprendí, madre. Sencillamente, se me ocurrió.

—A nadie se le ocurren canciones, así porque así. No es lógico. Te has criado en un hogar correcto, austero, respetuoso de las normas, donde estas cosas no han ocurrido nunca. ¿Y si te hubiera oído un vecino? ¿Y si se enterara la gente? ¿Si se enterara…? No, Maria, debes decirme la verdad. ¿Dónde la aprendiste?

—Creo… creo que la soñé. Sí, la soñé anoche. Anoche tuve sueños maravillosos.

El grito que había empezado a tomar forma en la garganta de Maria murió antes de materializarse, como si la presencia del desconocido la hubiera hechizado. Estaba de pie sobre el antepecho de la ventana. Era bello, indescriptiblemente bello. No obstante que había encogido su cuerpo para acomodarlo a la baja abertura, vio que su talla era superior a la normal y que tenía la figura de un atleta. El resplandor de la luna arrancaba destellos de la larga cabellera rubia y ondulada que le caía sobre los hombros. Sin embargo, eran sus facciones las que la magnetizaban con la sublime irradiación de su hermosura. Jamás había imaginado que fuera posible encontrar semejante perfección en los rasgos de un ser humano. ¿Pero acaso ése era un ser humano? Las alas gigantescas consistían en una fina película traslúcida extendida sobre un complicado arabesco de nervaduras, y permanecían plegadas a medias sobre la espalda como si se hallaran listas para reanudar el vuelo. Sin duda, su actitud dependería de la reacción final de ella.

Maria se sintió avergonzada de su propia fealdad. El pelo negro y lacio enmarcaba un rostro vulgar, de frente demasiado estrecha, pómulos demasiado salientes, nariz demasiado chata y boca demasiado grande. A los treinta años ya se había resignado a vivir una existencia estéril, aunque en las noches cálidas y luminosas como ésa le resultaba imposible ahogar los clamores de su cuerpo solitario. Ahora la imagen angélica encaramada sobre su ventana la obligaba a preguntarse si su delirio no habría transpuesto el umbral de la locura.

Hasta que se insinuó en su mente el tanteo de unos sutiles dedos invisibles que disiparon todos sus temores, descorriendo lentamente los velos de un panorama inefable. Luego el desconocido se deslizó al interior del cuarto y se aproximó al lecho.

—¿Hace mucho que tienes esos sueños, Maria?

—No, madre, sólo los tuve anoche.

—¿Y qué fue lo que viste?

—Es tan difícil de explicar… Un huso de plata que bajaba del cielo. Comprendí que era una de esas astronaves que cruzan el firmamento, aunque siempre las he divisado sólo como lejanas estrellas errantes y no sé qué forma tienen en realidad.

—Así debe ser, Maria. Las astronaves se posan en otras tierras, pero no acá. Sólo traen abominaciones. Te he dicho a menudo que incluso es peligroso mirarlas desde lejos. Despiertan instintos que debemos ahogar. Ya ves lo que te ocurre, por haber desobedecido.

—De su interior salían hombres y mujeres como nosotros, pero mucho más bellos. Y tenían alas…

—¡Alas!

—Sí, alas. A ratos las desplegaban y volaban, elevándose hasta desaparecer entre las nubes. Parecían ángeles.

—¡Demonios! Eso es lo que son. Demonios que vienen de otros mundos para confundirnos con su fingida hermosura. No tienen alma, Maria. Son distintos de nosotros y sólo quieren perdernos, como todos los otros monstruos que descienden de las estrellas. Por eso no permitimos que vengan acá.

—En el lugar donde aterrizaron, la gente tenía otra opinión. Había muchos jóvenes en torno a la nave. Llevaban flores y gritaban y aplaudían. Algunos bailaban con los seres alados, y a veces éstos los levantaban unos metros del suelo sosteniéndolos entre los brazos. Era un espectáculo tan lindo… Claro, claro, y también cantaban esa frase que yo entoné.

—Así es como los van corrompiendo. Hay cosas que tú no sabes, hija. Esos monstruos han engendrado criaturas con seres humanos. Seducen poco a poco a quienes caen en sus trampas. Los inducen a la molicie, hasta matar la civilización.

—Pero no, madre. Deberías haber visto lo que yo vi. Cerca de la astronave se levantaban edificios gigantescos, muy distintos de nuestras casitas. Y entre ellos circulaban vehículos que se movían solos, sin necesidad de caballos. Corrían a una velocidad fantástica por calles muy anchas y lisas, bordeadas por unos tubos que proyectaban una luz mucho más blanca y potente que la de nuestras lámparas de querosene. Y frente a un cobertizo trabajaban unos colosos metálicos, que tenían forma humana pero eran máquinas. Además los hombres y mujeres también trabajaban. No sé cómo explicártelo, porque era trabajo, pero no como el que hacia papá en la oficina, hasta quedar agotado. El astropuerto estaba rodeado por parques y jardines, y allí había gente que tallaba maderas y piedras, y pintaba colores sobre telas, y hacia vibrar unos instrumentos de los que brotaban sonidos maravillosos, con los que acompañaban sus canciones. Y reían. Ahora entiendo, reían… reían… así…

—¡Hija! Reír está prohibido. —Perdona, madre—. Maria, ¿estás segura de que todo fue un sueño? —Oh, si, madre, no pudo haber sido otra cosa.

—Es increíble. ¿Cómo sabes con tanta exactitud lo que ocurre en otras tierras, si nadie te lo ha contado? Esos hombres alados… ¿no los encontraste en la realidad?

—No… no, madre. —Porque aunque tienen prohibido meterse acá, a veces se aventuran por los aires para pervertirnos con sus supercherías. Cada día se ponen más audaces. No pasa una noche sin que los guardias derriben a alguno de ellos. —¡No, madre!

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y cayeron sobre el bordado. Llorar no estaba prohibido.

Maria aún tenía enroscada en el dedo la hebra rubia que había arrancado de la cabellera de su visitante. Había querido conservarla como prueba de su cordura, pues sabia que a medida que transcurriera el tiempo le resultaría cada vez más difícil convencerse de que ése no había sido un desvarío de su imaginación. Él había estado allí. Sus caricias habían sido reales. Las escenas que le había comunicado con su mente reflejaban en verdad la forma de vida de otras tierras, de otros planetas, de otras galaxias.

Después de mostrarle el cuadro de su llegada a la Tierra, había desplegado en la pantalla de su cerebro el panorama de un mundo remoto, el mundo del que él provenía. Los seres alados se remontaban allí hasta las cumbres de picos alfombrados de flores. Vientos apacibles hacían ondular las copas multicolores de los árboles arrancando jubilosos tintineos a las hojas cristalinas. Las aguas que corrían ladera abajo se desgranaban en cataratas irisadas para luego deslizarse mansamente por el valle hasta un lejano océano dorado. Tres lunas redondas parecían pender inmóviles del cielo, increíblemente escalonadas de mayor a menor. Sobre el horizonte asomaban los minaretes enjoyados de una ciudad legendaria.

El volvería a enfilar muy pronto hacia ese mundo, cuando su nave partiera nuevamente. No podría hacerle otras visitas, porque en los próximos días debería recorrer varios países, donde asistiría a congresos científicos. Ese interludio no había sido más que una aventura condimentada por el sabor del peligro. Tenia conciencia de que se hallaba en un territorio vedado.

A Maria no la ofendió la franqueza de su visitante. El le dejaba un recuerdo inestimable, que cambiaría radicalmente la perspectiva de su vida. Cuando lo vio elevarse con un vuelo majestuoso luego de salir por la ventana, musitó una fervorosa plegaria de agradecimiento.

Desde la cocina llegaba nuevamente el estrépito de los cacharros. La aguja acribillaba la tela sobre la que el hilo rojo estaba terminando de diseñar la silueta de un dios rampante. En los oídos de Maria perduraban las palabras que su madre había pronunciado un momento antes. Esas palabras se parecían mucho a otras que había leído en el único libro que se conocía allí: Se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres, y les engendraron hijos. Estos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de renombre.

Sí —pensó—, así será, y yo lo ocultaré y lo protegeré para que no lo persigan ni lo destruyan. Y cuando sea como su padre, en sus alas me llevará, me llevará volando a la tierra de la canción.

En el último reducto

El hombre sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Frente a él estaba posada una nave espacial. Un gigantesco disco metálico que parecía formado por dos inmensos platos unidos por sus bordes. En el plato superior, invertido, se hallaban los paneles de observación y la escotilla. En la juntura de los dos platos había un anillo de tubos verticales que ocupaban toda la circunferencia del disco. Eran los propulsores. Reconoció la imagen que había visto tantas veces en sus fotos. Pero nunca había tenido, como ahora, una nave espacial al alcance de la mano. Por eso sintió ganas de llorar.

—Chau, Maidana.

—Hasta mañana, Guille.

—Chau.

—Chau.

Guillermo Maidana contestó distraídamente los saludos, sorprendido por la presencia de su mujer en la esquina. Marta no se había peinado y un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. Tenía puesto el vestido viejo que usaba para ir a la feria. Maidana comprendió que algo malo ocurría. Pero ella no se acercaba. Seguía inmóvil, en la esquina. —Marta, ¿qué pasa? ¿Por qué viniste así…?

Ella lo tomó por el brazo y enfiló calle abajo. Por ese lado no iban hacia su casa. Además, estaba tratando de alejarlo de los corrillos que todavía formaban sus compañeros de trabajo. —Adiós, señora. Chau, Maidana. —¿Qué pasa, che? —insistió él—. ¿Qué…?

Marta giró la cabeza para asegurarse de que nadie podía oírla, y sin detener la marcha dijo:

—Carlitos encontró el álbum. Me olvidé de echar llave al cajón de la cómoda y él encontró el álbum.

Un globo se infló en la garganta de Maidana. Le pareció que iba a vomitar ahí mismo pero de alguna manera se contuvo. De pronto fue él quien arrastró casi a Marta, que iba colgada de su brazo.

—¿Cómo lo sabes? —Él mismo me lo contó. Yo no había notado que faltaba del cajón. —¿Y qué hizo?

—Escúchame. Se lo llevó al colegio. Lo impresionaron las fotos y quiso mostrarle ese tesoro a sus compañeros. Me explicó que también lo vio el maestro. El maestro se lo pasó al director. Le preguntaron a Carlitos de quién era, y él contestó que era de su padre. No sé cómo lo dejaron volver a casa. Estoy segura de que ya notificaron al Departamento de Seguridad Interior. La policía te debe de estar buscando. Tenés que escaparte. Tenés…

—¿Pero a dónde puedo ir? —murmuró Maidana.

—Tenés que escaparte —insistió ella, incapaz de coordinar otras ideas—. A cualquier lugar. Ya mismo. También vendrán al trabajo.

Estaba oscureciendo. Maidana vio que los ojos de su mujer brillaban. La abrazó con fuerza.

De la nave espacial brotaba un suave ronroneo. A ratos éste se hacía más intenso y los tubos propulsores emitían unas llamitas azuladas. En esos momentos aumentaba la temperatura junto a la nave, pero el hombre no parecía notarlo. Sus dedos acariciaban la superficie metálica del fuselaje, palpaban las estrías que habían dejado allí las lluvias de polvo cósmico. El hombre tuvo la impresión de que por obra de una extraña magia ese contacto lo ponía en comunión con las galaxias remotas que siempre habían poblado sus sueños y que a él le estaban vedadas. Maidana marchó durante toda la noche. Recorrió unos trechos a la carrera y otros al paso, pero no se detuvo nunca. Eligió las calles más oscuras, más despobladas. No se cruzó con ningún policía. Por fin sintió la necesidad de hacer un alto, y se apoyó contra un claudicante cerco de madera. Trató de normalizar el ritmo de su respiración. Empezaba a clarear, y los faroles de querosén todavía estaban encendidos en los postes de alumbrado. Un ruido le hizo sentir nuevamente la punzada del miedo. El chapaleo de los cascos de un caballo en el barro de la calle transversal y el chirrido de las ruedas de un carruaje. Buscó un refugio momentáneo pero no lo halló. Las empalizadas de madera de las chacras se prolongaban en una hilera continua, sin dejar resquicios por donde colarse. Maidana comprendió que si intentaba trepar por una de las vallas, las tablas mal clavadas se desmoronarían estrepitosamente. Optó por pegarse contra el cerco, lejos de los faroles, confundiéndose con las sombras.

El tilbury apareció por fin en la bocacalle. Venia por Maipú y siguió derecho. No tenía nada que ver con la policía.

Maidana reanudó la marcha por Lavalle, hacia el Bajo, apresurando el paso cada vez que llegaba a uno de los faroles. Tuvo un nuevo sobresalto cuando un perro le ladró desde atrás de un cerco, pero el animal ya se había calmado cuando él cruzó San Martín. Los únicos ruidos eran los de sus propias pisadas sobre la tierra humedecida por la lluvia de los últimos días, el croar de las ranas en los pantanos de la costa y el canto de los grillos.

Una burda cartelera apoyada contra un poste de alumbrado ostentaba un mensaje escrito con macizas letras negras: Nuestra dignidad rechaza la tentación del materialismo que ha subyugado al mundo. El
affiche
tenia despegado el ángulo superior derecho, y el fugitivo agarró al pasar la punta colgante y le dio un fuerte tirón. Previsiblemente, debajo del cartel apareció otro lema: Somos el último reducto de la civilización occidental. ¡No nos asusta estar solos! Maidana hizo una mueca y se alejó con paso rápido del círculo amarillento proyectado por la oscilante lámpara de querosén.

El hombre estaba colocado de cara a la nave, y sus brazos abiertos en cruz parecían querer abarcar el hemisferio inferior del vehículo espacial. Frotó la mejilla contra la áspera superficie metálica, dejando un húmedo rastro de lágrimas. Era como llorar sobre las estrellas. De su pecho brotó un grito ronco:

—¡Por favor, déjenme entrar! ¡Soy amigo de ustedes!

El instinto empujaba a Maidana hacia el río. No se trataba de que por allí fuese más fácil escapar. Todas las vías de salida, por agua, tierra o aire, estaban clausuradas. Hacía siglos que ninguna embarcación tocaba esa costa. Nadie salía del país y la navegación estaba terminantemente prohibida. Uno de los principios más perdurables del régimen era: Cerremos nuestras fronteras al espejismo materialista. Para cumplir esta consigna se suspendió primero la entrada y salida de turistas, después se vedaron los viajes de estudio y por fin se proscribieron el comercio y el intercambio de correspondencia con el exterior. La nostalgia por una civilización con la que estaban cortados todos los vínculos se convirtió en el patrimonio clandestino de unos pocos réprobos e inadaptados.

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