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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (2 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Hoy en día no sabe una muy bien cómo actuar —le había dicho a su productor, Porter, que le sacaba unos años—. Mi madre empezó a tener nietos a mi edad. Pero hoy hay mujeres que siguen teniendo bebés con cincuenta años. ¡Bebés, Porter!

—¿Quieres un bebé, Gus? —le había preguntado él bromeando.

—¡No! Lo que quiero es entender esta desconexión entre un número escrito en un papel y cómo me siento yo por dentro —explicó Gus—. ¿Sabías que las mujeres de la serie Treintaitantos tienen ahora «cincuentaitantos»? Y siguen siendo jóvenes. ¿Y qué me dices de Michelle Pfeiffer? ¿De Meryl Streep? ¿De Jane Seymour? ¿De Oprah? Dicen que los cincuenta son los treinta de ahora.

—Entonces no debería ser un problema —razonó Porter—. Tú estás estupenda.

—Y, aun así, sí es un problema —reconoció Gus—. Tengo arrugas. Arrugas de verdad, no esas arruguitas de las que solía quejarme cuando cumplí cuarenta años. ¡Porter, me parece muy bien haber cumplido cuarenta años! Pero, simplemente, no puedo dejar de preguntarme cómo he llegado hasta aquí.

—¿Adonde ha ido el tiempo?

—Sí, de verdad. ¿Adónde ha ido el tiempo? —preguntó Gus—. ¿Y cuándo puedo darle al pause?Y por eso —razonó para sí— había sido natural el rezagarse con la planificación de su fiesta de cumpleaños. Había resultado fácil postergarla. Cualquier otro año habría empezado a organizar su fiesta de cumpleaños inmediatamente después del día de Acción de Gracias. Primero habría decidido el sabor de la tarta, habría dispuesto la comida y habría enviado invitaciones informales por Internet. (No, a Gus Simpson no le agradaba la informalidad de Evite; muchas gracias, pero no. Los pequeños detalles eran lo que mejor hacían sentirse a los invitados, y eso ella lo sabía.) Podría haber elegido un elemento o un concepto (una granada, una orquídea, el color morado) y elaborar toda la celebración en torno a ese tema. Su don para decorar y para agasajar era tan innato que daba por hecho que cualquiera podía echar perejil en un plato y conseguir que tuviese mejor aspecto que una explosión caprichosa de puntitos verdes.

Pero no esta vez, no este año. De repente, se le hacía demasiado cuesta arriba: Gus Simpson, una de las gurús televisivas más populares de todo lo relacionado con invitar a gente a comer a casa, se negaba a dar una fiesta. De hecho, habría preferido cancelar su cumpleaños directamente.

Vertió un chorro de potente café con aroma a avellana de su gran cafetera de émbolo en una taza de loza gigante de rayas azules y blancas. Con cuidado, llevó la taza hasta la barra de desayuno de granito jaspeado gris y negro, y se subió a la silla Navy Chair de Emeco, lo suficientemente alta para sentarse ante la encimera. Gus bebió un poquito, con un leve sonido de sorber (ya que no había nadie delante) para no quemarse la lengua, y hojeó The New York Times tratando de zafarse de ese humor tan pesimista. Pero su hábito natural —era lunes, lo que significaba que tocaba la sección de «Medios de Comunicación»; le encantaba seguir las novedades de su sector— la llevó a un profuso artículo publicado en la mitad superior del periódico.

«Los nuevos rostros de la televisión sobre cocina», leyó Gus para sí, sintiendo una oleada de angustia en el pecho. «La comida es la nueva moda, y la última hornada de presentadores parece tan deliciosa como sus creaciones culinarias.»Gus apretó los dientes como solía hacer siempre que estaba en tensión y observó atentamente la gran foto en la que aparecían todas las célebres promesas de la televisión especializada en cocina: estaba aquel joven chef surfero que iba siempre en pantalones cortos y que parecía tener la edad justa para estar en la universidad, la joven ama de casa del Medio Oeste que sólo hacía platos que requerían seis ingredientes, y la joven Miss España que había convertido una actuación dedicada a promocionar las aceitunas de su país en un vídeo de culto en Internet a través de YouTube. Gus leyó que, de ahí, Miss España había creado su propio programa de diez minutos en la Red, EstallidoDeSabor, que también podía descargarse en el TiVo, y había editado un pequeño libro de recetas que acababa de ver la luz durante las vacaciones de hacía unas semanas. Ya se había convertido en un éxito de ventas por Internet. El artículo continuaba en la página dos de la sección, donde se veía una glamurosa foto de la despampanante morena Miss España con su corona y exceso de rímel, con un gran pie de foto que decía: «Carmen Vega: de reina de la belleza a reina de la gastronomía».

—Apuesto a que ni siquiera sabe cocinar —dijo Gus hablando hacia la taza de café, dispuesta a cerrar el periódico del disgusto que tenía. Pero entonces le llamó la atención una frase familiar, y se puso a leer atentamente las palabras:

«Imagine que sólo existen unos ingredientes determinados y que no puede usarse nada más —dice Gus Simpson, la presentadora omnipresente de Canal Cocina y estrella del archiconocido ¡Cocinar con gusto!, en una reciente entrevista en Todos los días con Rachel Ray—. Sin embargo, no todos creamos lo mismo. Por eso, en el fondo no se trata tanto de lo que pongas en el plato, sino del sabor que consigues darle a esa comida. No se trata de cómo la preparas, sino de lo que sientes cuando la saboreas. Cocinar, como la vida misma, resulta interesante cuando consigues conservar la frescura de la experiencia.»

«Y al parecer la televisión por cable está recurriendo a frescos y nuevos presentadores con la esperanza de atraer a los espectadores, en un momento en que las cuotas de pantalla continúan a la baja en todas las cadenas…»

Bla, bla, bla…, seguía el artículo. Dale que te pego con estas estupendas nuevas voces del mundo de la televisión especializada en cocina, todas ellas gozando aparentemente del beneplácito nada menos que de Gus Simpson por obra y gracia de la astuta utilización de unas citas textuales ya pasadas. ¡Oh, cómo detestaba eso! Que la entrevistaran para un artículo —que se había publicado hacía más de un año— y encontrarse después con sus declaraciones repetidas en cualquier otro artículo sobre cocina firmado por otro periodista.

La lección aprendida: no decir nunca nada, cursi o cortante, que no quieras que te repitan hasta la saciedad como loros el resto de tu vida.

Gus pensó en hacer una bola con el periódico y lanzarlo a la papelera, pero no había nadie presente para ver su dramático gesto y ella siempre había tenido la sensación de que no merecía la pena derrochar energía en ademanes histriónicos si no había nadie para presenciarlos. La televisión la había entrenado bien. Así pues, en vez de eso suspiró y dejó su sitio en la barra del desayuno a cambio de entornos más agradables. Echó a su gata blanca, Salt, del sillón de orejas con exceso de relleno, colocado en la ventana del mirador, y la miró alejarse silenciosamente para echarse en un rayo de sol junto a Pepper, que era negro y tenía una actitud cáustica de alguna manera.

Entonces, con su café en ristre, se sentó en el sillón de recia sarga blanca (pues Gus tenía una fe ciega en la habilidad de sus invitados para no derramar nada y en el poder del Scotchgard, en caso de que derramasen algo). La gran cocina era un espacio en el que sentía intensamente el calor del hogar, y allí era donde hacía todas sus reflexiones importantes, ya fuera idear nuevas recetas o entender el sinfín de complicaciones en qué consistía la vida de sus hijas. El sillón de orejas junto a los ventanales, apodado el «sitio de pensar» desde hacía tiempo por Aimee, se hallaba perfectamente posicionado para disfrutar de las vistas del patio de piedra. Podía gozar del colorido de su divino jardín en cuanto llegaba la primavera —en esos momentos una pizca de nieve, tanto firme como ya aguada, los restos dejados por el invierno en Westchester—, así como tener acceso pleno a su reluciente cocina. Acomodarse en aquel sillón le ofrecía lo que ella siempre denominaba «las vistas desde el lado del espectador», pues así era como su casa aparecía en televisión.

La suya era una cocina de ensueño, con su fogón Aga en azul oscuro, una zona de trabajo con superficie de mármol, las encimeras de granito, un fregadero visto, en color blanco, hondo y de doble seno; los armarios ingeniosamente desparejados, diseñados para dar la impresión de ser piezas que han ido añadiéndose con el paso del tiempo (dando por hecho que todo mercadillo y toda tienda de antigüedades contiene milagrosamente módulos de madera justo con el mismo zócalo y la misma moldura superior), y un bloque de congeladores y frigoríficos Sub-Zero a lo largo de una pared. ¿La joya de la corona? La robusta isla rectangular, con su fogón de ocho quemadores, y su frontal elevado, su amplia encimera y su barra de desayuno a un lado (pero no directamente delante del fogón, por supuesto, donde habría podido echar a perder la toma de cámara). La isla era la zona de su cocina que más familiar resultaba a sus espectadores.

Qué gran idea había sido la de proponer grabar en su propia casa, al comienzo de su tercer programa para Canal Cocina, ¡Cocinar con gusto!, en 1999. Desde luego, redujo por completo el tiempo dedicado a ir al trabajo y, mucho más importante, había hecho que pudiera descartar totalmente la idea de presentar su dimisión. Y es que Gus, pese a todo su éxito profesional, era una gran aficionada a guardar dinero en el calcetín. Para cuando llegaran las vacas flacas. Para la jubilación. Algo que siempre le había parecido que quedaba lejos, muy lejos, debido al hecho de que era una mujer tan tremendamente, eternamente, divinamente joven. Algo que algún día merecería la pena planificar, pero nada que pareciera que fuese a acontecer en breve. Estaba demasiado ocupada.

En los viejos tiempos, cuando empezó por primera vez a trabajar en la tele, mucho antes de los talones gordos y de los acuerdos de comercialización de productos, Gus presentaba un programa de media hora llamado La bolsa del almuerzo, basado en el menú que ofrecía en su local para gastrónomos, La Cafetería. Se grababa en un estudio de Manhattan y ella volvía en tren a casa, a la reducida vivienda de dos habitaciones en la que vivía con Aimee y Sabrina. Se trataba del mismo búngalo compacto de Westchester al que se había mudado inicialmente con Christopher cuando regresaron de su destino en el extranjero con el Cuerpo de Paz y dejaron su domicilio de Manhattan, en los tiempos en que hacía nada que se habían casado. En los tiempos en que él despotricaba contra cada cena que a ella se le quemaba, en los tiempos en que ella le preparaba el almuerzo y se lo metía en una bolsa de papel marrón, junto con notitas sexys. Los tiempos en que sabían tan poco de la vida y del matrimonio que no eran capaces de imaginar las desgracias que podían sobrevenirles. Y que les sobrevinieron.

Aquella pequeña vivienda se había convertido en hogar con sus dos pequeñas, y Gus había probado suerte en diversos trabajos (de fotógrafa para el periódico local, haciendo de cámara a tiempo parcial para la televisión local por cable, y creando su propia línea de velas hechas a mano), al tiempo que preparaba magdalenas para el colegio de Sabrina y Aimee y hacía de chófer para los niños de las vecinas. Y todo ello mientras aún disfrutaba del lujo de imaginar qué quería hacer.

El accidente de Christopher había cambiado las cosas, por supuesto. La había espoleado para abrir La Cafetería, que atrajo la atención de Alan Holt y de su canal de televisión por cable. El pequeño restaurante de Gus, en el condado de Westchester, justo al norte de la ciudad de Nueva York, estaba especializado en platos sencillos y rápidos, en meriendas y cosas por el estilo. Quedaba muy cerca de la estación, y los clientes hacían un alto para beber o picar algo antes de coger el tren al trabajo. La decoración (alegre y luminosa, con sus mesas en blanco roto y aspecto envejecido y sus cómodas sillas de respaldo relleno, tapizadas en tela a anchas rayas rojas y crema) había sido concebida para atraer a las mamas de clase media-alta que emplean gran parte de su tiempo llevando a sus niños en edad escolar a actividades deportivas, o que disponen de un ratito entre compras y gestiones y la salida del colegio. La reducida pero pensada selección de delicias gastronómicas había sido elegida para atraer al intrépido chef casero, ya fuera de la variedad «usuario diario del tren» o de la de «mamá de pequeño deportista».

Abrir La Cafetería, con apenas el dinero del seguro de vida de su difunto marido menguando paulatinamente en la cuenta del banco y sus dos hijas pequeñas, fue una apuesta arriesgada. Le pareció que montar su propio negocio le permitiría el tipo de flexibilidad que necesitaba al ser madre de dos niñas de corta edad, y además siempre le había gustado mucho cocinar. Le encantaba experimentar con nuevos sabores y tradiciones culinarias, y darle a todos los platos un aspecto bonito. Sus amigas, aun con buena intención, no se mostraron partidarias y la animaron a invertir el dinero y a vivir de las rentas. Pero en realidad la cosa no le daba para tanto y, además, Gus había querido arriesgarse. Necesitaba ese estímulo.

No obstante, asumir riesgos no se había traducido en ser una cabra loca. No, en absoluto. Y hablar de negocios con Alan Holt fue una oportunidad tremenda que no podía permitirse echar a perder. De hecho, le había servido numerosos artículos de bollería y bocadillos, sin considerarlo más que como un cliente habitual. Hasta el día en que él le había tendido su tarjeta de visita y le había insinuado que le gustaría compartir con ella una comida casera durante la cual podrían discutir sobre cierta propuesta de negocios. La ferviente esperanza de Gus había sido que estuviera interesado en utilizar La Cafetería como ambientación para uno o dos episodios.

Recordaba vívidamente el día de la primavera de 1994 en que Alan se presentó a cenar, cuando Aimee y Sabrina eran dos quinceañeras y ella una atribulada madre viuda que seguía echando muchísimo de menos a Christopher, pese a que hubiesen pasado ya seis años desde su fallecimiento. Era como si, al morir, Gus hubiese apretado el botón de «retener» de su vida, a la espera de algo que era incapaz de definir del todo, pero que esperaba que pudiera de alguna manera mejorar esa vida, mientras ella se dedicaba a llenar sus días con quehaceres y a cuidar de sus niñas. No le quedaba mucha energía para nada más, como había sido su intención. La justa para desear tener la capacidad necesaria para dar a sus hijas la vida que su padre habría querido para ellas.

Lo único que Gus había pedido el día que Alan Holt se presentó en casa a cenar fue que la dejasen sola en la cocina y que Aimee y Sabrina saliesen a recoger unas flores. Unas flores coloridas y alegres con las que pudiera decorar un jarrón. Su hija mayor, Aimee, había salido de inmediato al patio trasero y se había dejado caer en una silla de mimbre con los brazos cruzados, mientras Sabrina se dirigía lentamente a la puerta de la entrada con una expresión en el rostro que Gus no pudo discernir si reflejaba mal humor o concentración.

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