Fuera lo que fuera, el asunto resultaba obviamente urgente, y no un simple intercambio de cotilleos en un encuentro casual en alta mar. Bolitho se frotó el mentón.
—Voy abajo —dijo—. Llámenme si ocurre algo.
En la cámara Stockdale le esperaba con su casaca y su espada, y una amplia sonrisa.
—Supuse que querría tener esto listo —murmuró.
Fitch se aferraba a la mesa, con las piernas muy abiertas para contrarrestar los movimientos de la corbeta, ahora que las velas no portaban. Miraba fijamente el desayuno que acababa de traer, con una mueca de resignación en su rostro delgado.
—No tenga miedo —sonrió Bolitho—. Ya sacaré tiempo para comer.
Resultaba extraño que el simple avistamiento de otro barco, la oscura punzada de nerviosismo, le hubiera abierto al fin el apetito. Se bebió el café de un trago mientras Stockdale le ajustaba la espada, antes de tenderle la casaca.
Tal vez el
Miranda
hubiera descubierto a un enemigo y precisara ayuda para atacarles. Quizá la guerra hubiera terminado, o hubiera estallado otra en algún otro lugar. Las posibilidades eran infinitas. Miró hacia arriba y vio que Tyrrell se asomaba por la abierta lumbrera.
—Mi capitán, la lancha del
Fawn
se aleja de la fragata.
—Gracias —replicó Bolitho. Hizo un esfuerzo por ocultar su decepción—. Han tardado poco —Tyrrell desapareció, y añadió, en voz baja—. Tendré tiempo para desayunar, al final.
Estaba equivocado. Incluso antes de que comenzara a quitarse la espada el rostro de Tyrrell reapareció en la lumbrera, y sus palabras llenaron la habitación.
—Del
Fawn
, mi capitán: «Reunión a bordo en el acto».
Stockdale salió de la cámara y con su voz ronca llamó a la tripulación de la yola, que el contramaestre ya había creído prudente agrupar.
Con prisa frenética la yola fue botada y colocada junto al costado del barco; sin reparar ni en dignidad ni en seguridad, Bolitho se arrojó al banco de popa. Su espada chocó contra la borda, y casi tropezó con la cabeza del remero.
—¡Avante! —gritó Stockdale. En voz más baja, pero no menos amenazadora añadió:— Y recordad, nenitas, que si no remáis como es debido os las tendréis que ver conmigo.
La yola parecía volar sobre la superficie del agua y cuando al fin Bolitho recuperó la compostura y miró hacia la popa, el
Sparrow
se hallaba ya a un cable de distancia. Se lanzaba sobre el oleaje, con sus velas flameando mientras se ponía al pairo bajo la pálida luz solar. Pese a sus agitados pensamientos y a la ansiedad, encontró un momento para admirarse ante el barco. En el pasado había observado con frecuencia la cámara de popa de los barcos de guerra, y divagado acerca de su comandante: qué tipo de persona sería, sus cualidades y sus defectos. Resultaba muy duro aceptar que la cabina del
Sparrow
era suya y que lo otros podrían estarse formulando esas preguntas acerca de él.
Se volvió y vio la silueta del
Fawn
, que ocultaba en parte la de la fragata más lenta, y una multitud de figuras que se movían en torno a su portalón de entrada, para recibirle de acuerdo al protocolo. Sonrió para sí. Ni en las propias puertas del infierno podría librarse un capitán, por joven que fuera, de ser recibido con propiedad.
Maulby, el comandante del
Fawn
, se encontró con Bolitho en el portalón. Muy delgado, de no haber sido por su llamativa cargazón de espaldas hubiera podido medir, erguido, más de seis pies. Bolitho pensó que la vida en la cubierta de una corbeta no debía de ser muy confortable para un hombre como él. Parecía pocos años mayor que él mismo y tenía una forma aburrida y desganada de hablar, pero se mostraba bastante satisfecho y le dio la bienvenida.
—Parece que el pequeño almirante está nervioso —dijo Maulby mientras se introducían bajo la superestructura de cubierta.
Bolitho hizo una pausa y se le quedó mirando.
—¿Qué?
Maulby se encogió de hombros despreocupadamente.
—En la flotilla siempre nos referimos a Colquhoun como «nuestro pequeño almirante». Por sus aires le va bien el puesto, sin que tengan ni que otorgarle el rango correspondiente —rió, y sus hombros curvados rozaron un bao del techo de la cubierta de modo que parecía soportarla con su propio cuerpo—. Parece sorprendido, amigo mío.
Bolitho sonrió. Decidió que Maulby era un hombre agradable en el que uno podía confiar a primera vista, pero nunca había escuchado comentarios como aquellos sobre un superior entre dos subordinados que se encontraran por primera vez. En algunos barcos hubiera sido una invitación al desastre y al olvido inmediato.
—No, pero me siento aliviado —replicó.
La cámara de popa era más o menos del mismo tamaño que la suya, pero ahí terminaban todas las similitudes. Sencilla, incluso espartana, le recordó la furia de Tyrrell, su amargo ataque al toque femenino. Vio a Colquhoun sentado a la mesa, con la babilla entre las manos mientras contemplaba unos despachos abiertos recientemente.
—Siéntense ambos —dijo, sin hacer una pausa—. Este asunto requiere toda mi atención.
Maulby miró gravemente a Bolitho y cerró un ojo en un rápido guiño. Bolitho desvió la mirada. La aceptación de Maulby, al parecer tan acomodaticia, hacia su superior era asombrosa. «El pequeño almirante». Encajaba muy bien con Colquhoun.
Maulby parecía muy calmoso, aunque no era un hombre fácil de manipular. Bolitho había reparado en la facilidad con la que sus hombres se habían movido sobre la cubierta de artillería, y en la rápida transmisión y ejecución de las órdenes. Si todos eran mirlos blancos como Maulby, resultaba sorprendente que Colquhoun mostrara signos de tensión. O quizá en barcos tan pequeños los temperamentos individuales resultaran más evidentes. Pensó en Pears en el viejo
Trojan
, como ese rostro de rasgos acentuados que no había visto alterarse jamás, bajo ninguna circunstancia. Durante una galerna, cuando se acercaba al abrigo de la costa, bajo el fuego enemigo, presenciando un castigo o recomendando el ascenso de algún marinero, siempre había parecido distante, más allá del contacto personal. Resultaba difícil imaginar a Maulby o, como pensó después de una pausa, a él mismo, con esos poderes y ese carácter casi divino.
La voz de Colquhoun irrumpió, aguda e incisiva, en sus pensamientos.
—El capitán del
Miranda
trae graves noticias —ni siquiera levantó la
cabeza
—. Francia ha firmado una alianza con los americanos. Eso significa que el general Washington contará ahora con el total apoyo de las tropas regulares francesas y de su poderosa flota.
Bolitho se removió en su silla, con la mente paralizada ante el anuncio del Colquhoun. Los franceses ya habían ayudado en múltiples ocasiones a su nuevo aliado, pero el paso dado significaba una abierta declaración de guerra. Implicaba también que los franceses mostraban renovada confianza en las posibilidades de victoria de los americanos.
Colquhoun se puso en pie rápidamente y miró a través de las ventanas de popa.
—El
Miranda
porta despachos y estrategias para el comandante en jefe en Nueva York. Cuando dejó Plymouth le acompañaba un bergantín con la misma información, duplicada, con destino a Antigua. Los barcos se enfrentaron a una tormenta poco después de atravesar el Canal, y no se ha vuelto a ver al bergantín.
—¿Fue capturado por los franceses, señor? —preguntó Maulby en voz baja.
Colquhoun se volvió a él con inesperada furia.
—¿Qué demonios importa eso? Capturado o hundido, desmantelado o devorado por los gusanos; nos afecta más bien poco.
De pronto Bolitho comprendió la causa de su arrebato. Si Colquhoun hubiera permanecido en Antigua hasta que su propio barco hubiera sido reparado, Maulby habría estado al cargo de la escolta del convoy. El capitán del
Miranda
, ansioso por llevar sus noticias a Nueva York, y de rango superior a Maulby, le habría ordenado los preparativos necesarios para que la información fuera llevada sin demora a Antigua. Nadie confiaría en la supervivencia del bergantín como una excusa para no actuar. Por un insignificante capricho del destino o por la determinación de Colquhoun de mantener sus barcos en el mar, el capitán del
Miranda
habría sido capaz de traspasarle la decisión.
—Se nos ha informado que los franceses se han provisto de barcos durante meses —continuó Colquhoun en un tono de voz más calmado—. Una escuadra zarpó desde Tolón hace semanas, y se escurrió ante las patrullas de Gibraltar sin que nadie rechistara —miró a cada uno de ellos alternativamente—. Estarán ya en camino hacia la costa americana, y, por lo que sabemos, en cualquier sitio, ¡malditos sean!
El
Fawn
se balanceó ligeramente sobre la lenta procesión de olas, y a través de la ondulación de las ventanas Bolitho pudo contemplar los dos transportes, enormes y desgarbados, con las vergas sesgadas, mientras esperaban la próxima señal. Cada transporte iba abarrotado hasta los topes con refuerzos imprescindibles para la Armada en Filadelfia. Supondría una enorme pérdida si caían en manos equivocadas, y esa idea debía estar presente en la mente de Colquhoun.
—El
Miranda
ha accedido a permanecer con el convoy mientras contactamos con el escuadrón de tierra —dijo Colquhoun—; ¡Pero eso puede llevarnos semanas con este maldito tiempo!
Bolitho imaginó que Colquhoun se representaba en un mapa mental la distancia que quedaba. Demasiadas millas aún, con la certeza de que en cualquier momento debería iniciar el largo camino de vuelta hasta Antigua para asumir el control de su pequeña fuerza.
—¿Puedo sugerir que yo continúe con los transportes, señor? —susurró Maulby con voz ronca—. Con el
Miranda
estaremos a salvo —se encaró a Bolitho—. Usted puede regresar con el
Sparrow
a English Harbour, entregar las noticias al almirante y preparar nuestros barcos para posteriores maniobras.
Colquhoun le miró sin verle.
—¡Dios maldiga la complacencia de nuestro magnífico gobierno! Esto se ha estado fraguando durante años, y mientras los franceses construían nuevos barcos, han dejado que los nuestros se pudrieran por falta de dinero. Si la flota del Canal recibiera la orden de zarpar mañana, dudo que más de veinte velas fueran capaces de hacerlo —vio su sorpresa y asistió con vehemencia—. ¡Oh, sí señores! Mientras ustedes andaban por ahí imaginando que todo estaría preparado si alguna vez les llamaban, yo he tenido que permanecer en silencio y esperar a que esto ocurriera —golpeó la mesa con el puño—. Algunos oficiales están demasiado ocupados con el poder político y la buena vida como para atender a las necesidades de la flota —se sentó pesadamente—. Debo decidir…
La puerta se abrió ligeramente y por ella apareció un guardiamarina de aspecto asustado.
—Del
Miranda
, señor: «Solicito instrucciones…» —No pudo continuar.
—¡Dígales que cuiden sus modales! —Colquhoun le miró acalorado—. ¡La decisión es mía!
Bolitho dirigió una mirada a Maulby. Por primera vez en su vida comenzaba a comprender lo que significaba el mando. Cualquiera que fuera la decisión de Colquhoun, tanto podía resultar acertada como errónea. Bolitho sabía de sobra que si uno tomaba la decisión correcta eran otros los que muchas veces se llevan los méritos; pero si se equivocaba, no cabía duda de sobre quién recaería la culpa.
—Envíe a por su escribiente, Maulby —dijo Colquhoun de pronto—, dictaré nuevas órdenes… —miró a Bolitho— para el
Sparrow
.
Parecía pensar en voz alta.
—No dudo de su habilidad, Bolitho, pero le falta experiencia. Necesitaré el
Fawn
de Maulby conmigo hasta que sepa qué va a pasar —señaló hacia la mesa mientras el escribiente del barco entraba en la cabina—. Permanecerá con los transportes. El capitán del
Miranda
marcará el rumbo y usted le obedecerá lo mejor que pueda. Sus órdenes les permitirán regresar junto a la flotilla cuando los transportes hayan sido entregados —hizo una pausa y añadió suavemente—: Entregados.
Bolitho se puso en pie.
—Sí, señor.
—Ahora salgan y déjenme detallar estas órdenes.
Maulby tomó a Bolitho por el hombro y le guió por la cubierta de artillería.
—Me temo que el pequeño almirante está preocupado, amigo mío —suspiró—. Esperaba poder librar mi barco de su presencia y endosárselo —se giró y esbozó una rápida sonrisa—. ¡No hay justicia en este mundo!
Bolitho vio su yola que oscilaba a merced del oleaje, con Stockdale haciendo visera con sus manos mientras observaba la corbeta, preparado para un nuevo aviso.
—Las noticias son malas, pero no nos cogen por sorpresa —dijo—, al menos eso parece.
Maulby asintió con gravedad.
—Me temo que eso es poco consuelo para el cordero que está a punto de ser devorado.
Bolitho le miró.
—No puede ser tan serio.
—No estoy seguro. Lo que los gabachos hacen hoy lo imitarán mañana los malditos españoles. Pronto tendremos al mundo entero saltando a nuestra yugular —frunció el ceño—. El pequeño almirante tiene razón en un punto: nuestro gobierno está regido por demonios, y la mayor parte de ellos parecen decididos a volvernos locos al resto.
El primer teniente corrió hacia ellos y les ofreció un sobre recién sellado. Maulby golpeó el hombro de Bolitho.
—Piense en nosotros alguna vez —dijo animadamente—. Mientras esté disfrutando de su viaje de placer yo me veré obligado a compartir mesa con él —se frotó las manos—. Pero con un poco de suerte le ascenderán y desaparecerá para siempre.
—Con los respetos del capitán Colquhoun —dijo el teniente apresuradamente—. ¿Puede unirse a él de inmediato?
Maulby asintió y tendió su mano.
—Hasta que volvamos a vernos, Bolitho —parecía reacio a dejarlo marchar. Entonces dijo, como si se sintiera incómodo—: Tenga cuidado, amigo mío. Le ha tocado un buen puesto, pero con gran número de colonos en sus filas —trató de sonreír—. Si la guerra se presenta desfavorable puede que a algunos les tiente cambiar de bando. Si me encontrara en su pellejo quizás hiciera lo mismo.
Bolitho mantuvo su mirada y asintió.
—Gracias; lo recordaré.
Maulby no escondió su alivio.
—¿Ve? Ya sabía yo que era un buen chico. Nadie toma mis torpes advertencias como consejos.