Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Las runas retuvieron sus secretos y los misteriarcas descubrieron con horror cuánta de la belleza y abundancia de la tierra había dependido de aquellos signos mágicos. Obtenían cosechas, pero no las suficientes para alimentar a su pueblo. El hambre azotó la tierra. El agua se hizo más y más escasa, y cada familia tenía que invertir unas cantidades inmensas de magia para producirla. Siglos de endogamia habían debilitado a los hechiceros y la continuación de tal práctica en aquel reino cerrado produjo terribles taras genéticas que no podían remediarse con la magia. Los niños que las presentaban morían y, finalmente, escasearon los nacimientos. Y lo más terrible de todo fue la constatación, por parte de los misteriarcas, de que la magia de la cúpula estaba perdiendo fuerza.
Tendrían que abandonar aquel reino, pero ¿cómo podrían hacerlo sin reconocer su fracaso, su debilidad? Uno de ellos tuvo una idea. Uno de ellos les dijo cómo podían conseguirlo. Estaban desesperados, y prestaron oídos a su propuesta.
A medida que pasó el tiempo y Sinistrad progresó en sus estudios mágicos, sobrepasando en poder a muchos de los ancianos, dejó de mostrarse servil y empezó a hacer alarde de sus facultades. Los ancianos se disgustaron cuando decidió cambiar su nombre por el de Sinistrad, pero no le dieron importancia en aquel momento. En el Reino Medio, un bravucón podía hacerse llamar
Bruto
o
el Navaja
o cualquier otro apodo de rufián para imponer un respeto que no se había ganado. El hecho no tenía nada de extraordinario.
Igual que al cambio de nombre, los misteriarcas habían prestado poca atención a Sinistrad, aunque hubo algunos que alzaron su voz, entre ellos el padre de Iridal. Algunos trataron de hacer ver a sus colegas la arrogante ambición del joven, su despiadada crueldad, su capacidad para manipular, pero las advertencias no fueron oídas. El padre de Iridal perdió a su amada hija única en manos de Sinistrad, y perdió la vida en la mágica cautividad del hechicero. La prisión en que se encontraba estaba hecha con tal habilidad que nadie llegó a advertirla. El viejo brujo deambulaba por la tierra, visitaba a sus amigos y llevaba a cabo sus tareas. Si alguien comentaba que parecía abatido y apático, todos lo atribuían a la tristeza por la boda de su hija. Nadie sabía que el alma del viejo estaba prisionera como un insecto en un recipiente de cristal.
Paciente, imperceptiblemente, el joven hechicero fue urdiendo su red sobre todos los hechiceros supervivientes del Reino Superior. Los filamentos eran prácticamente invisibles, ligeros al tacto, y apenas se notaban. No tejía una red gigantesca que todos pudieran ver, sino que enroscaba con habilidad un hilo en torno a un brazo y trababa un pie con otro, con tanta suavidad que sus víctimas no se dieron cuenta de que estaban atrapados hasta el día en que se descubrieron inmovilizados.
Ahora estaban apresados, acorralados por su propia desesperación. Sinistrad tenía razón: no les quedaba otra elección. Tenían que confiar en él porque era el único lo bastante listo como para proyectar y llevar a cabo una estrategia para escapar de su hermoso infierno.
Sinistrad llegó al fondo de la sala. Hizo surgir del suelo un podio dorado, se encaramó a él y se volvió para dirigirse a sus colegas.
—La nave elfa ha sido avistada. A bordo viene mi hijo. Siguiendo nuestros planes, iré a su encuentro y lo conduciré...
—No habíamos accedido a permitir que una nave elfa entrara en la cúpula —protestó la voz de una misteriarca—. Tú hablaste de una nave pequeña, pilotada por tu hijo y su zafio acompañante.
—Me vi obligado a efectuar un cambio de planes —replicó Sinistrad, torciendo los labios en una sonrisa débil y desagradable—. La primera nave fue atacada por los elfos y se estrelló en Drevlin. Mi hijo consiguió adueñarse de ese transporte elfo y tiene sometido a su capitán. No hay más de treinta elfos a bordo y sólo un brujo. Un brujo muy débil, por supuesto. Creo que podemos controlar la situación, ¿no os parece?
—Sí, en los viejos tiempos, cualquiera de nosotros podría haberse enfrentado a elfos, pero ahora... —contestó una mujer, dejando la frase en el aire mientras sacudía la cabeza en gesto de negativa.
—Por eso hemos utilizado nuestra magia, creando estos espejismos. —Sinistrad señaló con un gesto el exterior del Consejo—. Su mera visión los intimidará. No nos darán ningún problema.
—¿Por qué no sales a su encuentro en el Firmamento, coges a tu hijo y dejas que prosigan su camino? —sugirió el anciano misteriarca conocido por el nombre de Baltasar.
—¡Porque necesitamos la nave, viejo decrépito y estúpido! —Masculló Sinistrad, visiblemente irritado ante la pregunta—. Con ella podemos transportar a gran número de los nuestros hasta el Reino Medio. De lo contrario nos habríamos visto obligados a esperar hasta poder encontrar naves o encantar mas dragones.
—¿Y qué vamos a hacer con los elfos? —preguntó la mujer.
Todos miraron a Sinistrad. Conocían la respuesta tan bien como él, pero querían oírla de sus labios.
Sin la menor pausa, sin vacilaciones, el hechicero contestó:
—Matarlos.
El silencio resultó sonoro y elocuente. El anciano misteriarca sacudió la cabeza.
—No. No pienso ser partícipe de algo semejante.
—¿Por qué no, Baltasar? Tú mismo has dado muerte a muchos elfos en el Reino Medio.
—Entonces estábamos en guerra. Esto sería un asesinato.
—La guerra es una cuestión de «o ellos o nosotros». Pues bien, esto es una guerra: ¡es su vida o la nuestra!
Los misteriarcas que lo rodeaban asintieron entre murmullos, aparentemente de acuerdo. Varios de ellos discutieron con el anciano, tratando de convencerlo de que cambiara de postura.
—Sinistrad tiene razón —decían—. ¡Esto es una guerra! Entre nuestras dos razas no puede existir otra cosa. Al fin y al cabo —añadían—, Sinistrad sólo pretende conducirnos a casa.
—¡Os compadezco! —Insistió Baltasar—. ¡Os compadezco a todos! —Se volvió hacia Sinistrad y añadió—: Él os está dirigiendo. Os lleva por el ronzal como a terneros cebados. Cuando llegue el momento de llenar el buche, os sacrificará a todos para alimentarse de vuestra carne. ¡Bah! ¡Dejadme en paz! Prefiero morir aquí arriba antes que seguirlo al Reino Medio.
El anciano hechicero se encaminó hacia la puerta.
«Y eso es lo que harás, barbicano», murmuró Sinistrad para sus adentros.
—Dejadlo salir —ordenó en voz alta cuando algunos de sus colegas hicieron ademán de lanzarse en pos de Baltasar—. Salvo que haya alguien más que prefiera marcharse con él...
El misteriarca barrió la sala con una mirada rápida y escrutadora, recogiendo los cabos de su red y tirando de ellos progresivamente. Nadie más consiguió liberarse. Los que hasta entonces se habían debatido para hacerlo, se hallaban ahora tan debilitados por el miedo que se sentían dispuestos y ansiosos por cumplir sus mandatos.
—Muy bien. Traeré la nave elfa a través de la bóveda y conduciré a mi hijo y a sus compañeros a mi castillo. —Sinistrad habría podido contar a su pueblo que uno de los acompañantes del muchacho era un consumado asesino, un hombre que podía derramar la sangre de los elfos con sus manos, dejando limpias las de los misteriarcas. Sin embargo, el hechicero deseaba endurecer a su pueblo, obligarlo a hundirse más y más hasta que hiciera voluntaria e incondicionalmente cuanto él ordenara—. Aquellos de vosotros que os presentasteis voluntarios para aprender a pilotar la nave elfa ya sabéis qué hacer. El resto debe esforzarse en mantener el hechizo de la ciudad. Cuando llegue el momento, daré la señal y nos pondremos en acción.
Contempló a los presentes, estudiando uno por uno sus rostros pálidos y sombríos y quedó satisfecho.
—Nuestros planes progresan bien. Mejor de lo que habíamos previsto, incluso. Con mi hijo viajan varios individuos que nos pueden ser útiles en aspectos que no habíamos pensado. Uno de ellos es un enano de los Reinos Inferiores. Los elfos han explotado durante siglos a los enanos y es probable que podamos incitar a esos gegs, como se llaman a sí mismos, a lanzarse a la guerra. Otro es un humano que afirma proceder de un reino situado más abajo del Reino Inferior; un lugar que, hasta ahora, ninguno de nosotros sabía que existiera. Esta noticia podría ser de enorme valor para todos nosotros.
Se produjeron murmullos de aprobación y asentimiento.
—Mi hijo trae información sobre los reinos humanos y sobre la revolución elfa, todo lo cual nos será de gran utilidad cuando emprendamos la conquista. Y, lo más importante, ha visto la gran máquina construida por los sartán en el Reino Inferior. Por fin tendremos la oportunidad de descubrir el misterio de la llamada Tumpa-chumpa y emplearla, también, en nuestro provecho.
Sinistrad alzó las manos en una bendición y añadió por último:
—Ve ahora, pueblo mío. ¡Id todos y sabed que con esto estáis saliendo al mundo, pues pronto será nuestro todo Ariano!
Los reunidos prorrumpieron en vítores, en su mayor parte entusiastas. Sinistrad descendió del podio y éste desapareció, pues la magia debía ser cuidadosamente racionada y dedicada sólo a lo esencial. Muchos lo detuvieron para felicitarlo, hacerle preguntas o pedirle aclaraciones sobre pequeños detalles del plan de acción. Algunos le preguntaron cortésmente por su salud, pero nadie se interesó por su esposa. Iridal no había asistido a una reunión del Consejo desde hacía diez años; es decir, desde el día en que el Consejo de Brujos había votado su aceptación del plan de Sinistrad de coger a su hijo y cambiarlo por el príncipe humano. En realidad, a los miembros del Consejo les aliviaba el hecho de que Iridal no asistiera a las reuniones pues, pese al tiempo transcurrido, aún les habría resultado difícil mirarla a los ojos.
Sinistrad, consciente de la necesidad de emprender viaje, se sacudió de encima a los aduladores que se arremolinaban en torno a él y salió de la sala del Consejo. Con una orden mental, llamó al dragón de azogue al pie mismo de la escalinata. Pese a su malévola mirada de odio, la bestia soportó que el misteriarca montara sobre su lomo y lo obligara a cumplir sus órdenes. El dragón no tenía más remedio que obedecer al misteriarca, pues éste lo tenía hechizado. En esto, la bestia era distinta de los magos apiñados en el sombrío umbral de la sala del Consejo, pues ellos se habían entregado a Sinistrad por su propia voluntad.
EL FIRMAMENTO
La nave dragón elfa colgaba inmóvil en el aire frío y enrarecido. Una vez alcanzados los bloques de hielo flotantes conocidos como el Firmamento, se había detenido, pues sus tripulantes no se atrevían a seguir avanzando. Témpanos de hielo diez veces mayores que la nave se cernían encima de ésta. Otros escollos menores rodeaban los bloques de mayor tamaño y el aire brillaba con miles de gotitas de rocío helado. El reflejo del sol en los témpanos resultaba cegador. Todos se preguntaban qué grosor tendría el Firmamento, hasta dónde se extendía. Nadie, excepto los misteriarcas y los sartán, había volado nunca tan alto y había vuelto para ofrecer una crónica de tal viaje. Los mapas trazados estaban basados en conjeturas y, a aquellas alturas, todo el mundo a bordo sabía que no eran acertados. Nadie había adivinado que los misteriarcas hubiesen atravesado el Firmamento para construir su reino al otro lado.
—Una barrera defensiva natural —comentó Hugh, asomándose por la portilla para contemplar con detenimiento el panorama de aterradora belleza—. No me extraña que hayan mantenido intactas sus riquezas durante tanto tiempo.
—¿Cómo pasaremos? —preguntó Bane, que se había puesto en puntillas para atisbar por la abertura.
—No lo haremos.
—¡Pero tenemos que pasar! —La voz del pequeño fue un chillido agudo—. ¡Es preciso que llegue hasta mi padre!
—Muchacho, si nos toca uno solo de esos témpanos, aunque sea uno pequeño, nuestros cuerpos se convertirán en unas estrellas más de esas que titilan en el cielo diurno. Será mejor que le digas a tu padre que venga a buscarte.
Bane endulzó la expresión y desapareció de sus mejillas el rubor de la cólera.
—Gracias por la sugerencia, maese Hugh —dijo cerrando el puño en torno a la pluma—. Eso haré. Y me aseguraré de contarle todo lo que has hecho por mí, lo que todos habéis hecho por mí. Todos. —Su mirada recorrió a todos los expedicionarios, desde Alfred hasta un Limbeck anonadado por la belleza de lo que estaba viendo, incluido el perro de Haplo—. Estoy seguro de que os recompensará..., como merecéis.
Cruzando de extremo a extremo el calabozo, Bane se dejó caer en un rincón de la bodega y, con los ojos cerrados, empezó aparentemente a comunicarse con su padre.
—No me ha gustado esa pausa entre «recompensará» y «como merecéis» —comentó Haplo—. ¿Qué le impide a ese hechicero arrebatarnos al niño y envolvernos en llamas?
—Nada, supongo —respondió Hugh—, salvo que estoy seguro de que quiere algo, y no es sólo al muchacho. Si no, ¿a qué vienen tantas molestias?
—Lo siento, pero no te entiendo.
—Ven aquí, Alfred. Bien, tú nos contaste que ese Sinistrad penetró de noche en el castillo, cambió a los bebés y se marchó otra vez. ¿Cómo lo consiguió, si la guardia protegía el lugar?
—Los misteriarcas poseen la facultad de transportarse por el aire. Triano se lo explicó a Su Majestad, el rey, más o menos así: el hechizo se realiza enviando la mente por delante del cuerpo; una vez que la mente está firmemente asentada en un lugar en concreto, puede invocar al cuerpo para que se reúna con ella. El único requisito para quien realice el hechizo es que debe haber visitado el lugar con anterioridad, para que se pueda hacer una imagen precisa del punto al que se dirige. Los misteriarcas han visitado a menudo el palacio real de Ulyandia, que es casi tan viejo como el mundo.