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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (6 page)

BOOK: Acosado
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En cuanto hizo la pregunta, sospeché que su visita, de principio a fin, incluyendo la parte amorosa, estaba planeada con el único fin de descubrir esa respuesta. Había mentido descaradamente a los Fae menores, los que me habían atacado un rato antes, pero no me pareció sensato hacer lo mismo con Flidais.

—Sin duda, Aenghus Óg cree que sí —repuse, tratando de escurrir el bulto.

—Eso no es una respuesta.

—Es que tengo motivos para mostrarme precavido, e incluso paranoico, en lo que a este tema se refiere. No pretendo ser irrespetuoso.

Me miró fijamente durante cinco minutos enteros, intentando hacerme hablar por el mero hecho de permanecer callada. Suele funcionar con la mayoría de los humanos, pero fueron los druidas quienes enseñaron esa técnica a los Tuatha Dé Danann antes de que yo naciera, así que sonreí para mí y aguardé su siguiente movimiento. Mientras tanto, me entretuve tratando de encontrar dibujos en el gotelé del techo y acariciándole el brazo derecho, que estaba tatuado como el mío para absorber la fuerza de la tierra cuando quisiera. En el tiempo que se tomó hasta volver a hablar, encontré un pájaro carpintero, un leopardo blanco y algo que recordaba a la mueca de Randy Johnson justo antes de batear.

—Entonces, cuéntame la historia de cómo terminó en tus manos —acabó por decir—. La legendaria Fragarach, la espada que puede traspasar cualquier armadura. He oído un sinfín de versiones en Tír na nÓg, y me gustaría oír la tuya.

Estaba recurriendo a mi vanidad. Quería que empezara a jactarme y que me emocionara tanto con el relato que al final acabara exclamando «¡La tengo en el garaje!» o «¡La he vendido por eBay!», o cualquier cosa por el estilo.

—De acuerdo. La robé en la batalla de Magh Lena, cuando Conn de las Cien Batallas estaba tan obsesionado con matar a Mogh Nuadhat esa misma noche que apenas le importaba el arma que empuñaba. —Levanté el puño como si sostuviera una espada—. Conn contaba con muchos menos guerreros y sabía que tenía muy pocas posibilidades de ganar en una batalla cara a cara, así que decidió atacar de noche para inclinar la balanza a su favor. Goll Mac Morna y el resto de los fianna se negaron a luchar hasta que amaneciera, alegando no sé qué historias sobre el honor, pero yo nunca he tenido mucho de eso en medio de una batalla. Respetar el honor es la forma perfecta de conseguir que te maten. Yo mismo fui testigo de cómo perdían la cabellera los ingleses a manos de los nativos de este continente, en el siglo dieciocho, porque se negaban a romper sus ridículas formaciones.

Flidais resopló.

—¿Eso fue antes de que Finn Mac Cumhaill liderara a los fianna?

—Sí, sí, mucho antes. Así que me escabullí del campamento de los fianna y fui a unirme a Conn en la matanza. Se abría camino a golpe de espada entre las fuerzas de Mogh Nuadhat, que estaban formadas por unos diecisiete mil gaélicos y dos mil españoles, aunque parezca increíble. Entonces, justo cuando iba a asestar otro golpe, la empuñadura de Fragarach se le resbaló de las manos, porque las tenía empapadas de la sangre de sus enemigos. La magnífica espada se deslizó hacia el suelo y, literalmente, me cayó a los pies en medio del caos de la batalla nocturna.

Flidais resopló.

—No te creo. ¿La dejó caer sin más?

—La tiró, sería más apropiado decir. —Levanté la mano derecha—. Si algo de lo que he dicho no es verdad, mi madre es una cabra. La recogí, sentí el pulso de la magia atravesándome el brazo, me envolví en niebla y abandoné el campo de batalla con mi tesoro, para no volver hasta la época de Cormac Mac Airt.

—¡No, no pudieron dejarte desaparecer sin más, llevándote a Fragarach!

—Tienes razón —le respondí riéndome—. No fue así de fácil. De todos modos, pensé que te divertirías al oír la versión resumida.

Flidais consideró en serio si le había resultado divertida o no.

—Valoro que niegues que hubiera ninguna expectativa previa por tu parte. Es como cuando una presa no se comporta de la forma habitual y eso hace la caza más interesante. Pero sé que has pasado por alto muchos detalles y aun así no se parece a lo que había oído, así que quiero oír la historia completa. Cuéntamela sin omitir nada.

—Un momento. ¿Qué oíste en Tír na nÓg? Hazme un resumen.

—Dicen que se la robaste a Conn con argucias y engaños. Según algunas versiones, lo dormiste con una poción; según otras, le cambiaste la espada utilizando una ilusión óptica. Nunca sales muy bien parado, más bien te pintan como un ladrón maquinador y cobarde.

—Qué halagador. Está bien, entonces tal vez sea importante explicar mi estado mental previo al momento en que la espada cayó a mis pies, porque de verdad sucedió así. Las batallas nocturnas son un caos indescriptible. Ni siquiera estaba seguro de matar siempre a guerreros del otro bando, ¿entiendes? La única luz de la noche, negra como las fauces de un lobo, era el resplandor de la luna creciente, las estrellas y unas hogueras en la lejanía. No sabía si me había cargado a un par de hombres de mi ejército sin querer y me obsesionaba la idea de que yo también podía morir en un descuido como ése. Así que me decía que aquello era absurdo y demasiado peligroso, que por qué lo hacía y por qué estaba allí, y me vino la respuesta a la cabeza: nos dedicábamos a matarnos unos a otros en plena noche porque Conn tenía una espada mágica que le había dado Lugh Lámhfhada, de los Tuatha Dé Danann. El poder de Fragarach le había permitido conquistar la mayor parte de Irlanda. Por mucho que él sobresaliera, jamás lo habría conseguido sin esa espada. Conn jamás habría tenido las pelotas de atacar a Mogh Nuadhat sin ella. Todos los hombres que habían muerto en la batalla hasta entonces lo habían hecho porque una simple espada alimentaba las ansias de poder de un hombre que ya tenía mucho. Mientras partía en dos como un loco a cualquiera que se me ponía delante, me di cuenta de eso. Nosotros luchábamos por Conn, y Conn luchaba por los Tuatha Dé Dannan, manipulado por Lugh y sus compinches. Tan claro como que los árboles tienen hojas.

—Ahora lo recuerdo —dijo Flidais, asintiendo—. Yo me mantuve al margen porque nunca he tenido demasiado interés en los asuntos de los humanos más allá del bosque. Pero Lugh estaba muy interesado y Aenghus Óg todavía más.

—Sí, creo que querían llevar la paz a Irlanda a base de estocadas. Ellos alentaron a Conn a hacer lo que hizo, y a todos los reyes supremos después de él. Y quizá hubiera sido lo mejor para Irlanda, no lo sé. Lo que me molestaba era que los Tuatha Dé Dannan manipularan los acontecimientos humanos, cuando se suponía que no debían inmiscuirse en ellos desde hacía siglos.

—Un poco entrometidos, ¿verdad? —Flidais sonrió con sarcasmo.

—En ese caso concreto, lo fuisteis. Estaba calculando mentalmente quiénes apoyabais a Conn y quiénes a Mogh Nuadhat, cuando la espada cayó a mis pies. Supe de inmediato lo que era. Podía sentirla palpitar en el suelo, llamándome. Y entonces oí una voz en mi cabeza, que casi ni me sorprendió, ordenándome que la cogiera y me fuera del campo de batalla. «Cógela, y estarás protegido», me decía la voz.

—¿De quién era esa voz? —preguntó Flidais.

—¿No lo adivinas?

—De Morrigan —susurró.

—Así es, el viejo cuervo de la batalla en persona. No me sorprendería que también hubiera tenido algo que ver con que a Conn se le resbalara. Así que la cogí. Cuando estás en medio de una carnicería y la diosa de la muerte te dice que hagas algo, pues, joder, lo haces. Por supuesto, había otros muchos agentes, humanos e inmortales, que no aprobaron mi acción.

—¿Conn fue en tu busca?

—En persona, no. Estaba demasiado ocupado en medio de la batalla, luchando por su vida con una espada normal que había cogido de un cadáver, así que mandó a unos cuantos de sus jefes que encontraran a Fragarach. Lo que encontraron fue a un druida empuñando la espada, y no parecía demasiado impaciente por rendirse. De hecho, me pillaron intentando invocar a la niebla para que ocultara mi huida.

—¿Intentando? —repitió Flidais, enarcando una ceja.

Me fijé en que tenía unas cuantas pecas debajo de los ojos, coronando las mejillas. Su tono rosado y un poco bronceado por el sol resultaba tranquilizador, nada que ver con el blanco marmóreo de Morrigan.

—Resultaba muy difícil concentrarse. Aenghus Óg y Lugh estaban en mi cabeza, diciéndome que devolviera la espada o que moriría, mientras Morrigan me decía que moriría si la entregaba. Dije a Morrigan que quería conservar la espada para mí, y tanto Aenghus Óg como Lugh gritaron un no al oírme. Así que Morrigan aceptó sin vacilar.

Flidais se echó a reír.

—Hiciste que se enfrentaran. Es una historia deliciosa.

—Espera, que todavía hay más. Morrigan protegió mi mente de Aenghus Óg y Lugh justo a tiempo. Los lugartenientes de Conn intentaron matarme y en ese mismo momento descubrieron que, si bien Fragarach era una espada magnífica en manos de Conn, en las mías era terrorífica. Todos gritaron «¡Traidor!» antes de besar el suelo. Al instante me encontré rodeado de más enemigos, a los que Aenghus Óg y Lugh conminaban a matarme, sin duda. Morrigan me sugirió que la mejor forma de escapar sería atravesando el ejército de Mogh Nuadhat, así que me lancé en esa dirección y, empuñando Fragarach con toda la fuerza que un druida puede absorber de la tierra, corté cabezas y cercené extremidades de hombres que ni siquiera me daba tiempo a ver. Los miembros amputados volaban sobre nuestras cabezas, y ríos de sangre empapaban a los que habían sido mis compañeros. Al final llegué donde estaban los españoles que combatían en nombre de Mogh Nuadhat, que se abrieron a mi paso como las aguas ante Moisés…

—¿Ante quién?

—Ruego que me perdones. Me refería a un personaje de la Torá, que escapó de un ejército egipcio pidiendo ayuda al dios Yahvé. Yahvé hizo que las aguas del mar Rojo se abrieran para que Moisés y sus amigos judíos escapasen y cuando el ejército del faraón intentó seguirlos, el mar Rojo se cerró sobre ellos y murieron todos ahogados. Eso mismo pasó cuando los hombres de Conn intentaron perseguirme: los españoles cerraron filas y se volvieron contra ellos, y pude correr sin más impedimentos hasta el otro extremo del campo de batalla. No paré de dar las gracias a Morrigan por su ayuda. Pero entonces Aenghus Óg decidió tomar cartas en el asunto. Apareció delante de mí, en carne y hueso, y me exigió que devolviera la espada.

—Más vale que ahora no estés bromeando —me advirtió Flidais.

—Te aseguro que lo recuerdo todo como si hubiera pasado ayer. Llevaba una especie de armadura de bronce impresionante, grabada con unos amarres preciosos y hombreras y brazales azul oscuro. ¿No te acuerdas de ella?

—Mmmm. Hace ya bastante tiempo, sí. Pero eso no prueba nada.

—Morrigan puede confirmarte que todo es verdad. Justo cuando Aenghus y yo íbamos a empezar a luchar, se posó en mi hombro en forma de cuervo y le dijo a Aenghus que se fuera a la mierda.

—¿De verdad le dijo eso?

—No. —Sonreí—. Tengo que confesar que eso fue una licencia barda. Lo que dijo fue que yo me encontraba bajo su protección personal y que, si me amenazaba, se ponía en un peligro mortal.

Flidais aplaudió, entusiasmada.

—¡Apuesto a que Aenghus fabricó estiércol!

Al oírla me puse a reír, pues hacía mucho, pero que mucho tiempo que no oía esa expresión. Me abstuve de comentarle que la expresión moderna sería «cagarse de miedo», porque la original me gustaba mucho más.

—Sí, fabricó tanto estiércol que habría bastado para abonar tres campos.

—¿Qué hizo Aenghus después?

—Protestó argumentando que Morrigan había ido demasiado lejos y que se había excedido en sus competencias. Ella contestó que precisamente el campo de batalla era su dominio y que podía hacer lo que le viniera en gana. Luego intentó animarlo prometiendo que Conn sobreviviría a esa noche y que incluso ganaría la batalla. Aenghus aceptó aquellas concesiones como algo que se le debía, pero no se fue sin antes amenazarme. Me miró con el odio reflejado en esos ojos negros que tiene y me profetizó una vida corta y miserable. Y se lo agradezco, porque desde entonces Morrigan se esfuerza en que sea todo lo contrario.

»“Disfruta de tu victoria ahora, druida, porque jamás conocerás la paz”, me dijo. “Mis agentes, ya sean humanos o feéricos, te perseguirán hasta el día de tu muerte. Siempre tendrás que mirar hacia atrás, por miedo a que te apuñalen por la espalda. Eso jura Aenghus”, y bla, bla, bla.

—¿Adónde fuiste? —quiso saber Flidais.

—Por sugerencia de Morrigan, abandoné Irlanda para que a Aenghus le fuera un poco más difícil matarme. Pero los malditos romanos andaban por todas partes y los druidas no les caíamos demasiado bien. Estábamos en el imperio de Antonino Pío, así que tuve que viajar al este del Rin para escapar y allí me uní a las tribus germánicas que todavía resistían. Tuve un hijo, aprendí un par de idiomas y esperé dos generaciones hasta que las gentes de Irlanda se olvidaran de mí. Al robar Fragarach, había provocado un sinfín de cruentas batallas y el derramamiento de mucha sangre. Conn fue incapaz de unir a todas las tribus sin Fragarach, y los sueños de Aenghus Óg de una especie de Irlanda Pax se fueron al garete. A pesar de que Conn había ganado aquella batalla y había acabado con Mogh Nuadhat, tuvo que establecer un complicado entramado de pactos y matrimonios para mantener la ilusión de la paz y todo se derrumbó en cuanto él murió. Desde entonces, Morrigan ha invocado mi nombre para enfurecer a Aenghus Óg, aunque no le hacía falta que se lo recordaran. Desde que me convertí en testigo de su cobardía ante ella, no había cosa que deseara más que hacer desaparecer su humillación, lo que se traduce en hacerme desaparecer a mí.

—¿Cuándo has empuñado Fragarach por última vez?

—No responderé a eso. —La diosa torció el gesto, desilusionada al ver que el truco no había funcionado, y yo sonreí—. Pero, si te preguntas si conservo mis habilidades como espadachín, la respuesta es que sí.

—¿Ah, sí? ¿Y con quién practicas estando aquí? Habría dicho que ya no quedan muchos mortales vivos que sepan manejar una espada.

—Y estás en lo cierto. Practico con Leif Helgarson, un viejo vikingo islandés.

—¿Quieres decir que conoce su linaje hasta los vikingos?

—No, quiero decir que es un vikingo de verdad. Vino a este continente con Eric el Rojo.

La diosa frunció el entrecejo, confusa. Había muy pocos mortales tan longevos como yo merodeando por el mundo, y ella creía conocerlos a todos. Supuse que estaba repasándolos uno a uno en su cabeza y, cuando comprobó que no daba con ningún vikingo, me dijo:

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