Las predicciones pesimistas de Buckle respecto a las posibilidades de navegación del
Sparrow
con poco viento habían resultado a la postre demasiado acertadas. Una y otra vez se había confirmado, al encontrarse con las velas flameando debido a una encalmada súbita del viento. Con gran esfuerzo y enormes maldiciones lograban hacerla andar de nuevo, únicamente para encontrar que se debía repetir todo el proceso de nuevo antes de que la guardia finalizase.
Durante la mayor parte de esa misión la labor del
Sparrow
había consistido en patrullar y reconocer el terreno, y aún les faltaba por conocer las auténticas penas de los convoyes en los viajes prolongados. Los dos transportes no les habían ayudado. No parecían nada deseosos de comprender la importancia de mantenerse junto a ellos, de modo que si se dispersaban por una tormenta volver a situarlos en formación les costaba varias horas de ansias y de riesgos reales. Las lacónicas señales de Colquhoun sólo habían surtido efecto a la hora de enemistar al dueño de uno de ellos, el
Golden Fleece
. En más de una ocasión había pasado por alto las señales, o había provocado que el
Fawn
abandonara su puesto habitual en el convoy para comenzar un intercambio verbal que podía ser escuchado por todos los que se encontraban en las inmediaciones.
Bolitho saltó del lecho y caminó despacio por la cámara, sintiendo la suave presión de la cubierta bajo sus pies descalzos antes de sumirse en la depresión. El movimiento le traía el usual ruido de los aparejos y el lamento del timón al esforzarse en mantener la corbeta bajo control.
Posó las manos sobre las ventanas de popa y contempló el desierto mar. Los dos transportes, si es que aún continuaban juntos, debían de hallarse en algún lugar por proa, a estribor del
Sparrow
. Obedeciendo órdenes, Bolitho permanecía a barlovento de los sobrecargados barcos; podría así hundir cualquier velero sospechoso y mantener la máxima ventaja hasta que se descubriera si era amigo o enemigo.
En efecto, en tres ocasiones habían avistado una vela desconocida y lejana, a popa. Fue imposible determinar si había sido la misma en las tres ocasiones, o tres veleros distintos. De cualquier modo, Colquhoun había rehusado continuar investigando. Bolitho había coincidido con su resistencia a abandonar los valiosos transportes, especialmente cuando el viento parecía escoger el momento preciso en que sus fuerzas estaban más dispersas para jugarles una mala pasada o traerles un enemigo auténtico. Por otro lado, sentía una sensación de incomodidad después de cada aviso del vigía. La extraña vela se comportaba como un luego fatuo, y si era hostil podía estar siguiendo metódicamente el pequeño convoy, a la espera del momento adecuado para atacarles.
La puerta se abrió y Fitch entró con sigilo en la cabina portando dos jarros. Uno contenía café, y el otro agua para el afeitado de Bolitho. Parecía aún más pequeño y ruin bajo el pálido resplandor de la ventana, y, como era habitual, mantuvo la mirada baja mientras preparaba lo necesario para el primer café de Bolitho.
—¿Qué pasa en cubierta?
Fitch elevó sus ojos sólo un poco.
—El señor Tilby cree que hoy será otro de esos días abrasadores, señor.
Tilby era un contramaestre, un hombre grande y sucio como un oso, y aficionado a los peores juramentos que Bolitho había escuchado en los diez años que llevaba en la mar; pero su conocimiento del tiempo, su predicción de cómo resultaría el día, no podía ser más exacta.
Y bajo un sol de justicia, con tan poco espacio para encontrar sombra o un poco de descanso, los hombres del
Sparrow
debían afrontar aún nuevos tormentos antes de que la noche cayera de nuevo. Resultaba increíble que se las arreglaran para sobrevivir en un
casco
tan pequeño. Con todos aquellos bienes aprovisionados, las vergas sobrantes, la pólvora, las balas y las incontables menudencias que se precisaban para mantener un barco, algunos de los hombres debían sudar para encontrar espacio para una hamaca. Además, el
Sparrow
almacenaba grandes cantidades de cabo de fondeo, pulcramente arrollado cuando no lo precisaba: varios cientos de brazas de cáñamo de trece pulgadas para las anclas principales, y otro centenar del de ocho pulgadas para los anclotes ocupaban más espacio que el que cincuenta seres humanos precisaban para sus necesidades básicas: pero si ese, o cualquier otro barco, había de mantenerse y vivir con sus propios recursos, debía afrontar esas incomodidades.
Sorbió el café. Si al menos el viento cambiara un poco y les fuera favorable… Eso serviría para animar el monótono y penoso trabajo en la arboladura, y le daría tiempo para instruir de otra manera a los artilleros. Habían llevado a cabo maniobras de ese tipo durante los primeros días, cuando dejaron el puerto, y una vez más se había dado cuenta de la extraña actitud de obediencia en la que ya había reparado. Quizá habían pasado tanto tiempo sin ser llamados al combate que tomaron las maniobras como algo que debía ser tolerado, que incluso esperaban del nuevo capitán. Sus tiempos habían sido bastante buenos, aunque se mostraban un poco rígidos; habían superado las prácticas, pero aún así daba la sensación de que les faltaba algo. Cuando la tripulación se situó tras las portas abiertas había percibido su indiferencia. Sus actitudes relajadas parecían indicar que si no había nada contra lo que luchar, tampoco era necesaria tanta historia.
Se lo había comentado a Tyrrell, pero el primer teniente contestó despreocupadamente.
—Demonios, señor, eso no significa que no vayan a poder luchar cuando les llegue el momento.
La respuesta cortante de Bolitho interpuso una nueva barrera entre ellos, y de momento Bolitho había decidido mantenerla. Pensaba que el capitán Ransome debió haber empleado la corbeta como una posesión personal, un yate. A menudo, durante la noche, cuando Bolitho bajaba a la cámara después de una frustrante hora en cubierta en la que veía cómo los hombres disminuían velas de nuevo, Bolitho había imaginado a Ransome con alguna mujer. O a Tyrrell, que recorría la toldilla mientras suponía a su hermana unos pies por debajo de él. No había vuelto a tocar el tema con Tyrrell después de su primer estallido de cólera, pero varias veces se sorprendió preguntándose qué le habría ocurrido a la chica tras la repentina muerte de Ransome.
Stockdale entró en la cámara con la jofaina.
—Trae el desayuno del comandante —graznó, mirando a Fitch. Y añadió, refiriéndose a Bolitho—: Otra mañana despejada, señor —esperó hasta que Bolitho se sentara y entonces observó la navaja a la luz de la ventana. Pareció satisfecho con el filo—. Lo que necesitamos es buen viento de una vez —enseñó sus dientes desiguales—. Algo que hiciera que esos monigotes se movieran.
Bolitho se relajó mientras la cuchilla recorría la zona de su barbilla. Stockdale hablaba poco, pero parecía atinar siempre.
—Otro mes y nos encontraremos de nuevo en la estación de los huracanes, Stockdale —replicó, entre dos pasadas—. Espero que eso te satisfaga.
—Menuda novedad —gruñó el timonel—. Los veremos de nuevo y viviremos para contarlo.
Bolitho desistió. Parecía que nada podría quebrar la inmensa confianza que Stockdale tenía en su habilidad para obrar un milagro, incluso frente a un huracán. Unas voces resonaron sobre sus cabezas, y escuchó pasos que se apresuraban a bajar la escala de la toldilla. Era el guardiamarina Heyward, impecable, como siempre, pese a haber permanecido en vela la mayor parte de la noche.
—Mi comandante —observó que Stockdale mantenía la cuchilla en el aire—. Con los respetos del señor Grave, señor, el
Fawn acaba
de enviar una señal: «Barco al noreste».
Bolitho alcanzó la toalla.
—Muy bien. Ahora mismo subo.
Stockdale posó la tinaja.
—¿El mismo de las otras veces, señor?
Bolitho afirmó con la
cabeza
.
—Es poco probable. Nunca nos sobrepasaría en una noche, incluso si fuera a por nosotros —frotó su cara con vigor—. Pero en este mar desierto se agradece cualquier avistamiento, sea el que sea.
Cuando llegó al alcázar encontró ya allí a Tyrrell y a la mayor parte de los oficiales. Los hombres se habían reunido bajo el palo mayor, dispuestos para el asalto matutino a la cubierta con piedra pómez y estropajo; mientras tanto, otros aguardaban ante las bombas, o, sencillamente, observaban las velas medio hinchadas. Graves se llevó la mano al sombrero.
—El vigía aún no ha avistado nada, señor.
Bolitho asintió y se alejó a grandes zancadas hacia el compás. Nor-noroeste. Parecía clavada en esa dirección desde el comienzo de los tiempos. No resultaba sorprendente que el
Fawn
hubiera avistado al recién llegado en primer lugar. Le favorecía su posición adelantada, y ligeramente a estribor de los transportes. De todos modos, le hubiera gustado que no fuera así. Las señales del
Fawn
y la ejecución de las órdenes de Colquhoun siempre parecían ser mucho más rápidas que las suyas.
A través de la malla de aparejos y obenques, y ligeramente a estribor del transporte trasero, vio la otra corbeta, que avanzaba con dificultad en la suave brisa del oeste. Con todas las velas desplegadas en las vergas, apenas podía abrirse camino.
De repente se escuchó un grito desde la arboladura.
—¡Ah de cubierta! ¡Una vela en la amura de estribor!
Tyrrell se colocó junto a Bolitho.
—¿Qué opina? ¿Uno de los nuestros?
—O un maldito yanqui —dijo Graves, con malicia.
Bolitho presenció el intercambio de miradas, la súbita hostilidad entre ellos, como algo casi físico.
—Lo sabremos de; primera mano, caballeros —dijo, con serenidad.
—Del
Fawn
, señor —gritó el guardiamarina Bethune—: «Permanezcan en sus posiciones».
—Allá va el
Fawn
—dijo Graves, complacido—, animado por el furor bélico.
—Suba a la arboladura, señor Graves. Quiero saber todo lo que pueda descubrir sobre esa vela.
Graves le miró fijamente.
—Tengo a un buen hombre allí, señor.
—Y pretendo tener también un buen oficial, señor Graves. Alguien con experiencia, y no sólo con buena vista.
Graves se movió con cierta rigidez hacia los obenques y, tras una breve duda, comenzó a trepar.
—Le ha estado bien —dijo Tyrrell, en voz baja.
Bolitho miró en torno al abarrotado alcázar.
—Quizá, señor Tyrrell. Pero si imagina que estoy empleando mi autoridad para intervenir en sus estúpidas disensiones, puedo asegurarle que se equivoca —levantó el tono de voz—. Combatimos a un enemigo común, no entre nosotros.
Entonces tomó un catalejo del estante y caminó hasta la base del palo de mesana. Fijando sus piernas para evitar cualquier movimiento que le molestara, enfocó la lente hacia el
Fawn
, y luego, muy despacio, hacia algún lugar más allá. Pasaron varios minutos, y entonces, cuando el lejano barco remontaba alguna ola mayor, podía ver las velas de sus juanetes, que relucían con el primer sol como gemelas conchas rosadas. Se abría camino a tirones, en una ruta convergente, con los cabos de las vergas muy tirantes por todas partes.
—¡Una fragata, señor! —aulló Graves, y luego, tras una pausa durante la cual todos miraron su delgada silueta recortada contra el cielo:— ¡De factura inglesa!
Bolitho permaneció en silencio. Quizá su construcción fuera inglesa, pero ¿quién se escondería tras sus cañones? Observó que el
Fawn
daba la vuelta; el gallardete del calcés colgaba y se ondulaba lánguidamente. Aparecieron más banderines en sus vergas.
—Del
Fawn
, señor —gritó Graves—: Según la señal, lo han reconocido —otra pausa mientras sobaba su libro ya manoseado—. Es el
Miranda
, señor, de treinta y dos cañones, del capitán Selby.
—Inglés, a lo que parece —dijo Buckle al resto de la cubierta.
La luz era ya más fuerte, y mientras escudriñaba a través de los reflejos del agua, Bolitho sentía los primeros rayos del sol templando su piel. Inglés. Los hombres embarcados estarían rumiando esa palabra, excepto Tyrrell y los colonos de su compañía; pero el resto debía de recordar en esos momentos su vida pasada. Un pueblo, o una granja, una taberna en el puerto o en un fondeadero pesquero. El rostro de una mujer, la última sonrisa de un niño, imágenes luego sustituidas por las de rudos hombres de leva.
Se encontró recordando su propia casa en Falmouth, la gran casa de piedra bajo el castillo de Pendennis. Su padre les esperaba, a él y a su hermano Hugh, y se estaría preguntando qué sería de ellos, mientras él permanecía en Cornualles. Como todos los antepasados de Bolitho, su padre había sido oficial de la marina, pero con el tiempo, tras perder un brazo, además de la salud, se hallaba confinado a una existencia en tierra, siempre cerca de los barcos y el mar que le había abandonado.
—Del
Fawn
, señor: general. Que nos pongamos al pairo.
Colquhoun, al parecer, estaba bastante satisfecho con la identidad del otro barco. Por una vez no hubo que pelear con los dos transportes para que obedecieran la señal. Quizá, como el resto, ellos también estaban ansiosos por conocer noticias del otro lado del mundo. Bolitho cerró el catalejo y se lo tendió a un contramaestre.
—Disminuyan el trapo, señor Tyrrell, y póngase al pairo, tal y cómo nos han ordenado —esperó hasta que el teniente hubo gritado a los hombres que subieran a la arboladura, y luego añadió—: Esa fragata va al límite, de modo que su misión ha debido de ser importante.
Había observado al recién llegado mientras avanzaba hacia el desigual grupo de barcos, y se percató de los grandes arañazos de su casco, donde el mar había hecho saltar la pintura, como un cuchillo gigante. Sus velas también parecían muy remendadas, señal de un viaje necesariamente rápido.
—¡El
Miranda
muestra otra señal, señor! —gritó Bethune, que se balanceó en los obenques mientras intentaba equilibrar su gran catalejo—: «Al
Fawn
. Reunión con el capitán a bordo».
Una vez más, el
Fawn
respondió con rapidez, y su gran yola fue arriada apenas unos minutos después de la señal. Bolitho podía imaginarse a Colquhoun metiendo prisa al otro barco, y la consternación del
Miranda
al descubrir que el cargo de Colquhoun era superior al de su propio capitán.