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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (4 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—Cuando se acordaban, me daban de comer y de beber. Pero ni el agua ni el alimento eran precisamente del día.

Cuando Gair mordió la coca de chicharrón, experimentó una explosión de sabor en el paladar. Maravillosa. Nada que le hubiesen servido en la sala de banquetes del emperador habría podido superarla.

—¿Cuánto tiempo te tuvieron preso?

El joven se encogió de hombros antes de responder.

—Me arrestaron el día de San Saren, en primavera. ¿Qué día es hoy? He perdido la cuenta.

—El cuarto pasada la canícula.

Gair dejó de masticar. Tres meses. Y algo. Un centenar de días, una eternidad en esa celda forrada de hierro. Desaparecidos. Tragó con dificultad. Alderan lo observó, jugando con el cuchillo que tenía en la mano.

—Por lo general la curia no tarda tanto en alcanzar una decisión. Tú debiste ponerles en un buen brete.

—Supongo.

Aunque la pregunta era bastante sencilla, Alderan no la había formulado directamente. Gair apuró el vaso de leche después de dar el último bocado a la coca, y luego se sirvió otro. A continuación probó el rosbif, que enrolló con los dedos. No se había enfriado, y goteaba de él una suculenta salsa. Extendió la mano para alcanzar otro pedazo.

—¿Desde cuándo eres capaz de oír la música?

—¿Qué música? —preguntó Gair, mientras pensaba: «De modo que lo sabe».

—Se extendió por la ciudad el rumor de que los caballeros iban a sentenciar a un brujo. Sólo una persona salió por la Puerta del Traidor, arrojado como una alfombra vieja. —Alderan mordió uno de los trozos de manzana que había cortado—. ¿Desde cuándo eres capaz de oír la música? —insistió con la boca llena.

—No sé a qué te refieres.

Otro corte de manzana siguió al primero.

—Suele manifestarse por primera vez a los diez u once años, dos arriba dos abajo, aunque a menudo se producen signos antes. Cobra mayor fuerza cuando al joven le cambia la voz, o el pelo le crece en brazos y piernas como la mala hierba después de llover. Luego aprende a usarla, en cierto modo. Al principio son cosas pequeñas, como encender velas, pero poco a poco cobra fuerza en su interior hasta que aprende a controlarla, antes de que ella acabe controlándolo a él. —Un tercer pedazo de manzana precedió a la sonrisa de Alderan—. ¿Qué tal lo estoy haciendo?

Lo sabía. Gair no supo decir cómo, ni quién era ese hombre, pero había descrito el proceso como si lo hubiera leído en un libro. Extendió la palma de la mano sana en la superficie de la mesa como si con ello pudiera evitar caerse de la silla. La habitación había oscilado sobre el eje de la vertical y ya no sabía distinguir lo que estaba arriba de lo que estaba abajo.

—Te has acercado bastante. ¿Cómo lo sabes?

—Siempre sucede del mismo modo. Más o menos. He conocido a otros como tú, y sus historias sólo se diferencian en los detalles. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?

—No creo que vaya a sorprenderte.

—Cuéntamelo de todos modos. Así tenemos algo de que hablar mientras comemos. —Alderan terminó la manzana—. ¿Te han puesto mostaza? Ese rosbif tiene muy buena pinta.

«¿Cómo es posible que no le dé ninguna importancia? La magia es pecado mortal: yo condenado por toda la eternidad, ¡y mientras él podría estar hablando del precio del grano! ¿Cómo es posible que sepa tanto acerca de mi vida?»

Desconcertado, bregando con el inicio de un nuevo dolor de cabeza, Gair se lo contó.

—Empezó a manifestarse cuando era pequeño, puede que a los cinco años. Me colé en la despensa en busca del mazapán, pero era demasiado pequeño para alcanzar la jarra, que estaba al fondo del estante. Lo intenté hasta que extendí las manos y deseé con todas mis fuerzas que la jarra se moviese hacia mí. Comí tanto que acabé vomitando en la alfombra preferida de mi madre adoptiva.

—¿Le contaste lo sucedido?

—No me creyó. Pensó que una de las doncellas me había dado la jarra, o la había puesto a mi alcance. Insistí en que mi historia era la verdad. No quería que las doncellas tuvieran problemas por algo que no habían hecho, pero no sirvió de nada. El aya me zurró con la zapatilla por contar mentiras.

—¿Y qué pasó después?

Gair se rascó la frente. El dolor de cabeza se le había sentado tras los ojos, no era jaqueca, sino un dolor sordo, como pinchazos en el cerebro.

—Ah, pues más o menos lo que has contado. Empecé por cosas sin importancia. Podía encender la luz sin tener la vela al alcance de la mano, o prender fuego sin yesca y pedernal. La música llegó después, el verano siguiente de mi décimo cumpleaños.

Al principio fue emocionante tener un secreto que nadie conocía. Había pasado horas practicando en lugares apartados con una vela tomada de la despensa de la castellana, a pesar de que sabía que recibiría algo más que una simple azotaina si lo descubrían. Al cabo de un tiempo empezó a escuchar la música, al principio sólo cuando practicaba la magia, pero después fue continuamente, cosida a su conciencia cada segundo del día. Más adelante, las llamas se negaron a prenderse cuando él se lo pidió, y las velas saltaron en mil pedazos de ardiente cera. Al cabo, la música se convirtió en chillido.

—¿Cómo acabaste en la casa materna?

Como era mayor para la guardería, tuvo cuarto propio, arriba, bajo el tejado. Se había acostumbrado a la intimidad, y a encender una luz cuando se apagaba la vela para seguir leyendo. Se había sumergido en las páginas de
El príncipe Corum y los cuarenta caballeros
pasada la medianoche, cuando la castellana Kemerode llamó a su puerta para recordarle que era hora de dormir. No había oído los golpes, ni cómo se abrió la puerta, pero sí oyó el grito que dio ella al ver la luz que le alumbraba la lectura.

«¡Aberración!» El horror la hizo formar una «o» con los labios, mientras se santiguaba con mano temblorosa. «¡Ay, por la dama, traed al lector, rápido! El muchacho es un vástago de la sombra.»

Y eso fue lo que sucedió. Su madre adoptiva derramó en silencio amargas lágrimas, mientras el marido daba rienda suelta a su enfado por el modo en que Gair había recompensado el techo que habían puesto sobre su cabeza y la comida que le habían servido en el plato. Entonces acudió el lector. Antes de que hubiera pasado un día, montaron a Gair a caballo y lo enviaron al norte. No era más que un joven que aferraba una espada muy pesada y larga contra el pecho, agradecido por la lluvia que le caía en el rostro, lluvia que evitaba que el saco de huesos de vicario que viajaba en la parte de atrás de la silla lo viese llorar.

La ira y la vergüenza brillaron de nuevo con luz mortecina, y la humillación relampagueó como ascuas avivadas. Aún le dolía, a pesar del tiempo transcurrido.

—¿Gair?

—Me despisté. —No lo expresó con la locuacidad que pretendía—. El ama me pilló con la luz que había conjurado, por tanto la familia no pudo seguir albergándome. A falta de una solución mejor, confiaron mi educación a la Iglesia. Y mira lo que pasó.

—¿Qué edad tenías?

—Once años. —Gair tomó con la yema del dedo las migajas que había dejado el queso, y la lamió—. Por tanto tampoco te equivocaste en eso.

—Y te las apañaste para mantenerlo en secreto durante ¿cuánto? ¿Otros diez años?

—Hasta que alguien me vio cuando me creía a solas. Fue uno de los otros novicios, creo. Se fue corriendo a ver al Anciano Goran, y Goran presentó los cargos. Los alguaciles acudieron esa noche, a la hora de cenar.

Lo sacaron a rastras del refectorio, para que el resto de los novicios, que dejaron caer las cucharas por el asombro, pudiera ver con quién habían convivido. Había sentido el peso de las miradas de sus amigos mientras se lo llevaban. Nadie había pronunciado una palabra.

El dolor de cabeza había empeorado. Era un dolor interno de tal intensidad que le impedía pensar con claridad. Gair volvió a masajearse la frente.

—Creo que ya conoces el resto.

—En su mayor parte, al menos. ¿Te encuentras bien?

—No es más que un fuerte dolor de cabeza, no te preocupes.

—¿Está ahí la música?

—No. Desde esta mañana no he vuelto a escucharla. —Se pellizcó el puente de la nariz y deslizó los dedos, hasta las cejas—. Por los santos que es como una picadura de avispa.

—¿Qué? —preguntó Alderan, arrugando el entrecejo.

—Me refiero al dolor de cabeza. Es como tener avispas bajo la piel.

—¿Cuánto hace que te sientes así?

—No mucho, puede que unos diez minutos. ¿Por?

El anciano hizo a un lado el plato y se levantó.

—Tenemos que irnos. Vamos.

—Pero ¿qué pasa?

—Corre el rumor de que Goran dispone de un cazabrujos —explicó Alderan—. Y creo que acaba de ganarse el jornal.

3

EL MASTÍN DE GORAN

E
l pánico batió un ala a la altura del pecho de Gair.

—Voy a necesitar algo de ropa.

—Ya me he encargado de ello.

Alderan señaló un bulto que descansaba sobre el banco situado junto al hogar. Envuelto por una recia capa de invierno, Gair encontró varias camisas, un par de calzones y un jubón de zalea, todo ello perfectamente limpio a pesar de no ser nuevo. Aquella ropa le pertenecía.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó. Todo estaba ahí, incluida la ropa interior. Incluso las botas.

—Gracias a las limosnas del capellán. Di a entender que la orden te debía algo de caridad. Me parece que esto también es tuyo.

Alderan desató un amplio cinto del respaldo de la silla. Del cinto colgaba una espada de hoja larga enfundada en una sencilla vaina de cuero que colocó junto a los platos.

Gair dejó la ropa y regresó a la mesa. La espada era el arma sencilla de un soldado, sin adornos, con tachones en el puño para asegurar el agarre y una piedra de feldespato engarzada en el centro a modo de adorno. El cinto oscuro era más flexible de lo habitual debido al uso, gastado bajo la hebilla. De todas las cosas confiscadas por los alguaciles del preboste cuando lo arrestaron, aquél era el único objeto que realmente había querido recuperar, aunque fuese tan modesto como el resto. Acarició la empuñadura con los dedos.

—No pensé que volvería a verla.

—¿Tiene valor para ti?

—Es lo único que tengo que realmente me pertenece. La Iglesia me dio el resto.

—Ya me lo agradecerás después. Tenemos que ponernos en marcha. —Alderan sacó de un armario las alforjas y las mantas, y lo amontonó todo en el suelo—. ¡Aprisa, leahno!

Gair aflojó la espada y tiró de ella hasta dejar una parte al desnudo. El pesado acero de doble hoja relució bajo el lustre que le proporcionaba una fina capa de aceite. Oyó de nuevo la voz de su padre adoptivo, dura, rasposa: «Tómala, con el tiempo quizá puedas darle uso. Si la diosa te da el coraje necesario, caerás empuñándola». Deslizó de nuevo la espada en la vaina hasta la empuñadura.

—Gracias, Alderan, no sé cómo recompensar toda tu amabilidad.

El anciano restó importancia a sus palabras con un gesto, acompañado por un encogimiento de hombros.

—No hace falta. No estaba dispuesto a dejarte allí, y estoy convencido de que si nuestros papeles se hubiesen invertido tú habrías hecho lo mismo.

—Hasta que eso suceda estoy en deuda contigo.

—Considéralo un préstamo, pues. Cuando se me ocurra algo que puedas hacer por mí, te lo diré y así estaremos en paz. ¿Hecho?

—Hecho.

—Una vez satisfecho el honor, ¿vas a vestirte de una vez, por el amor de los santos? —Algunos útiles para acampar se sumaron a la pila con estruendo de latón—. ¿O tienes planeado enfrentarte al cazabrujos llevando sólo una túnica que apenas te cubre las pelotas?

En cuanto salieron del establo, Gair sintió las miradas. Aunque no veía a nadie mirarlo, y por lo que Alderan le había contado de lo sucedido a la salida de la casa materna, el afeitado y la ropa lo volvían irreconocible, por mucho que imaginara que los extraños lo observaban. Se rebulló en la silla.

—Todo el mundo me está mirando.

—No es verdad, confía en mí —murmuró el anciano a modo de réplica—. Relájate. Haz como si disfrutaras del paseo y estaremos fuera de la ciudad antes de que te des cuenta.

—Para ti es fácil decirlo —masculló Gair—. A ti no te han sentenciado a muerte.

Observó a la multitud que los rodeaba mientras se abrían paso por la concurrida encrucijada. El caballo prestado echó la cabeza atrás, forcejeando con el bocado.

—Son imaginaciones tuyas. Por los santos, muchacho, ¡respira! Estás tan tenso como una monja en una taberna de mala nota.

—No puedo evitarlo.

—Lo sé, pero estás incomodando al caballo y si sale disparado sí llamarás la atención.

Gair hizo un esfuerzo por mantenerse quieto en la silla. La mano derecha, con la que sostenía las riendas, descansaba en el muslo, y dejó que las caderas se adaptaran al ritmo del paso del caballo, en lugar de compensarlo. Para cuando llegaron al extremo opuesto del mercado del maíz y giraron al oeste, hacia la puerta de Anorien, el caballo andaba con mayor desenvoltura. Alderan le dirigió una inclinación de cabeza.

—Mucho mejor. Cuando te comportas como si tuvieras todo el derecho del mundo a estar en un lugar, la gente da por sentado que lo tienes. Por lo general, creemos lo que ven nuestros ojos.

—Hablas como un ratero.

—Pero no tengo aspecto de serlo, ¿verdad? El mejor ratero es quien tiene aspecto de ser un ciudadano normal y corriente. Comportarse de forma sospechosa es el modo más rápido de llamar la atención sobre uno mismo.

—Aún me siento como si todos nos estuvieran mirando.

El anciano rió entre dientes.

—¿Sabes cuánta gente franquea a diario esa puerta? ¿En una hora? Miles de personas. A simple vista seremos invisibles.

«Si sintiera la mitad de esa confianza…» Gair miró en torno, pero en esa ocasión lo hizo sin afectación alguna, proporcionándose un lugar donde reposar la vista que no fueran las orejas de su caballo. Nadie parecía prestarle atención, aunque cada vez que alguien cruzaba la mirada con él no podía evitar sentir una breve incomodidad.

—¿A qué distancia está la puerta?

—A menos de una milla. Mira, puedes ver las torres.

Siguió el gesto que hizo Alderan con la barbilla. Dos torres grises de planta cuadrada se dibujaban apenas en el extremo de la calle, con estandartes blancos flameando como plumas recortadas contra el cielo. El sol se hallaba a un palmo sobre ellas. Había tiempo de sobras, aunque estaba convencido de ver cómo se hundía poco a poco ante su mirada.

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