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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (7 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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El portal no quedaba muy lejos. El umbral hacía cosquillas a la conciencia de Masen, que jugueteaba con el clavo del bolsillo. Existían en la región varios portales, cuya ubicación había trazado hacía tiempo. Ése era uno de los situados a mayor altura, pues se encontraba en las montañas Brindling. Aún no había tenido motivos para sellar los que se hallaban más alejados. Aunque la hondonada era fértil y estaba bien irrigada, poca gente se había establecido en aquella región, y las granjas abandonadas de quienes lo habían intentado se repartían por la llanura.

Demasiados fantasmas. De reinos muertos, de antiguas batallas arrancadas del terreno como grisú. La perfidia y la desesperación pervivían en el ambiente, perturbaban el sueño del hombre y le encanecían el pelo hasta que un día subía todas sus pertenencias a un carro y abandonaba sus campos para regresar a cualquier erial. Esas llanuras eran fértiles porque estaban empapadas por siglos de sangre.

Puestos a creer en leyendas, primero Slaine, luego la ciudad-estado de Milanthor, habían intentado reclamar para sí la totalidad de las llanuras septentrionales. El centenar de torres había servido de nidos para los cuervos. Luego el ejército de Gwlach, al sureste de allí. En el Desfiladero de Riannen los caballeros habían acabado finalmente con ellos, para después empujarlos a emprender una sangrienta retirada a través del paso del Silbador. El ambiente nocturno estaba cargado con el peso de sus sombras.

Masen emprendió el ascenso de la pendiente usando las raíces y ramas para impulsarse. Envidiaba la agilidad del ciervo, cuyas pezuñas hacían pie entre las rocas donde nunca encajaban las torpes botas. Una sonrisa cansada le dividió el rostro.

—¡Ten paciencia con este anciano, mi príncipe!

El ciervo resopló. Y ahora, ¿quién era la presa y quién el cazador?

En lo alto de la ladera, la maleza desaparecía por completo hasta que el terreno quedaba pelado. A la izquierda las montañas seguían alzándose hacia los picos elevados y, más allá, Fjordain, con los pies en el mar y las altas cabezas blancas rozando las nubes. A la derecha, el nudoso espinazo de la cresta se fundía en el bosque y las llanuras lejanas. El viento, hiriente, prometía nevadas y arrastraba hasta el lugar trombas de agua.

Junto a Masen, el ciervo tiraba hacia adelante. La correa le dejaba marca en el pelaje.

—De modo que entraste por aquí, ¿eh? —preguntó. Soltó un poco más de correa y el animal avanzó hasta donde pudo, con los ojos clavados en la invisible cascada.

Tendría que sellar el portal a su espalda. No podía arriesgarse a que el animal acudiera a ese mundo para refugiarse cuando empezara la cacería. No podía permitir que regresara a voluntad. El equilibrio sufriría las consecuencias, a menos que algo procedente de allí franqueara el Velo para adentrarse en el Reino Oculto a modo de intercambio, lo cual constituía un riesgo tremendo. Cosas pequeñas, objetos inertes como piedras o ramitas, podían pasar de un lado a otro sin daños, pero un animal grande era arena de otro costal.

Además, el ciervo era un animal poderoso. Su presencia pesaba en el mundo tanto como Masen sentía el peso de las piedras en sus bolsillos. Se sirvió del canto para mirarlo. Estaba esculpido en luz blanquiazulada, música fría, tumultuosa, un río helado de energía que lo distorsionaba todo a su alrededor. No pertenecía a ese lugar y jamás lo haría.

Anduvo hasta el borde y se asomó a las rugientes aguas del río. Que él supiera no tenía nombre; si alguna vez lo había tenido, se había convertido en polvo junto al cartógrafo que había trazado su curso. El agua gris y blanca fluía por un desfiladero angosto, cuyas paredes relucían cubiertas de restos de hielo. La senda de roca fracturada había adoptado forma de escalera compuesta por peldaños bajos y conducía a una garganta, donde terminaba a un centenar de yardas de distancia. Allí se abría sin más, y el río fluía sobre la crin de una yegua de espuma que el viento convertiría en lluvia mucho antes de que llegase al suelo.

La cascada del cazador, supuso. Llamaba la atención que los paisajes del Reino Oculto coincidieran con los del mundo. Por lo general constituían un eco, distorsionado por el tiempo y la distancia hasta que apenas podía reconocerse por lo que había sido. Los bosques eran más ancianos, o jóvenes, o tenían otras facciones sutilmente reestructuradas para que fuesen más agradables a las criaturas que los habitaban. Los ríos cambiaban su curso, cuando no se convertían en lagos, eso si no acababan secos por completo. De vez en cuando había congruencias, lugares como ése donde ambos reinos podían cruzarse, y era en ellos donde se abrían los portales.

Masen empezó a bajar por el sendero con mucho cuidado, seguido por el ciervo. Tendría que acercarse más a la cascada para localizar el portal. Ése parecía ser el único modo, y el hielo húmedo no perdonaba errores. Tendría que darse prisa… pero andar lentamente. Y así, con un cauteloso paso tras otro, descendió hasta la hendidura.

El rugido del río le aporreaba el oído, confinado y amplificado por las paredes rocosas. La rociada, hiriente como un millar de agujas, le alcanzó el rostro y le empapó la ropa. Detrás oyó que el ciervo resoplaba excitado, y se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. El agua había convertido su cornamenta en plata líquida, y cubierto de gotas como perlas el pelaje; su aspecto era tan hermoso que a Masen le dolía el alma verlo, pero el encanto de las criaturas ocultas era traicionero. Le dio de nuevo la espalda y, con la mandíbula apretada, siguió avanzando por el sendero.

El umbral ejercía una atracción mayor. El ciervo también percibió algo y tiró con más fuerza de la correa, y sus pasos golpearon la roca con el tintineo de las pezuñas de plata. Resopló de nuevo, ansioso por desaparecer. Sentía el olor del hogar en las fosas nasales, algo que escapaba a Masen entre el agua y el pino y la fría roca húmeda. Casi se hallaban en las cascada; el viento soplaba con fuerza a su alrededor, recordándole que se encontraba peligrosamente cerca del vacío. Sacó del bolsillo un clavo de herradura y lo sostuvo del hilo del que colgaba. El clavo se inclinó de inmediato para señalar la cascada. Había llegado al lugar adecuado: sobre la cascada había un portal que seguía abierto al Reino Oculto.

Devolvió el clavo al bolsillo, donde presionó con insistencia el tejido de la casaca. Luego, con un pensamiento retiró la correa del ciervo y aflojó la presión que ejercía sobre el canto.

—Ha llegado la hora de volver a casa —dijo.

El ciervo echó la cabeza hacia atrás y soltó un balido más agudo que el del alce macho, grave y menos ronco que el del venado, pero tanto o más sobrenatural. Juntó los cuartos traseros y se arrojó pendiente abajo en dirección a la catarata. Dio un salto, luego otro, y de algún modo se las apañó para hacer pie en la roca cubierta de hielo, hasta que al fin se adentró en la cañada. Un halo brillante lo rodeó como si el sol atravesara las nubes y se reflejara en cada gota de agua que le cubría el pelaje. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—Que la diosa te dé alas, mi príncipe —murmuró Masen sin quitarle ojo.

A pesar del tiempo transcurrido, le asustaba ver a una de las criaturas del Reino desaparecer sin dejar rastro a través del portal, sobre todo si lo hacía por un lugar que no daba a tierra firme. Tendría que haberse acostumbrado, pero aún le ponía los pelos de punta.

Recorrió el camino de vuelta por el sendero hasta llegar al borde de la garganta, descendiendo por la ladera. La ropa le colgaba de las extremidades empapada de agua. Para cuando regresó al campamento estaba aterido. Tendría que dejar para más adelante lo de sellar el portal. Incluso con las cuerdas y los útiles de escalada, llegar solo le resultaría imposible. Sería más sencillo destruir la piedra del umbral, siempre y cuando diera con su paradero, aunque provocaría en el Velo un feo desgarrón que, de hecho, sería mucho más peligroso que un portal desprotegido y tardaría el doble de tiempo en remendarlo que en sellar el portal de la manera apropiada.

Pero por ahora eso tendría que esperar. Tenía algo mucho más apremiante que hacer. Masen se deslizó entre los árboles. Había que avisar a la orden. Veinte días al galope por Caminoverde hasta el brazo superior del Gran Río, donde subiría a bordo de un barco. Astolar estaba cerca, pero con el tumulto en el que estaban sumidos los altos tronos quizá hubieran cerrado sus fronteras. No podía permitirse pasar semanas vagabundeando por las colinas de Astolar, incapaz de dar con el camino de salida si la corte blanca optaba por aislarse. El camino ya sería lo bastante largo y arduo de por sí.

No, tendría que ir por Caminoverde, y después al sur. Estaba convencido de ser capaz de hallar algún barco. Demonios, conseguiría pasaje aunque tuviera que enrolarse como marinero, y no sería la primera vez; cualquier cosa que lo enviase de camino a la flota. Si era verdad que el Velo se volvía cada vez más tenue, no tenía tiempo que perder.

5

MAGIA

M
agia. Eleva su tono y se manifiesta con múltiples voces. Se extiende alrededor de Gair, el tiempo adopta un ritmo más lento y los detalles más insignificantes cobran importancia. Se dibujan con dolorosa claridad. Flores de tojo que resplandecen como llamas en la vegetación. Un billón de motas de polvo escarcha el ambiente. Los cascos caen y se alzan como si atravesaran melaza, cada golpe suena con estruendo en su cabeza, como la caída de los imperios.

«Ay, diosa, ayúdame.»

El sol le hiere los ojos. Todo lo que ve es rojo. Rojo como pétalos de rosa, como la sangre que empapa a los caballeros y cubre de vísceras la punta de sus lanzas. El capitán de Goran hizo un gesto con el brazo para que sus hombres avanzaran, y al hacerlo el cordón del brazo le pareció la rociada de sangre de una vena abierta. Alderan despegó los labios para lanzar un grito pero no surgieron palabras. No había ningún sonido, a excepción del canto que llevaba en el interior y el cosquilleo que le recorría las articulaciones.

«Madre, llena eres de gracia, vida y luz de todo el mundo. Benditos son los mansos que hallarán la fuerza en ti. Benditos los misericordiosos, que en ti hallarán la justicia. Benditos los perdidos, que en ti encontrarán la salvación. Que así sea.»

Los cascos del alazán arrancaron chispas del suelo cuando Gair le hizo volver grupas para encarar el camino que había tomado. Los músculos del animal se perfilaron perfectamente en sus cuartos traseros, y echó las orejas hacia atrás; la escalera de granito era empinada, pero el caballo saltó sin pensarlo. Gair sufrió una fuerte sacudida en la silla, pero logró mantenerse en ella. El caballo se dispuso a dar otro salto.

Confiar en el caballo. Tenía que confiar en el caballo. Confiar en el caballo confiar en el caballo.

«Santa madre, no quiero morir.»

Un salto más y Gair se vio de vuelta en el camino. Lo envolvía una polvareda, y tenía una sensación de hormigueo en todo el cuerpo. La magia llenaba todo su ser; estaba hinchado, rebosaba, era como un pellejo de vino a punto de reventar. Cantaba para él. Su mente gritaba horrorizada por su pecado, pero era demasiado tarde para luchar: se sentía indefenso ante la magia. Tenía que usarla antes de que lo consumiera. Echaría a volar, saltaría hecho pedazos con el destello cegador de un relámpago y…

Desapareció. La normalidad se impuso con tal fuerza que se quedó sin aliento. Encogido sobre el cuello del caballo, aspiró aire con fuerza y acabó tosiendo debido al polvo. Olía a sudor, y podía oír el tintineo de los arneses y los caballos inquietos, además de una alondra que cantaba con dulzura en lo alto. La música, no obstante, había desaparecido. Nunca había hecho nada parecido. Escupió en el camino para aclararse la garganta y se enderezó en la silla. Alderan le puso una mano en el hombro.

—Pero ¿qué demonios te habías propuesto hacer? —le susurró.

—No quiero morir, Alderan. No permitiré que me arresten.

El anciano se inclinó sobre él hasta que sus rostros se hallaron a la misma altura. Frunció las temibles cejas y habló con rapidez mientras los caballeros se recuperaban. No apartó la mano del hombro de Gair.

—Escúchame: hoy nadie va a llevarte a ninguna parte, ¿de acuerdo? Te doy mi palabra. Ahora mantén la calma y, por el amor de la diosa, haz un esfuerzo por controlarte. ¿Me entiendes? —Sacudió el hombro de Gair—. Gair, ¿me estás oyendo?

El joven asintió antes de escupir de nuevo. La música había desaparecido, pero el temor aún le aferraba el corazón con puño de hierro. La mano con que Alderan le pellizcaba el hombro pasó a darle una palmada.

—¿Cuánto falta para la puesta de sol? —preguntó el joven.

—Poco menos de una hora. Los límites de la parroquia distan, más o menos, una milla de aquí. Tenemos tiempo de sobra.

Los caballeros formaron en círculo a su alrededor, con las lanzas prestas. Gair devolvió la espada a la vaina y cobró conciencia de hasta qué punto le dolía la mano. Tenía el vendaje empapado de sangre, y no dejaba de sentir pinchazos en la palma. La apoyó boca arriba sobre el muslo mientras el capitán se quitaba el yelmo y conducía el caballo hacia ellos.

—Quedáis arrestados por orden del Anciano Goran —declaró—. Deponed las armas.

El rostro del cazabrujos asomó entre el capitán y el caballero situado a su derecha, y miró con sus ojos claros a ambos cautivos. Una sonrisa torcida se dibujó en sus facciones, dominadas por una mandíbula estrecha y dientes puntiagudos, como un zorro.

—¿Arrestados? ¿De qué se nos acusa? —preguntó Alderan.

—De entrar sin derecho en propiedad ajena, y de robo.

—¿Entrar sin derecho? —preguntó el anciano, enarcando las cejas—. Es una vía pública.

—Yo no he dicho que hayáis delinquido en este preciso momento. —El caballero sonrió, o al menos dejó los dientes al descubierto—. Entrasteis sin derecho en la finca particular del Anciano Goran cinco millas atrás.

—¡Nos desviamos diez yardas del camino para dar de beber a los caballos! —protestó Gair—. ¿A eso lo llamas tú entrar en propiedad ajena?

El caballero miró a los suyos, que se irguieron en sus sillas.

—Prefiero pensar que puedo llamarlo como me venga en gana.

—Supongo que el robo se refiere al agua que bebieron los caballos.

—Por supuesto que no. El agua es el obsequio de la diosa, dado de buena fe a todos los hombres y animales.

—Entonces, ¿a qué hace referencia esa acusación? —preguntó Alderan—. Porque estarás dispuesto a contárnoslo, ¿no?

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