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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (8 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Entonces recordé. Era difícil acostumbrarse. Ya hacía tres días que no iba a mi casa. Ahora dormía en el sofá de la oficina. Resultaba más cómodo, desde que no estaba Luisa. Además, me ahorraba la caminata. Eran casi treinta cuadras y no había medios de transporte, excepto las cintas sin fin que conducían exclusivamente al astropuerto.

Me levanté y estiré mi ropa con un gesto mecánico. Me abroché el cuello de la camisa y me puse la chaqueta que por la noche había colgado sobre el respaldo de la silla. Cuando abrí la puerta y me asomé al corredor vi que no había nadie, pero no podría haber sido de otro modo. Lo que en realidad deseaba era averiguar la hora. El reloj eléctrico de pared marcaba las ocho y media.

Era una suerte que ellos hubieran dejado en marcha el sistema automático que surtía de fuerza motriz a la ciudad. Eso aún permitía disfrutar de algunas comodidades, como la de poder controlar la hora exacta. Aunque la mía había sido una reflexión ingenua. Si el generador continuaba funcionando era porque ellos lo necesitaban para accionar las cintas sin fin. Las cintas sin fin, el selector y la red de radio.

Tuve un sobresalto cuando pensé en el selector.

Levanté la persiana para disponer de más luz. Me sorprendió lo que vi. Abajo, en un banco de la plaza, se hallaba sentado un hombre. Parecía muy viejo y junto a su mano, contra el asiento, estaba apoyado un bastón. Tenía puesto un pijama amarillo, con remiendos en los codos y sobre las rodillas, y un desgarrón en la costura del hombro que ya no se había preocupado por coser. Naturalmente, llevaba en el bolsillo del saco su minirreceptor, conectado por un cable con el caracolito insertado en la oreja.

En el resto de la plaza y en las calles laterales no se veía un alma. Eso era más normal. Sólo las largas filas de coches estacionados contra la acera, con las carrocerías y los vidrios opacados por una gruesa capa de polvo.

Me acerqué a la mole ronroneante del selector y miré en el interior del cajón donde caían las fichas. Estaba vacío y eso me permitió respirar con más tranquilidad. No debía descuidar mis deberes, a pesar de que últimamente las fichas llegaban muy espaciadas entre sí. Probablemente quedaban pocas.

Dos años atrás, cuando ellos implantaron el sistema, las condiciones eran muy distintas. Yo estaba abarrotado de trabajo y a veces debía pasar dos o tres noches sin dormir, leyendo listas interminables de nombres frente al micrófono. En esa época yo atendía exclusivamente el transmisor, porque ésa era mi especialidad profesional, y dos ayudantes se encargaban de pasarme las fichas a medida que éstas caían en el cajón. Sin embargo, después de la primera racha de confusión, todo se normalizó. Cuando el selector dejó caer las tarjetas de mis dos ayudantes, con pocos días de intervalo, me resigné en seguida a prescindir de sus servicios.

Entré en el baño contiguo y me lavé las manos y la cara. El espejo me devolvió una imagen placentera. Hacía años que no tenía tan buen aspecto. Debajo de la barba rala que me cubría las mejillas la tez ostentaba un saludable color rosado, como si hubiera pasado una larga temporada al aire libre. Y eso a pesar de que hacía tres días que ni siquiera pisaba la calle. Además me pareció que había aumentado algunos kilos.

El régimen me sentaba bien.

Me froté vigorosamente con la toalla y después tomé el vaso que estaba sobre la repisa. Lo llené hasta el borde con el agua del grifo, y llevándolo en la mano volví a la oficina. Me senté frente al selector y bebí el primer sorbo. Delicioso. Tomé otro trago, lentamente, paladeando el líquido dulzón.

Ellos eran verdaderos genios. ¿Qué sería eso que le echaban al agua para dejarla tan sabrosa? Mi amigo Novelli, el que trabajaba en la estación de bombeo de Obras Sanitarias, me dijo que era un polvo blanco que ellos enviaban en grandes envases de metal. Desde que empezaron a mezclarlo con el agua la gente quedó entusiasmada con los efectos.

Era tan nutritivo y saludable que desplazó totalmente a los otros alimentos. Bastaba beber un vaso de agua como desayuno, otro como almuerzo y un tercero como cena. Los más golosos intercalábamos el vaso de las cinco de la tarde. Porque no se trataba solamente de que hartara tanto como el banquete más copioso. También tenía ese gustito enigmático. Y la acción sedante. Eso sí que era un hallazgo. La acción sedante. La gente quedaba como flotando en el aire, de excelente humor, bien dispuesta para todo. Particularmente para ir al astropuerto, cuando yo impartía la orden por la radio.

No entendía cómo no se nos había ocurrido antes. Ese producto nos habría evitado muchos de los problemas que nos complicaron la vida hasta que llegaron ellos. Claro que algunas naturalezas eran más resistentes que otras al polvo blanco. Luisa, por ejemplo, insistió durante algún tiempo en que prefería comer a la antigua en lugar de alimentarse con el agua y su ingrediente. Como eso sucedió precisamente en la época en que yo debía pasar días íntegros junto al selector, transmitiendo listas de nombres, no pude controlarla y se obstinó en preservar la vieja costumbre cuando casi todos los demás ya la habían desechado. Ni siquiera comprendía que con la nueva dieta ellos le ahorraban el trabajo de cocinar.

Por suerte, la sed la obligaba a beber el agua del grifo, pues no le gustaba el alcohol, y su organismo fue asimilando poco a poco el polvo blanco. Aun así tenía sus recaídas, durante las cuales se empeñaba en protestar contra mi función oficial.

—¿Te has vuelto loca? —le contestaba yo—. ¿No te das cuenta de que actualmente mi cargo es el de mayor responsabilidad que existe en el país? Ellos confían directamente en mí. Soy su vocero, su único representante aquí. Cada nación tiene su locutor exclusivo, y ellos me han conferido el honor de designarme para el puesto. No hay nadie que esté por encima de mi persona.

—Sólo ellos.

Frases como ésta constituían el síntoma evidente de que no había bebido su vaso de agua.

—Sólo ellos, claro está —decía yo—. Eso es lo que me enorgullece. Y vos deberías sentir lo mismo. Juraría que todas tus amigas te envidian.

—Casi no me quedan amigas.

—Pues las que quedan, ¿te envidian o no?

—Sí, pero también me envidiaban antes, cuando aparecías en la televisión untándote el pelo con el fijador más varonil, o bebiendo el champagne más aristocrático, o pilotando el auto de los triunfadores. Y eso no mejora las cosas.

—¡Lo que pasa es que nunca supiste valorar mi trabajo! —gritaba yo, y cuando sentía que estaba empezando a impacientarme iba a beber un trago de agua. El efecto sedante era casi mágico—. Vos deberías imitar lo que acabo de hacer —le decía, con una plácida sonrisa, y cerraba suavemente la puerta al salir.

La escena más desagradable se produjo cuando el selector dejó caer su ficha. Confieso que leí su nombre por el micrófono con un cierto automatismo profesional, y que sólo me di cuenta de que se trataba de ella cuando ya había terminado de pronunciar la última sílaba. Si no, le habría dado una inflexión cariñosa a mi voz.

Luisa me oyó porque por lo menos había aceptado la norma de llevar el microrreceptor con el auricular permanentemente conectado. Pero entonces tuvo la inconcebible audacia de venir a mi oficina.

Afortunadamente eso sucedió tres días atrás, cuando ya hacía largas semanas que yo era el único ocupante del edificio. Gracias a esta circunstancia su audacia pasó inadvertida.

Yo estaba leyendo un nombre en el momento en que entró Luisa. Su irrupción me sorprendió tanto que me turbé y se me trabó la lengua. Eso era algo que jamás me había sucedido desde el comienzo de mi carrera. Si cinco minutos antes no hubiera bebido el vaso de agua del almuerzo, me habría puesto furioso.

—¿Qué significa…? —empezó a preguntar Luisa.

Le hice una seña para que se callara, y repetí cuidadosamente el nombre que figuraba en la ficha. Continué atento a mi trabajo hasta que hube liquidado la pequeña pila de tarjetas acumuladas junto al micrófono. Luego miré el cajón del selector y comprobé que estaba vacío. Sólo entonces dirigí mi atención hacia Luisa.

—¿Se puede saber qué venís a hacer aquí? —le pregunté, cubriendo el micrófono con la mano.

—Dijiste mi nombre por la radio.

—Es cierto —contesté—. Hoy salió tu ficha. Algún día tenía que ocurrir. Deberías sentirte dichosa.

—Pero eso significa que vamos a separarnos. Que no nos veremos más.

—Ellos saben lo que hacen.

—¿No podría esperar un poco? ¿Por lo menos hasta que vos también…?

Esa mujer ponía a prueba las cualidades sedantes del agua.

—¡Luisa! —exclamé—. Sos incorregible. Hay que atenerse a lo estipulado. ¿Qué sucedería si cada uno pretendiera elegir según su comodidad o gusto personal el momento adecuado? Cuando ellos lo organizaron así por intermedio del selector, sabían lo que hacían. Nunca hubo quejas ni excepciones. La disciplina y el orden son la base del sistema.

—¿Y si vos… me acompañaras? —Es inútil. No entendés la magnitud de mi trabajo. Mi función es vital, y si la abandonara cometería una falta imperdonable. Cumplí con tu misión mientras yo cumplo con la mía. Ojalá seas muy feliz…

Luisa se acercó, tendiéndome los brazos. Pensé que no era muy correcto besarla en la oficina, pero al fin y al cabo ésa era una circunstancia especial.

Iba a su encuentro, cuando oí el ruido de una tarjeta que caía en el cajón del selector. Me desvié hacia el aparato tomé la ficha y leí el nombre frente al micrófono.

Me volví nuevamente hacia Luisa. Ella ya se había ido. Me alegró que hubiera decidido ser obediente, aunque pensé que podría haber esperado un minuto para despedirse.

Transcurrió media mañana sin que hubiera novedades. Dos o tres veces abandoné mi asiento junto al selector para ir a mirar por la ventana. El viejo seguía instalado en el banco de la plaza. Contemplaba las palomas y los gorriones que picoteaban sobre el pasto crecido, tan crecido que casi los cubría por completo.

A ratos el viejo cabeceaba como si se estuviera durmiendo, pero en seguida daba un respingo y adoptaba una actitud expectante. En una oportunidad me pareció que dibujaba algo con la punta de su bastón sobre la tierra del sendero. Quizás eran números, aunque no pude distinguirlos bien.

Durante una de mis excursiones hasta la ventana cayó una ficha en el cajón. Volví atrás, tomé el micrófono y leí el nombre, que como tantos otros no evocaba en mí ninguna imagen. Luego regresé a mi puesto de observación. El viejo se había levantado del banco y atravesaba la plaza, cojeando y apoyando pesadamente sobre el bastón la mitad izquierda del cuerpo, evitando cuidadosamente pisar los canteros, como si eso pudiera tener alguna importancia. Me llamó la atención que se encaminara hacia el sector desde donde partía el ramal oeste de las cintas sin fin. ¿Acaso él había sido el destinatario de mi mensaje?

Otra tarjeta me hizo volver a la realidad. El nombre que figuraba en ella era conocido. Novelli. Atilio Novelli. Novelli. El encargado de volcar el polvo blanco en la estación de bombeo de Obras Sanitarias. Cuando lo leí frente al micrófono experimenté por primera vez una vaga sensación de inquietud. ¿Quién se ocuparía ahora de alimentarnos? En mi última conversación con Novelli, me había dicho que él había quedado solo en el puesto. ¿Seria posible que ellos se despreocuparan de nuestro futuro? ¿O acaso ya no…?

Llevé el vaso al baño y volví a llenarlo con agua. Bebí a grandes tragos, como si quisiera lavar con urgencia mi recién renacida angustia. El sabor no había variado. Era el elixir de costumbre. Estupendo, nada cambiaría.

Cuando volví a la oficina, había otra tarjeta en el cajón. La llevé hasta el micrófono y la coloqué frente a mis ojos.

Después de tanta inactividad, ésa estaba destinada a ser una mañana rica en sorpresas. Primero el viejo que yo había estado contemplando desde la ventana.

Después Novelli, mi último amigo.

Ahora yo.

Porque el nombre que figura en la ficha es el mío. Ya no me necesitan, y eso significa que no queda nadie a quien llamar, excepto yo. En otros puntos del globo, los últimos responsables, locutores como yo, deben de estar abandonando también sus asientos y se encaminan hacia las cintas sin fin que conducen a los respectivos astropuertos. No tengo nada que reprocharme. He sabido cumplir con mi deber. Puedo emprender mi viaje hacia el mundo de ellos con la conciencia tranquila. Era previsible que sucediera esto. Espero que mientras tanto ellos hayan descubierto otra fuente de aprovisionamiento.

Pero sé que igualmente nos extrañarán.

Éramos su plato favorito.

La cicatriz de Venus

En el dormitorio hacía un calor infernal. Los flecos de papel pendían inertes frente a la rejilla del acondicionador de aire. En el termómetro adosado a la pared la columna de mercurio había subido hasta los cuarenta y dos grados. El vidrio de la ventana estaba empañado y sólo dejaba filtrar la débil luz del crepúsculo, que competía con el resplandor mortecino de la lamparita colgada del cielo raso.

Se abrió la puerta y entró Guzmán. Era alto, robusto, de pelo gris ondulado sobre las sienes y ralo en la coronilla, con las facciones tostadas y correosas que delataban a los veteranos del Servicio Astronáutico. Tenía puesto el pantalón azul del uniforme y una camisa gris totalmente abotonada y pegada al cuerpo por el sudor.

Los dos hombres que se hallaban sentados sobre el borde de sus cuchetas lo miraron con una expresión anhelante en la que se leía el respeto que inspiran la madurez y la experiencia. Sin embargo, era evidente que estaban inquietos.

Ambos eran jóvenes y no tenían puesta más ropa que los calzoncillos. El sol había enrojecido la tez de Luppi hasta despellejarle la frente y los pómulos. Chaves todavía conservaba la blancura de los recién llegados. Sobre su nariz cabalgaban unas gafas con gruesa armazón de carey. En la estación espacial lo tenían catalogado como intelectual, a pesar de que al igual que sus dos compañeros de cuarto sólo cumplía funciones de control en el depósito de víveres.

—¿Qué le dijeron los tipos de mantenimiento, Guzmán? —preguntó Luppi.

Calculan que el equipo de refrigeración estará arreglado dentro de dos o tres horas. Mandaron una comisión a la base de los ingleses, a buscar una pieza que faltaba. Es cuestión de tener paciencia.

—¡Paciencia! —gruñó Luppi, y por un momento su cara pareció enrojecer aún más—. Cuando terminen de arreglar el equipo vamos a estar todos achicharrados.

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