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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (20 page)

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Uno de los moros quiso conjurar el culatazo con que le amenazaba al pasar un miliciano y no encontró mejor arbitrio que el de levantar el puño cerrado y ponerse a gritar con su lengua torpe:

—¡Vivan los rojos!

—¡Moros
estar
rojos! ¡Moros
estar
rojos! —gritaron todos, creyendo ingenuamente que con este sencillo ardid conseguirían salvar sus vidas.

A los milicianos les divertía, efectivamente, ver a los cabileños levantando el puño, y les hacía gracia oírles dar unos destemplados y entusiásticos vítores a la República.

Un miliciano de gesto duro y pelo entrecano se acercó al viejo caíd, que permanecía impasible, y le preguntó:

—¿Tú no
estar
rojo también?

El caíd posó en él sus ojos claros y contestó con voz firme:

—No. Yo
estar
moro.

—¡A matarle! ¡A matarle! —gritaron furiosos los milicianos.

Uno de ellos apretó el cañón de su fusil contra el pecho del caíd. El veterano que le había interrogado desvió el arma.

—¿Por qué vais a matarle? ¿Porque es un hombre honrado?

—¡Le mato porque me da la gana! —replicó furioso el miliciano—. Y te mato a ti también si te pones por medio.

El veterano sacó el cuchillo y se puso en guardia. Intervinieron los demás camaradas y los apaciguaron. A duras penas sacaron con vida de las primeras líneas al caíd y a sus hombres. Fueron llevados al puesto de mando del sector, donde los interrogaron someramente. Se dispuso que los condujesen a Madrid en una camioneta.

Entre los milicianos designados para custodiarlos se hallaba el veterano que había defendido al caíd. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, enjuto y grave: la barba crecida y cenicienta y la tez curtida de estar en las trincheras habían borrado su aspecto habitual de ciudadano y le daban un raro parecido físico con el caíd. Sentado el uno al lado del otro en la batea del camión que les conducía a Madrid, hubiérase dicho que eran dos hermanos de raza.

Cuando entraron por las calles de la capital, los moros, maravillados, se incorporaron para presenciar el espectáculo de la gran ciudad. El caíd, que había soñado con hacer una entrada triunfal al frente de su hueste, no quiso volver la cabeza. Aprovechó un instante en que sus hombres no le miraban para coger una de las manos del miliciano, llevársela a los labios, besarla y decirle: —Moro
estar
agradecido. El miliciano, confuso, huía la mirada del moro. —¡Te matarán, moro, te matarán! ¡No te hagas ilusiones!

Y para no dejarle lugar a dudas, hacía ademán de cortar señalando a su garganta. El caíd, sereno, respondía:

—No importa. Moro
estar
agradecido a ti.

La camioneta cargada de prisioneros había llegado al centro de Madrid. Eran las cinco de la tarde, y a aquella hora las calles céntricas estaban rebosantes de una muchedumbre animada y bulliciosa. Los moros, puestos de pie en la batea de la camioneta, eran un espectáculo inusitado y pronto corrieron tras ellos chicos y grandes. En un cruce de la Gran Vía se detuvo la camioneta y pronto la rodearon millares de transeúntes ávidos de ver de cerca y de tocar a los prisioneros.

Alguien debió de creer que aquella exhibición de los moros apresados sería eficaz para levantar el ánimo y la moral combativa del pueblo, porque a partir de entonces la camioneta cargada con las dos docenas de cabileños supervivientes anduvo de calle en calle durante toda la tarde, parándose en todas las esquinas y rodeada siempre de una masa enorme de madrileños que se regocijaban al ver a los moros haciendo incansables el saludo antifascista.

—Como ésos —decía jactancioso un madrileño castizo— hemos cogido más de diez mil.

—Es que se han sublevado, ¿sabe usted?, han degollado a Franco y se han pasado a nuestras filas —replicaba otro, al que esta versión le parecía más verosímil que la de la captura de los diez mil marroquíes.

—¡No, si los moros son muy bolcheviques! ¿Verdad, Mustafá? —preguntaba un tercero encarándose amistosamente con uno de los aturdidos prisioneros.

Los moros, como si quisieran corroborar esta ingenua presunción, se desgañitaban dando vivas a la República. Alguna vieja gruñona o algún miliciano mal encarado decían al pasar:

—Lo que hay que hacer con todos esos tíos asesinos es fusilarlos por la espalda. Siempre había quien replicaba:

—A los que hay que fusilar es a quienes los han traído, a los fascistas, cien veces más criminales que ellos.

Porque, en realidad, la exhibición de los moros prisioneros no provocaba en la masa del pueblo una gran irritación contra ellos. El buen pueblo de Madrid consideraba a los moros —que hubieran podido entrar a sangre y fuego por sus calles y plazas— como a instrumentos inconscientes del mal que hacían. Desde su altiva superioridad de ciudadanos conscientes, los madrileños los miraban con más lástima que rencor, como a seres inferiores, pobres bestias azuzadas. Y al verlos prisioneros levantando grotescamente el puño, les daban cacahuetes, como hacían con las alimañas enjauladas en la casa de fieras del Retiro.

La gran masa popular, que no sabe hacer la guerra ni conoce sus exigencias, se mostraba indulgente con los moros y les hubiese perdonado la vida. Pero la guerra tiene sus terribles leyes, y quienes en nombre del pueblo la hacían decretaron implacables la muerte de los moros prisioneros. Cuando al caer la noche la multitud fue dispersándose y las calles de Madrid quedaron desiertas, la camioneta cargada con los prisioneros buscó un paraje solitario de las afueras de Madrid. Había terminado la exhibición y llegaba la hora de deshacerse de aquella carga inútil de humanidad.

El viejo caíd, que había permanecido acurrucado en la camioneta al lado del veterano rojo que los custodiaba, volvió a cogerle la mano y le preguntó:

—¿Matar moros ahora?

El miliciano asintió gravemente.

—¡Alá es grande! —fue la única respuesta del caíd.

Después de una pausa el miliciano agregó:

—Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti.

—Yo
sabe
; yo
sabe
—decía el caíd oprimiendo suavemente con su mano larga y huesuda la del miliciano—. Moro sabe que tú
estar
amigo aunque mates. Moro también mataría.
Estar
cosa de guerra y de hombres. ¡Alá es grande!

* * *

Los pusieron en fila contra una tapia y los segaron con las ráfagas de plomo de una ametralladora.

¡VIVA LA MUERTE!

Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un pelotón de soldados apoyados en los fusiles. En la oficina de telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del comandante. Afuera, en el cuenco negro de la noche, unas sombras que cruzaban las vías sigilosamente y se juntaban en la penumbra para preguntarse: ¿Qué pasa?

A la entrada de la estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los obligaban a regresar a sus casas diciéndoles:

—El tráfico está interrumpido.

—¿Por qué? —inquirían.

—Orden superior —era su única respuesta.

Llegó un viajero importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el jefe de la fuerza.

—¿Qué sucede, mi comandante? —le preguntó.

—Que en Asturias los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército, por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.

El viajero aquel era un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose de la diligencia del gobierno y del celo del ejército.

Entró un tren en agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a la locomotora y se encaró con el maquinista.

—¡Saluda como es debido! —le dijeron.

El maquinista, sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación alzó el puño tiznado y gritó:

—¡Viva el Frente Popular!

Un balazo en el pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén. Allí quedó boca abajo con la mejilla pegada al suelo. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le echaron por encima una arpillera.

Los militares dieron órdenes para que fuesen tomadas las portezuelas de los vagones y a los viajeros se les hizo descender, se les alineó en el andén con los brazos en alto y luego se les internó en la ciudad. La estación volvió a quedar desierta, el comandante yendo ansiosamente al telégrafo, el capitán y los tenientes yendo y viniendo silenciosos y altivos por los andenes, los soldados bostezando sobre los fusiles.

Afuera, crecían rápidamente a favor de la oscuridad los grupos de obreros ferroviarios. En una casetilla de entrevías un aparato de radio gritaba:

—¡A las armas, ciudadano! ¡A las armas! ¡El ejército se ha sublevado contra el poder legítimo de la República!

Cada vez eran más nutridos los grupos de obreros que acudían a conocer las noticias que transmitían por radio desde Madrid el gobierno y los líderes del Frente Popular. Cuando los centinelas apostados en las vías denunciaron aquellas sospechosas concentraciones, los oficiales pusieron en movimiento a la tropa y la hicieron avanzar en dirección a los talleres y depósitos de material donde se iban juntando los obreros. Al divisar el primer grupo ordenó el capitán sin una vacilación:

—¡Fuego!

Había comenzado la guerra civil.

* * *

En el hotel había tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, que desde el amanecer hasta que anochecía andaban trajinando por las alcobas, la cocina, el jardín y el corral. Ellas tres y un mozo con aire rudo de pastor, que se embutía en un esmoquin grotesco para servir la mesa, eran toda la servidumbre de aquel hotelito aislado en el corazón de la sierra, donde veraneaban ocho o diez familias de la clase media acomodada de Madrid y de las provincias de Castillala Vieja.

Las tres muchachas y el mozo eran «rojos», es decir, estaban sindicados, pertenecían a la casa del pueblo de Miradores y tenían su carné de socialistas. Esto hubiera sido intolerable a los ojos de aquella clientela reaccionaria de esposas de comandantes, abogadillos de grandes propietarios, pequeños rentistas y burócratas, si ellos no se lo hubieran hecho perdonar a fuerza de esmerarse en el servicio. La misma señora de Tirón, prestigioso abogado de Valladolid y significado hombre de derechas, lo reconocía:

—En ningún otro hotel de la Sierra el servicio es tan bueno y tan barato.

Por esto, y porque las tres muchachas no llegaban al extremo de negarse a ir a misa de vez en cuando, se toleraba semejante atrevimiento a unos domésticos.

Aquella noche de un domingo de julio, Pascual, el mozo, llegó a servir la mesa un poco más tarde que de costumbre y anduvo más sofocado que nunca dentro de su esmoquin estrecho. Venía de la casa del pueblo, donde había pasado la tarde, y alertó a las muchachas:

—No acostaros. Esta noche habrá acontecimientos.

La cena fue agitada. La radio transmitía vagas referencias de una sublevación militar del ejército de África y apremiantes llamadas de los partidos políticos y los sindicatos a sus afiliados. Los huéspedes del hotel, soliviantados por las noticias de la rebelión militar, celebraban jubilosos lo que iba a ocurrir en España.

—¡Ya era hora de meter en cintura a esta canalla roja! —decía triunfante la señora de Tirón, mirando de reojo al mozo de comedor, como si aquel rudo doméstico afiliado a un sindicato fuese la imagen viva de la anarquía.

El señor Tirón, entusiasta filofascista, comprometido con los elementos de extrema derecha de Valladolid, quiso marcharse aquella misma noche, pero no encontró chófer que lo llevase y tuvo que demorar la partida hasta el amanecer del día siguiente. Se acostó inquieto. España lo necesitaba. Se quedó dormido pensando en el porvenir glorioso que para la patria y para él se abría en aquellos instantes merced al ademán gallardo de los militares.

Mientras él y los demás huéspedes del hotel dormían soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza, el criado Pascual y las tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, salieron sigilosos y se encaminaron a la casa del pueblo de Miradores, donde se habían concentrado los hombres de izquierda del pueblo. Ya de madrugada llegó en automóvil un directivo socialista que recorría los pueblecitos serranos con instrucciones concretas. El cabo comandante del puesto de la guardia civil consultó por teléfono a Madrid y recibió la orden terminante de continuar a disposición de las autoridades locales, republicanos y socialistas. No pudo impedir que antes de que amaneciese el pueblo estuviese armado con cuantas armas se hallaron.

A las siete de la mañana el criado Pascual, con una vieja escopeta y un brazal rojo, estaba mano a mano con otro camarada vigilando la carretera a la entrada del jardín del hotelito. Cuando el señor Tirón quiso salir se encontró con que se atravesaba en su camino la escopeta de Pascual, y éste, muy ufano, le decía con gran énfasis:

—¡Atrás, ciudadano! No se puede salir.

—¿Quién eres tú para detenerme? ¿Quién ha dado esa orden? —rugió.

—¡El comité! Atrás, he dicho.

Tirón hizo un gesto de desdén e intentó avanzar. El camarada que acompañaba a Pascual se echó la escopeta a la cara.

—¿Le tiro? —preguntó fríamente.

—No; espera —respondió Pascual.

Ciego de ira y de miedo, Tirón volvió la espalda precipitadamente y se metió de nuevo en el hotel mordiéndose los puños de rabia. Aquellos bárbaros eran capaces de matarlo.

Esta escena produjo un gran revuelo entre los huéspedes del hotel. Reunidos en el comedor, armaron una gran algarabía de protestas, amenazas, chillidos histéricos de las señoras y llantinas infantiles. Intentaron telefonear pidiendo auxilio, pero la comunicación estaba interrumpida. Quisieron salir y no los dejaron. Cuando se convencieron de que estaban «a merced de la canalla», como ellos decían, fueron resignándose y aplacándose. El tiempo pasaba, y las noticias que llegaban por radio les aconsejaban prudencia. En Madrid, el cuartel de la Montaña había sido asaltado por el pueblo, que fusiló inmediatamente a los oficiales rebeldes. A media tarde, la convicción de la derrota, por una parte, y el hambre que sentían, por otra, les hicieron deponer su hostilidad. Había que transigir. Las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que habían estado toda la mañana en el pueblo, aparecieron al fin. Venían jubilosas, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, unos pañuelos de seda roja al cuello y unas insignias socialistas en el pecho; la más joven, Adela, se había encasquetado el gorrillo de cuartel de un guardia civil. Entraron en el comedor levantando el puño y gritando:

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