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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (32 page)

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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Había encendido un cigarrillo. Vieron la rojiza punta brillar en la oscuridad, cuando el hombre ya no era visible, como una diminuta estrella de esperanza parpadeando encima del último reducto.

Se unieron a la cola de la procesión que salía de la cueva. Una vez en el túnel, Corless les llevó en otra dirección. El túnel desembocó en una zona inmensa, completamente a oscuras.

—Hay unos generadores de emergencia —dijo Corless en medio de la oscuridad—. No se muevan de aquí. Voy a encender las luces.

Una súbita claridad inundó la cueva, iluminando la enorme masa de una aeronave. Un murmullo surgió del grupo que esperaba. Un murmullo que creció más y más, expresando una nueva esperanza.

Corless se acercó a Sam Jones, con el rostro radiante.

—Sigo sin ver claro —dijo Jones—. La Federación domina la Tierra, y ninguna nación se atreverá a concedernos asilo. Sacar esa nave de aquí, significará entregarla a la Federación.

—No lo ha comprendido usted —respondió Corless—. No vamos a buscar refugio en la Tierra. La nave dispone de combustible y de provisiones para volar hasta los planetas... y más allá de nuestro sistema solar, si es necesario.

Sam Jones irguió bruscamente la barbilla.

—¡Entonces, Gabriel, condúzcanos a ellos!

Alrededor de la mina desierta zumbaba un enjambre de helicópteros. Habían acudido desde todas las direcciones, transportando más patrullas. La Federación sabía que allí había algo, aunque ignoraba lo que era. En el exterior de la mina hormigueaban los soldados; y en su interior luchaban por abrirse paso.

De repente, la montaña fue sacudida por una serie de terribles explosiones, y en su cima se abrió un oscuro agujero. Los helicópteros volaron rápidamente hacia allí.

La enorme nave surgió majestuosamente a través del agujero. Ascendió y ascendió, ganando velocidad. El sistema de propulsión no era visible, aunque no consistía en cohetes. Desde las mirillas de observación, numerosos rostros miraban hacia abajo.

Los pilotos de los helicópteros, acuciados por órdenes frenéticas, disparaban contra la nave. Los proyectiles se estrellaban inútilmente contra una coraza de acero. La nave continuó ascendiendo.

Sam Jones tenía el rostro pegado a una de las mirillas de observación. Uno de los helicópteros estaba realizando un terrible esfuerzo a fin de mantenerse a la altura de la nave espacial.

Por primera vez en mucho tiempo, Sam Jones soltó una carcajada.

—Tendréis que veros las caras con los hijos de mis nietos —dijo—. Voy en busca de un rincón donde pueda instalarme. Tendréis que veros las caras con mis descendientes.

Era una tontería, sí; y Sam Jones lo sabía. Sus nietos serían dueños de sus propias decisiones; y para ellos, que heredarían planetas, las guerras intestinas de un planeta menor llamado Tierra podrían carecer de importancia.

A su lado, Jean Crane sonrió.

En el suelo de la nave, Piernas Gordas trataba de arrastrarse sobre manos y rodillas, sin conseguirlo. La aceleración le desconcertaba. Pero seguía intentándolo. Se caía una y otra vez, y se levantaba riendo, para intentarlo de nuevo, adaptándose a la nueva vida que acababa de empezar.

Sam Jones se sintió embriagado por la vibración de la nave. Una vibración provocada por una poderosa fuerza que le conducía a un último refugio, que no era para una noche..., sino para siempre.

"Hemos perdido un continente... y ganado las estrellas", susurró.

Parecía una excelente transacción.

Ahora: CERO

J.G. Ballard

Usted me preguntaba cómo descubrí este poder absurdo y fantástico. Como al doctor Fausto, ¿me lo otorgó el mismísimo Diablo a cambio de mi alma? ¿Lo obtuve acaso por medio de algún extraño objeto talismánico —un ojo de ídolo, una pata de mono— desenterrado de un viejo baúl o legado por un marinero moribundo? ¿O me lo habré encontrado mientras investigaba las obscenidades de los Misterios Eleusinos y de la Misa Negra, percibiendo de pronto todo el horror y magnitud de ese poder entre nubes de incienso y humo sulfuroso?

Nada de eso. En realidad el poder se me reveló de manera bastante accidental, en el curso de trivialidades cotidianas: se me apareció disimuladamente en las puntas de los dedos, como un talento para el bordado. Fue algo tan inesperado, tan gradual, que tardé en darme cuenta.

Y ahora usted preguntará por qué tengo que contarles todo esto, describir el increíble y todavía insospechado origen de mi poder, catalogar libremente los nombres de mis victimas, la fecha y la forma exacta de esas muertes. ¿Estaré tan loco que busco realmente justicia: el proceso, el birrete negro y el verdugo que me salta a la espalda, como Quasimodo, y me arranca de la garganta la campanada de la muerte?

No (¡ironía perfecta!), la extraña naturaleza de mi poder es tal que puedo difundirlo sin temor a todos aquellos que deseen oírme. Soy esclavo de ese poder, y cuando lo describo no hago más que servirlo, llevándolo fielmente, como se verá, a su conclusión definitiva.

Pero empecemos por el principio.

Rankin, mi superior inmediato en la compañía Seguros Siemprevida se transformó en el desgraciado instrumento de ese destino que me revelaría el poder.

Yo detestaba a Rankin. Rankin era engreído y terco, de una vulgaridad innata, y había alcanzado la posición que ocupaba ahora mediante una astucia de veras desagradable, negándose una y otra vez a recomendar mi ascenso a los directores. Había consolidado su puesto de gerente de departamento casándose con la hija de uno de los directores, una bruja horripilante, y era por lo tanto invulnerable.

Nuestra relación tenía como fundamento el desprecio mutuo, pero mientras yo aceptaba mi papel, convencido de que mis propias virtudes se impondrían al fin a la atención de los directores, Rankin abusaba deliberadamente de su posición, ofendiéndome y denigrándome en cuanta oportunidad se le presentaba.

Rankin socavaba sistemáticamente mi autoridad sobre el personal de secretaria, que tácitamente estaba bajo mis órdenes, nombrando caprichosamente a los empleados. Me daba trabajos largos y de poca importancia, que me aislaban de los demás. Pero principalmente trataba de molestarme con impertinencias. Cantaba, silbaba, se sentaba en mi mesa mientras charlaba con las dactilógrafas; luego me llamaba a su despacho y me hacia esperar mientras leía en silencio todos los papeles de un archivo.

Aunque yo trataba de contenerme, mi odio por Rankin era cada vez más despiadado. Salía de la oficina hirviendo de cólera, y hacia todo el viaje en tren con el periódico abierto, pero la rabia no me dejaba leer. La indignación y la amargura me arruinaban las noches y los fines de semana.

No podía evitar que en mi mente nacieran pensamientos de venganza, sobre todo cuando sospeché que Rankin estaba dando a los directores informes desfavorables sobre mi trabajo. Pero era difícil encontrar una venganza satisfactoria. Por último la desesperación me llevó a adoptar un método que me parecía despreciable: el anónimo; no a los directores, pues sería muy fácil descubrir el origen de las cartas, sino a Rankin y a su mujer. Las primeras cartas, con las acostumbradas denuncias de infidelidad, nunca las envié. Me parecían ingenuas, inadecuadas, obra evidente de un paranoico rencoroso. Las guardé bajo llave en una pequeña caja de acero, más adelante las redacté de nuevo, suprimiendo las crudezas más gastadas y cambiándolas por algo más sutil: insinuaciones de perversión y obscenidad que dejasen huellas profundas e inquietantes en la mente del lector.

Mientras escribía la carta a la señora Rankin, enumerando en un viejo cuaderno las cualidades más despreciables de su marido, descubrí que el lenguaje amenazador del anónimo (que es en verdad una rama especializada de la literatura, de normas ya clásicas y recursos apropiados y lícitos), y el ejercicio de la denuncia, la descripción de las maldades y la depravación del sujeto descrito y de la terrible venganza que le aguardaba, me producían un curioso alivio. Desde luego, este tipo de catarsis es bien conocido por todos aquellos que acostumbran hablar de sus experiencias desagradables con el sacerdote, el amigo o la esposa, pero para mí, que llevaba una vida solitaria y desamparada, ese descubrimiento me conmovió particularmente.

Fue entonces cuando adopté la costumbre de escribir todas las noches, ya de vuelta en casa, un breve resumen de las perversidades de Rankin, analizando sus motivos y anticipando incluso las ofensas y las injurias del día siguiente. Todo eso lo vertía en forma de narración, y me permitía una gran libertad, introduciendo diálogos y situaciones imaginarias que subrayaban el comportamiento atroz de Rankin y mi estoica paciencia.

Esta compensación fue oportuna, pues la campaña de Rankin aumentaba día a día. Se volvió abiertamente insultante; criticaba mi trabajo delante de los empleados y hasta amenazaba con quejarse a los directores. Una tarde me enfureció tanto que estuve a punto de agredirlo. Corrí a casa, abrí la caja, y busqué alivio en mis diarios. Escribí página tras página, reproduciendo en la narración los sucesos del día, adelantándome luego a nuestro encuentro final de la próxima mañana, y culminando en el accidente que me salvaría del despido.

Las últimas líneas decían:

...Poco después de las dos de la tarde siguiente, mientras espiaba como siempre desde la escalera del séptimo piso a los empleados que regresaban tarde del almuerzo, Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo.

Mientras escribía, pensé que esta escena imaginaria no era otra cosa que una justicia todavía insuficiente, pero lejos estaba de sospechar que ahora tenía entre mis dedos un arma de enorme poder.

Al día siguiente, cuando volvía a la oficina después de almorzar, me sorprendió encontrar junto a la puerta a un pequeño grupo de gente, un patrullero y una ambulancia detenidos en la calle. Mientras subía los escalones unos policías salieron del edificio, abriendo paso a los enfermeros que llevaban una camilla; le habían echado encima una sábana que mostraba las formas de un cuerpo humano. No se le veía la cara, y por las conversaciones que oí deduje que alguien había muerto. Aparecieron dos de los directores, sorprendidos y consternados.

—¿Quién es? —pregunté a uno de los chicos de la oficina que había venido a curiosear.

—El señor Rankin —me susurró. Señaló el hueco de la escalera—. Resbaló junto a la baranda del séptimo piso, cayo al vacío y rompió una baldosa grande junto al ascensor...

El muchacho siguió hablando pero yo me volví, aturdido por la violencia física que flotaba en el aire. La ambulancia partió, la gente se dispersó, los directores regresaron a sus despachos, intercambiando gestos de asombro y pesar con otros miembros del personal, los porteros se llevaron los trapos y los baldes; atrás quedó una mancha roja y húmeda, y la baldosa destrozada.

Una hora más tarde yo estaba repuesto. Sentado frente al despacho vacío de Rankin, mirando a las mecanógrafas que caminaban como perdidas de un lado a otro, aparentemente sin poder convencerse de que el jefe no volvería nunca, sentí que el corazón se me encendía y cantaba. Me transformé: acababan de quitarme de encima aquel peso agobiante; se me tranquilizó la mente, las tensiones y la amargura desaparecieron. Rankin se había ido, al fin. La época de injusticias había terminado.

Contribuí generosamente a la colecta que se hizo en la oficina; asistí al entierro, gozando por dentro mientras el féretro se hundía en la tierra, sumándome groseramente a las expresiones de pesar. Me preparé a ocupar el escritorio de Rankin, mi legitima herencia.

No es difícil imaginar mi sorpresa unos pocos días después cuando Carter, un hombre más joven y de mucha menos experiencia, considerado en general como mi subalterno, fue promovido para ocupar el sitio de Rankin. Al principio me sentí desconcertado; no podía entender la lógica tortuosa que ofendía de ese modo todas las leyes de la precedencia y los méritos. Concluí que Rankin me había denigrado con verdadera eficacia.

Sin embargo, acepté el desaire, le ofrecí a Carter mi lealtad y lo ayudé a reorganizar la oficina.

Superficialmente esos cambios fueron menores. Pero más adelante me di cuenta de que eran mucho más deliberados de lo que habían parecido al principio, y que trasladaban a manos de Carter la mayor parte del poder dentro de la oficina, dejando en mis manos el trabajo de rutina que nunca salía de la sección y que por lo tanto no llegaba a manos de los directores. También vi que durante el último año Carter se había estado familiarizando cuidadosamente con todos los aspectos de mi tarea y que se atribuía a si mismo trabajos que yo había hecho durante la época de Rankin.

Por último desafié abiertamente a Carter. Lejos de mostrarse evasivo, Carter recalcó simplemente mi papel subalterno. Desde entonces ignoró mis intentos de reconciliación y me acosó sin descanso.

El insulto final llegó cuando Jacobson se incorporó a la sección ocupando el antiguo puesto de Carter y fue oficialmente nombrado ayudante de Carter.

Esa noche saqué la caja de acero donde guardaba las notas de las persecuciones de Rankin y describí mis sufrimientos a manos de Carter.

Hice una pausa, y la última anotación en el diario de Rankin me llamó la atención:

...Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo.

Las palabras parecían estar vivas, con unos vibrantes y extraños armónicos. No sólo predecían con notable exactitud la suerte de Rankin: tenían también una peculiar fuerza compulsiva y magnética, que las separaba nítidamente del resto de las notas. En algún sitio dentro de mi cerebro, una voz, inmensa y sombría, las recitó lentamente.

En un repentino impulso volví la página, busqué una hoja en blanco y escribí:

...A la tarde siguiente Carter murió en un accidente de tráfico frente a la oficina.

¿Qué juego infantil era ése? Tuve que sonreír: me sentía primitivo e irracional, como un brujo haitiano que traspasa con alfileres una imagen de barro.

Yo estaba en la oficina, al día siguiente, cuando un chillido de frenos en la calle me clavó en la silla. El tráfico se detuvo bruscamente y hubo un repentino alboroto seguido de silencio. Sólo el despacho de Carter daba a la calle; Carter había salido hacia media hora; nos apretamos detrás del escritorio asomándonos a la ventana.

Un coche había patinado, atravesándose en la acera, y un grupo de diez o doce hombres lo levantaba ahora llevándolo a la calle.

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