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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (4 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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«¿De qué es?», había preguntado Hannah, señalando la tarta, con el cuerpo escondido parcialmente tras la gran puerta de caoba. En aquel entonces estaba todavía más delgada, era todo clavícula saliente y muñecas huesudas. Además, parecía nerviosa, terriblemente nerviosa. Por supuesto, Gus se quedó prendada de ella al instante: no le quedaba más remedio que añadir a Hannah a su colección de personas a las que prodigar mimos, personas a las que deseaba nutrir y alimentar. Sus niñas, sus amigos, sus compañeros: todo el mundo era arcilla a la que Gus estaba deseosa de moldear. Aquel verano se volvió una autentica pelma, y no paró de dejarse caer por la casa vecina con toda clase de magdalenas y barritas dulces. Además, su empeño en trabar amistad con su vecina se vio acrecentado por el hecho de que al parecer nadie más visitaba a aquella amable y cautelosa mujer del pijama. Sin duda, Hannah, ya por entonces treintañera, quedaba muy lejos de poder ser una hija adoptiva suya, así que Gus imaginó que sería como una hermana pequeña. Pero lo que ocurrió en realidad fue mucho mejor para ella: las dos mujeres descubrieron que tenían mucho en común (adoraban la jardinería, tenían un calendario laboral nada convencional, buscaban con el mismo afán la galleta de pepitas de chocolate perfecta y les encantaba despertarse temprano), de lo cual surgió una auténtica amistad.

Cuando el cuerpo se despabila antes del alba, como le pasaba normalmente al de Gus, pueden transcurrir muchas horas en las que tiene uno la sensación de que no hubiera nadie más en el mundo. Para algunas personas es un rato apacible. Para Gus no: para ella ese rato previo al amanecer, con la casa a oscuras, las habitaciones de las chicas vacías, los gatos dormitando en algún rincón alejado, era de una gran soledad.

Por fortuna, era bastante probable que hacia las siete de la mañana Hannah fuera a su casa, cruzando las lindes sin valla de la finca que separaban sus dos viviendas. Porque cuando quedó claro que Gus iba a ser insistente, Hannah aceptó su amistad como lo más natural. Desde el principio tuvo la curiosa costumbre de no llamar nunca a la puerta cada vez que llegaba, sino de reproducir el sonido de la llamada con la voz y entrar sin más. De cualquier otra persona Gus habría encontrado invasivo ese gesto; de Hannah, parecía de lo más normal. Las dos mujeres pasaron un montón de amaneceres sentadas en el mirador de la casa de Gus, en aquellos sillones exageradamente rellenos, mojando biscotes en el capuchino y manteniendo la misma conversación que habían mantenido el día anterior. Eso tenía la amistad: que al final se reducía a pasar el tiempo juntas, sin hacer nunca nada. Su amistad no exigía mucho. La suya era una intimidad fácil.

Además, era algo precioso: Hannah fue la primera amiga real que Gus había hecho desde que se convirtiera en un personaje conocido. No había libros de instrucciones que enseñaran a ser alguien semifamoso. (O al menos el Canal Cocina no le había facilitado ninguno a Gus.) En una sociedad sedienta de celebridad, no hacía falta gran cosa para que la gente elevase a una madre viuda con olfato para agasajar a la categoría de gurú de la cocina. Y, así, ya a finales de la década de 1990, Gus había desarrollado su cohorte de seguidores, con los imprescindibles libros de recetas y calendarios. Era genial; gracias a eso, Sabrina y Aimee habían podido asistir a buenos colegios. Pero su medio-fama-pero-no-del-todo-fama había hecho también que le resultase muy difícil conectar con la gente. La «conocían» de la tele y, por tanto, los que se acercaban a ella podían sufrir un chasco impresionante si, por ejemplo, Gus parecía ser siquiera ligeramente diferente de lo que se habían figurado que era. Así pues, le había resultado difícil hacer amigos; ésa era la verdad. Oh, era bastante fácil conocer a personas deseosas de decir que ellas y la presentadora de ¡Cocina con gusto! eran uña y carne. Pero podía ser más complicado dar con personas que quisieran conocer de verdad a Gus.

Hannah Levine había sido totalmente diferente.

En principio, no veía la tele. Bueno, eso no era del todo cierto. Hannah veía sin cesar una multitud de canales: CNN, MSNBC y CourtTV. Pero ¿dramas, comedias, programas de decoración o espacios de cocina? Ella no veía nada de eso. Su amiga se parapetaba en el despacho de casa (con sus estanterías de obra y su enorme televisor) y redactaba artículo tras artículo para revistas femeninas. En vaqueros a veces, pero casi siempre en pijama, con unas peludas zapatillas de estar por casa y un cuenco de M&M's a mano. Hannah era una atareada periodista free-lance y su área de especialización era la salud, lo que hacía que acabara obsesionándose un poco con cualquiera de los temas sobre el que hubiera escrito últimamente. Pero ella se obsesionaba de una manera más bien benigna, casi benévola, pues tanto podía acabar preocupándose por el extraño sonido emitido por un desconocido al carraspear (¿podría ser tos ferina?) como por sus propios males en potencia. Tener Internet como principal compañía durante todo el día no hacía sino exacerbar su cibercondria.

Ésa fue una de las razones por las que Hannah se había mostrado cauta respecto a la tarta aquel primer verano, pues acababa de escribir un artículo sobre una epidemia de E. coli en las bayas frescas, y sin embargo se había mostrado más bien impasible al enterarse de la profesión de Gus. Y, francamente, en todo el tiempo que había transcurrido desde entonces, parecía no haber visto aún ni uno solo de sus programas. Gus la adoraba por ello.

Ahora le hizo una seña con la mano para que entrase, aunque, por supuesto, su amiga estaba ya a medio camino en dirección a la taza de café. Le había dejado una taza en la encimera, junto a una cucharita encima de una servilleta y unas rebanadas de pan de plátano colocadas en un plato.

—Anoche terminé un artículo sobre los peligros de no hacer caso al dolor de pies —le contó Hannah después de beber el primer sorbo de café caliente—. ¿Tú estás de pie todo el rato cuando sales por la tele, Gus? Porque tengo unas cuantas ideas para evitarte problemas…

—No te preocupes. De ahora en adelante, creo que voy a hacer el programa en silla de ruedas —dijo ella, sacudiendo la cabeza ante la expresión de preocupación de su amiga y extendiendo el brazo para mostrarle la sección de The New York Times—. Al parecer ya soy mayor.

Hannah leyó el artículo por encima.

—Oye, al menos estás ahí. Sabes que aún cuentas cuando un periodista así lo dice. —Le hizo una mueca a Gus para demostrarle que estaba bromeando.

—Es que me siento un poco no sé cómo…, ¿sabes cómo?

—¿Por eso no he recibido mi invitación a tu fiesta de cumpleaños? —preguntó Hannah—. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, habría dado por hecho que me habían tachado de la lista. En tu caso, me has tenido preocupada. Creía que algo iba mal. Tu cumpleaños es dentro de unas semanas y todavía tengo que decidir qué me voy a poner.

Ahora le tocaba sonreír a Gus.

—¿Por qué no te pones el vestido gris? —le sugirió. Se refería al mismo vestido que se ponía todos los años, y que se había comprado en una poco habitual salida de compras que hicieron juntas. Hannah aborrecía abandonar el recinto seguro que era su hogar. Detestaba ponerse ropa que no fuesen prendas informales, de las de estar a tus anchas en casa.

—Creo que eso haré… —respondió Hannah, asintiendo. No le importaba que Gus se metiera con ella.

Las dos se quedaron calladas, sumidas en una especie de agradable silencio, masticando el pan de plátano y bebiendo el café a sorbitos; las dos postergaban deliberadamente el momento de tener que ponerse manos a la obra con el trabajo del día. Eso era lo que hacían cada mañana, y les encantaba.

El teléfono sonó. Eran sólo las siete y ocho minutos de la mañana.

—¿Quién podrá ser?

Gus sabía que no la necesitaban en el estudio para ninguna reunión, y el equipo de grabación rodaba en su casa los miércoles. ¿Tal vez le había pasado algo a Sabrina? Aimee sin duda estaba durmiendo a esas horas de la mañana.

Descolgó el teléfono inalámbrico y saludó.

—Claro, claro, sí —dijo irguiéndose de un brinco y casi derramando el café en su sillón blanco. Colgó el teléfono—. ¡Vaya, menos mal! —exclamó alargando cada sílaba, algo que encantaba a Hannah—. Era mi productor ejecutivo. La mala noticia es que en menos de dos horas tengo que estar en la ciudad y en antena. La buena es que Gus Simpson no forma parte del ayer.

2

Desde la ventana de su dormitorio, Gus pudo ver el sedán negro acercándose por el camino de acceso a la casa flanqueado por la nieve. Llegaba puntual. Rápidamente, cogió el neceser y una selección de fulares de seda (por si quería cambiar su look) y salió al encuentro del conductor. Era un hombre bajo, con el pelo gris cortado a cepillo, y llevaba una corbata roja.

—¡Hola! —dijo, excitada—. Tenemos que llegar a tiempo.

—Señora —saludó él cortésmente, mientras la ayudaba a entrar en la parte de atrás del coche—. Tengo las señas. Puede abrocharse el cinturón de seguridad.

Ella le indicó con un ademán que la dejase. Lo cierto era que no lo pasaba nada bien cuando tenía que ir en un taxi o en un coche con el cinturón de seguridad abrochado, una circunstancia que ocultaba a sus hijas y a sus productores. Simplemente, no soportaba la sensación de ir apresada, ni el contacto de la correa en su cuello.

El conductor se abrochó su cinturón de seguridad, se dio la vuelta y la miró impaciente.

—Me la cargo yo si no se lo pone, y en estos momentos no nos lo podemos permitir, ¿cierto? —preguntó. Y sonriendo, aguardó a que ella se pusiera el cinturón.

Christopher había llevado abrochado el cinturón de seguridad. Eso fue lo que le había dicho la policía. Aquel día concreto de 1988 no había habido ninguna señal, ninguna sensación de pánico en el aire, ninguna percepción de que fuese a suceder nada importante. Tiempo después se había preguntado si se le había pasado por alto algo, si había habido algún instante de premonición que hubiese ignorado. Pero, por mucho que lo intentó, no halló nada de eso en su memoria. Un día cualquiera, normal y corriente, Christopher había salido de casa para ir a la oficina y entonces, un rato después, mientras preparaba una lasaña de champiñones, un agente de la policía llamó a la puerta. Eso fue todo. Se preguntaba si los polis seguían haciéndolo, si seguían presentándose a la puerta de alguien para dar malas noticias. Ni siquiera podía recordar exactamente lo que le había dicho el agente. Gus recordaba el detalle de que Christopher llevaba abrochado el cinturón de seguridad, así como la expresión sombría en el rostro de aquel hombre. Su vecina, la señora Clarkson, tres casas más allá, se quedó con las niñas; no se conocían mucho, pero no vaciló cuando Gus se lo pidió. Fue un favor. Y a continuación ella se encontró en el hospital en el que Christopher la aguardaba en forma de bulto destrozado e hinchado, mientras los médicos le decían cosas carentes de sentido. Como muerte cerebral.

«Pero ¿qué te pasa, se te ha parado el cerebro o qué?», le había dicho Gus a Christopher en más de una ocasión, cuando las niñas eran pequeñas y se enfadaba porque él insistía en que no sabía escoger su ropita y le pedía que se ocupara ella, pues esas cosas se le daban mucho mejor. Y ella las vestía y las mandaba al colé, y le castigaba a él con su mal humor. Él reaccionaba de modo parecido. El suyo no había sido un matrimonio perfecto. No, la verdad es que no.

Pero se habían querido profundamente, con esa clase de intensidad que surgía de una gran pasión y de una confianza incondicional que procedía de una honda amistad. Habían sido testigos de mucha desesperación en la época en que habían estado juntos en el Cuerpo de Paz y recordaban bastantes cosas de entonces para saber apreciarse el uno al otro antes de dejarse llevar por enfados sin importancia. Jamás, ni una sola vez, había temido ella que las frustraciones que ambos experimentaban en la ardua rutina del día a día pudiesen provocar daños irreparables. Ni siquiera en sus momentos de peor humor o de cansancio máximo, cuando las niñas eran pequeñas y se subía por las paredes cada vez que él tenía que comer fuera por motivos de trabajo (mientras ella tenía que quedarse en casa viendo Barrio Sésamo). Después él la compensaba (pese a que en realidad no tenía qu ecompensarla por nada) y se llevaba a Aimee y Sabrina al parque a primera hora de un sábado para que Gus pudiera dormir un poco más.

«Te dejaré encerrada en el dormitorio para que duermas un poco —le decía—. Ni se te ocurra levantarte antes de que volvamos.»

Y muchas noches se habían quedado tendidos despiertos en ese mismo lecho, unas veces exhaustos después de haber hecho el amor, otras exhaustos después de haber tenido que correr tras dos crías rebeldes, y se habían hablado en susurros animadamente.

«Trae acá esos dos polos de hielo», le decía Christopher, emitiendo un gemido de horror fingido cuando Gus le metía por debajo de las rodillas sus pies siempre congelados. Se acurrucaban uno en brazos del otro para charlar sobre todos los lugares a los que querían llevar a Sabrina y a Aimee, y sobre todas las ideas que tenían para reformar la casa, y sobre cuál debía ser el siguiente paso de Christopher en su carrera profesional, y sobre qué era a lo que de verdad quería dedicarse Gus. Su futuro era, a su modo de ver, algo infinitamente fascinante y lleno de emoción, un misterioso regalo, y para desenvolverlo disponían de todo el tiempo del mundo.

El médico de turno había insistido en que no sentía dolor, cosa que a ella le había resultado increíble teniendo en cuenta todas las contusiones. Pero lo cierto era que la propia Gus se había sentido también extrañamente anestesiada y había dedicado aquellas primeras horas a tomar infinidad de decisiones, y después también, cuando no paraba de recibir guisos y tarjetas con deseos de una pronta recuperación, así como miradas de aprobación y gestos de asentimiento por lo bien que lo estaba llevando.

«Siempre sé cuando alguien ha sufrido —le dijo una señora (una desconocida) durante la firma de libros de su primer libro de recetas, a mediados de la década de 1990—. En la tele sale usted alegre y contenta, pero yo puedo ver el aura. Y la pena flota a su alrededor como una nube. Sólo desearía poder darle un abrazo.»

Gus le había agradecido el interés a la admiradora, pero no se dejó abrazar.

En privado, le preocupó que otras personas fueran capaces de ver tanto en su interior.

—¿El cinturón de seguridad, por favor? —El automóvil negro no se había movido del camino de acceso a su casa.

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