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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (9 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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—Usted dijo que se puede aguantar dos días, ¿no es cierto, Guzmán? —intervino Chaves.

—Eso es, dos días —asintió el veterano—. No es la primera vez que sucede.

—Razón de más para instalar un equipo de repuesto —insistió Luppi—. Esto sólo podía pasar en nuestra base. Todos los otros, hasta los tanos tienen equipos de repuesto. Pero en Buenos Aires debe de haber algún funcionario avivado que piensa que Marte es Mar del Plata y que cuando uno tiene calor basta salir a tomar fresco por la Rambla. Esos turros se guardan la guita…

—Acábala, che —lo interrumpió Chavez—. Así lo único que vas a conseguir es cocinarte antes. Aprende de Guzmán, que se lo pasa piola. Él sabe que cuando uno sale de la Tierra tiene que estar preparado para agachar el lomo. Para eso nos pagan bien. —Se quitó las gafas, las observó al trasluz, vio que los cristales estaban salpicados por la transpiración que le chorreaba de la frente y entonces las dejó sobre la mesita de noche. Sus ojillos grises se achicaron súbitamente—. Oiga, Guzmán, ¿no tiene calor? ¿Por qué no se saca la camisa?

Guzmán se encogió de hombros, se sentó frente a la mesa y tomó una revista. Luppi se puso de pie y empezó a pasearse por el cuarto, deteniéndose siempre frente al termómetro para echarle una mirada. La columna había subido cuatro décimas. —Justo tuvo que suceder durante nuestro relevo —refunfuñó—. Con este calor no podremos dormir y mañana estaremos abombados.

Sin levantar los ojos de la revista, Guzmán se desabrochó el botón del cuello.

—¿Por qué no se saca la camisa? —insistió Chaves.

—Estoy acostumbrado —contestó Guzmán secamente.

Chaves se acostó sobre la cucheta.

—Voy a tratar de dormir —dijo.

Pero después de cambiar varias veces de posición, se levantó y fue hasta la ventana. Limpió con la mano el vapor del vidrio y procuró escudriñar hacia afuera.

—Ya está oscuro. No se ve nada. ¿Habrá vuelto la comisión que fue a lo de los ingleses?

—¡Qué va a volver! —dijo Luppi—. ¿Te crees que los que fueron allá son locos? Esos hijos de puta deben de estar tomando fresco y chupando whisky.

Guzmán dejó la revista sobre la mesa y lo miró con rabia.

—¡Quiere hacer el favor de callarse! exclamó—. Usted es peor que el calor. Si Marte no le gusta, pida que lo den de baja y váyase a su casa. Aquí nadie lo tiene atado.

—Oiga, yo con usted no me meto…

—¡Le he dicho que se calle! —rugió Guzmán, y se puso de pie con un movimiento brusco que derribó la silla. Tenía los puños apretados y se le habían hinchado las venas de la frente.

Luppi lo miró boquiabierto, sin entender lo que sucedía. El veterano parecía a punto de abalanzarse sobre él. Chaves se colocó entre los dos hombres.

—¡Cálmese, Guzmán! —dijo. Nadie quiso ofenderlo…

Guzmán abrió la boca para contestar, pero luego la cerró sin decir nada, meneó la cabeza y levantó la silla caída.

Disculpe, Luppi —murmuró por fin, sin mirar a su compañero—. A mí también me tiene mal el calor.

La columna de mercurio ya marcaba cuarenta y cuatro grados y era evidente que los dos jóvenes estaban alarmados. Pero ninguno de ellos se atrevía a interrogar a Guzmán. Su último estallido los había desconcertado.

El veterano estaba sentado frente a la mesa, con la revista caída sobre las rodillas y la mirada perdida en el espacio. Su camisa y sus pantalones estaban convertidos en trapo mojados, adheridos a la piel. Por fin Luppi murmuró:

—¿No… no cree que deberíamos ir a preguntar…?

Guzmán lo miró y en las comisuras de sus labios se formó un pliegue benévolo, casi divertido.

—No se preocupen. Se detendrá en cuarenta y cinco. Esa es la temperatura máxima que garantiza el aislamiento térmico de la estación. Claro que de todos modos es bastante. Pero quédense tranquilos. Si hubiera algún peligro nos evacuarían. —Empezó a desabrochar lentamente su camisa—. Tienen razón, muchachos, creo que yo también me voy a poner en pelotas.

El tono con que habló el veterano produjo una distensión en el ambiente, y los dos jóvenes sonrieron. Pero su sonrisa se heló cuando descubrieron el motivo por el cual Guzmán se había resistido a quitarse la camisa. Una espantosa cicatriz le atravesaba el abdomen desde una cadera hasta la otra. El tajo tenía la forma de una media luna ligeramente combada hacia abajo, y a juzgar por sus bordes desparejos y por su profundidad la herida debió de haber sido atroz.

Guzmán se encargó de disipar la turbación de sus compañeros que no atinaban a hacer ningún comentario.

—Lindo recuerdo, ¿eh?

—¿Fue un accidente? —preguntó Chaves.

—No dijo Guzmán, sin perder el buen humor que ostentaba desde hacía un rato—. Fue una aventura de amor.

—Ah, entiendo —asintió Luppi—. Una vez yo conocí a una casada que vivía en Banfield. Y el marido…

—No —repitió Guzmán—. No fue un marido. Ni una mujer. Quiero decir, que la protagonista de la aventura no fue una mujer en el sentido que nosotros le damos a la palabra. La cicatriz se la debo a una venusina.

—Pero si eso está prohibido. Hay un decreto del Centro Espacial…

—Cuando sucedió esta historia aún no se había legislado al respecto —explicó Guzmán—. Era la época de los pioneros, cuando todo estaba permitido. Incluso creo que puedo enorgullecerme pensando que mi caso contribuyó a que el Consejo promulgara su famoso decreto.

—¿Y las venusinas…? —preguntó Luppi—. Bien, yo he visto fotos, y francamente…

—Una cosa es verlas en fotos y otra estar allí —afirmó Guzmán—. Cuando lo destinen a Venus recordará lo que le digo.

Los dos muchachos se instalaron en sendas sillas con los ojos fijos en la cicatriz del veterano como si ésta tuviera poder hipnótico.

—¿Se puede saber… cómo sucedió? —preguntó finalmente Chaves.

—Nunca conté la historia, excepto ante el Consejo Espacial —manifestó el veterano—. Pero ha pasado tanto tiempo que supongo que no me afectará recordarla. Claro que no. Si hasta me parece que nos ayudará a pasar el rato, porque con este calor no podremos dormir.

Entonces yo tenía veinticinco años. Hacía dos que me había enrolado en el Servicio Astronáutico y ésa era mi primera misión extraterrestre. Debía desempeñarme como encargado del depósito de abastecimientos de una base internacional instalada en Venus. El comandante era un francés, D'Estaigne, y el resto del personal estaba compuesto por tres ingleses, un ruso, un holandés y un médico japonés. Todos eran astronautas de carrera, incluido el médico. Yo era el único miembro de un servicio auxiliar civil, y como consecuencia de esto me tenían prácticamente segregado.

Ellos hablaban continuamente de sus programas de exploración y sólo me dirigían la palabra cuando necesitaban sus provisiones. Y aún en esos casos sólo me decían lo estrictamente necesario. Quizás les remordía la conciencia por su actitud o quizá ni siquiera pensaron en la trascendencia de lo que estaban haciendo, pero lo cierto es que me autorizaron a emplear a una nativa para que me ayudara en mis tareas. Entonces fue cuando empezaron los problemas.

La bauticé Yuyú porque el único sonido que emitía mientras se desplazaba de un extremo al otro del depósito era un sibilante yui yui. Los otros miembros del grupo le prestaban tan poca atención como a mí. Para ellos no era más que una criatura nativa, un bicho raro que ya se encargarían de estudiar los biólogos. Claro que ésta es una historia aparte, porque los venusinos ni siquiera se dejaron auscultar. Y como las normas del Consejo Espacial prohíben obligar a los extraterráqueos a hacer lo que no quieren, nuestros investigadores tuvieron que conformarse con fotografiarlos desde todos los ángulos e inventar nombres para cada uno de sus órganos y miembros visibles. Pero como dije ésta es una historia aparte.

Yuyú era muy dócil y parecía anticiparse a todos mis deseos. Confieso que al principio yo también la miraba con más curiosidad que otra cosa, pero poco a poco le fui tomando simpatía. Teníamos muchas oportunidades de estar a solas mientras el resto del personal salía del campamento para realizar sus exploraciones, y a veces yo me quedaba sentado horas y horas mirándola trabajar. Desde la llegada de Yuyú mi tarea se limitaba a clasificar el contenido del depósito y ella se encargaba del resto.

Casi me di cuenta de que mi simpatía se estaba transformando en otro sentimiento más hondo. Era emocionante verla ondular sobre sus pliscinios, trasladándose con una ligereza etérea. De su ser emanaba un efluvio embriagante en el que se combinaban todos los aromas que despide la selva venusina después de la temporada de las lluvias. Era un húmedo vaho de flores maceradas que parecía tener consistencia material y adherirse a mi cuerpo. De vez en cuando se detenía y fijaba en mí sus lérulas en las que yo creía leer misteriosos mensajes íntimos. Cuando su corona de sifias eréctiles vibraba, yo tenía la impresión de que la atmósfera se cargaba de una electricidad contagiosa.

Supongo que fueron muchos los factores que se sumaron para colocarme en ese estado. Mi juventud, la falta de mujeres que se prolongaba desde hacía varios meses, el clima tropical, la flora exuberante saturada de perfumes dulzones. Además, desde la ventana podía ver fugazmente a parejas de venusinos retozando por el prado que rodeaba a nuestra base, y en una oportunidad divisé incluso una escena turbadora protagonizada por un venusino y su compañera que yacían detrás de uno de los primeros árboles del bosque aledaño. Fue un cuadro que jamás podría describir porque unía una perfecta plasticidad estética a los más extravagantes refinamientos eróticos.

No sé si Yuyú intuía lo que estaba sucediendo dentro de mí. A veces me pregunto incluso si todo no respondió a un plan que ella tenía premeditado desde que entró trabajar en el campamento.

Una mañana, el comandante D'Estaigne me ordenó que preparara provisiones para un viaje de una semana. Yo me quedaría en la base con el holandés, el teniente Dubroek.

No obstante que ésa era la expedición más prolongada que se había programado hasta entonces, la partida no implicó ningún cambio en la rutina. Al principio me pareció que cuando nos quedamos solos Dubroek se mostraba más cordial que de costumbre, pero luego comprendí que me estaba dando a entender en la jerga básica que usábamos para nuestras conversaciones que lo que quería era una botella de ginebra.

Le hice una seña a Yuyú, que trajo la botella del depósito. Brindé un par de veces con el holandés, pero pronto no pude seguirle el tren. Él vaciaba un vaso detrás de otro, mientras que yo ya sentía un ardor insoportable en el estómago. Al fin me di por vencido y me encaminé hacia el depósito. Dubroek no notó mi ausencia, distraído como estaba con la ginebra.

Probablemente el alcohol aportó lo suyo a lo que sucedió. Yuyú se hallaba junto a uno de los estantes, apilando las latas de conserva que habían llegado en el último transporte. La miré embargado por la emoción. Ese día su fragancia era más potente y espesa que otras veces. Las sifias estaban turgentes y se estremecían con un ritmo espasmódico. Yuyú aparentaba no advertir mi presencia, pero todo me decía que su cuerpo era una estación sintonizadora de sensaciones distantes.

Me fui acercando a ella con paso lento y su yui, yui intermitente me produjo la impresión de un canto de amor en el que se acumulaban todos los deseos del espacio sideral.

Esa fue la primera vez que mi mano entró en contacto con su cuerpo. Antes incluso evitábamos rozarnos al intercambiar objetos, o por lo menos yo lo evitaba con ese temor propio de las personas que saben que bastará una chispa para desatar la conflagración.

Pero ahora mi mano tomó con firmeza su lérula y se deslizó a lo largo de ella con una caricia impaciente. Tenía la tersura de un pétalo aterciopelado y las terminaciones de sus asgures comunicaban a mi piel un inefable cosquilleo.

Yuyú abandonó el trabajo que estaba realizando y se balanceó sobre los pliscinios mientras las vetas anaranjadas de su cuerpo se oscurecían hasta alcanzar un matiz casi purpúreo. El anillo de la rigra se dilató, sus bordes se pusieron tumefactos y de su interior brotó un delicioso murmullo totalmente distinto del yui, yui que tanto me impresionaba. Era una sinfonía de exhalaciones voluptuosas. Sofian, sofian parecía susurrar la rigra, en tanto que ambos íbamos cayendo insensiblemente sobre el piso.

Fue una apoteosis de sensualidad. Yo no era más que un principiante inexperto, y Yuyú me introdujo con sabia delectación en los infinitos secretos de la pasión galáctica. Sus dulimares tejieron una red en torno a mí, desgarrándome la ropa y exponiéndome al contacto total de su cuerpo. Los pliscinios reptaban sobre mi piel como si quisieran excitar uno por uno mis filetes nerviosos y convertirme en una pura masa de receptividad sensitiva.

Las sifias eréctiles estaban rígidas como si se hallaran a punto de quebrarse y, sin embargo, cuando las acaricié se plegaron dócilmente bajo mi mano. En torno a su lérula apareció una franja tornasolada que nunca había estado allí y que titilaba con un ritmo palpitante.

Lo que ocurrió a continuación fue maravilloso y aterrador a la vez. De los infinitos ginofios de su cuerpo brotó una nube de mestén iridiscente que nos envolvió en sus pliegues. Los dulimares me estrujaron con fuerza y el sofian, sofian se transformó en un yaspe, yaspe paroxístico que marcó la apoteosis del abrazo.

Yo ya me sentía transportado al paraíso cuando me crispé como un tejido llagado sobre el que vierten una gota de ácido.

Luego perdí el conocimiento.

Guzmán interrumpió su relato y pareció quedarse abstraído en sus recuerdos. Tanto él como los dos muchachos estaban bañados en sudor, pero la narración les había hecho olvidar el calor que reinaba en el cuarto. Tal como lo había previsto Guzmán la columna de mercurio se había detenido en los cuarenta y cinco grados.

Luppi vio que unas gotas se escurrían por la mejilla del veterano y por un momento se preguntó si era transpiración o llanto. Para él, Guzmán tenía ahora una nueva personalidad, impregnada de poesía y romanticismo. Habría sido difícil desentrañar qué otras emociones albergaba ese hombre en su interior. Pero era obvio que a pesar del tiempo transcurrido desde su estada en Venus, aquella aventura había dejado en él una huella muy honda, tan honda e imborrable como la cicatriz.

—¿Yuyú… lo hirió? —preguntó Chaves—. Quiero decir… ¿ésa fue la causa de su dolor, no es cierto? ¿Y de allí proviene la cicatriz?

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