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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (3 page)

BOOK: Canción Élfica
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Wyn apartó la mirada del escenario para mirar a Kerigan. Si el poeta se había dado cuenta de algo que no fuera el revoloteo de la falda y el movimiento de los pies desnudos, no lo reflejaba su sonrisa maliciosa. El atribulado elfo echó una ojeada a la multitud, esperando encontrar un gesto de disgusto en los bardos más perspicaces, pero comprobó atónito que toda la audiencia observaba la balada con sonrisas que traducían diversión y, lo que era más inquietante, gestos de reconocimiento. Cuando terminó la danza de la gitana, la asamblea estalló en vítores y aplausos entusiastas. Sentado junto a Wyn, Kerigan empezó a emitir silbidos y patear el suelo para mostrar su aprobación.

El elfo se hundió en su asiento, demasiado aturdido para unirse al aplauso general, ni para darse cuenta de cuándo finalizaba. Con un codazo en las costillas, el poeta hizo que Wyn volviera a fijar la atención en el escenario, donde un coro de hermosas sacerdotisas cantaba una balada de exultación a Sune, diosa del amor. Wyn comprobó enseguida que esa balada también había sido alterada.

Una y otra vez se sucedían las historias, y cada balada era diferente de las que Wyn había aprendido según la tradición de los trovadores y que se habían transmitido invariables de generación en generación. Y, sin embargo, no vio que ningún otro bardo mostrara el menor signo de desasosiego. El resto del concierto transcurrió para él como en un duermevela del que no era capaz de despertar. O se había vuelto loco o el pasado había sido reescrito en la mente y los recuerdos de cientos de los bardos más experimentados e influyentes del Norland.

Wyn Bosque Ceniciento no supo qué posibilidad lo atemorizaba más.

1

En el corazón de Aguas Profundas, en una taberna famosa por su cerveza y sus secretos, seis viejos amigos se habían reunido a cenar en un acogedor salón privado. Gruesos muros de piedra y vigas antiguas amortiguaban los sonidos procedentes de la cocina de la taberna y de la bodega, y en el centro de cada una de las cuatro paredes había una robusta puerta de roble, en cuya superficie colgaba una lámpara que proyectaba una tenue luz azulada. Las lámparas, artilugios mágicos que impedían que ningún sonido saliera de la habitación, también servían para que ningún mago inquisitivo pudiera espiar. En el centro del salón había una mesa pulida y redonda, de madera de teca de Chult, y las mullidas butacas indicaban que allí las visitas se prolongaban debido a la comodidad. Una bóveda azul celeste, pálida e incandescente, envolvía la mesa para garantizar que ninguna palabra pudiese escapar de aquella barrera mágica. En una ciudad cuya vida interior se dividía a partes iguales entre riquezas e intrigas, los hechizos múltiples para poder tratar asuntos privados no eran inusuales. De hecho, la escena era bastante habitual, pero los comensales, no.

—Me enteré de ello la otra noche —comentaba Larissa Neathal, una mujer de llamativos cabellos rojizos que, a pesar de lo temprano de la hora, iba envuelta en seda blanca y collares de perlas. Acariciaba el borde de su copa de vino con uno de sus finos dedos mientras hablaba, y el gesto distraído conseguía que el cristal emitiera una nota nítida, fantasmal—. Acompañaba a Wynead ap Gawyin, un príncipe de uno de esos reinos menores de las Moonshae, y me estuvo hablando un rato sobre cosechas que se habían echado a perder en una de las islas. Los campos y praderas que rodean kilómetros y kilómetros los alrededores de Caer Callidyrr se marchitaron de forma misteriosa, ¡en una noche!

—Eso es una desgracia, no una equivocación, pero mientras no alcance a Aguas Profundas, no debemos malgastar lágrimas —intervino Mirt el Prestamista mientras cruzaba los brazos sobre la túnica manchada de comida en un gesto imperativo.

Kitten, una mercenaria con una desgreñada mata de cabello castaño cuya ropa dejaba al descubierto un generoso escote, se inclinó hacia adelante para pinchar en tono de guasa el protuberante estómago de Mirt.

—Hablad por vos, señor Cervezón. Aquellos de nosotros que tenemos gustos más refinados… —Llegada a este punto se detuvo para echar una ojeada tímida alrededor de la mesa— sabemos que esas noticias presagian más penurias para Aguas Profundas que pipas tiene Elminster. —Empezó a enumerar conflictos con sus dedos cuyas uñas estaban pintadas de rojo—. Primero fueron los famosos jardines botánicos del colegio antiguo. De ahí se extrae la asperilla que sirve para elaborar el vino de primavera de las Moonshae que tan bien se vende en la Fiesta del Solsticio de Verano. Sin asperilla, no hay vino, ¿verdad? Las ovejas de más categoría proceden también de esa zona y, si no hay suficiente pasto para ellas, el esquileo de primavera será escaso. Intente convencer a los tejedores, sastres y fabricantes de capas de Aguas Profundas de que ese tema no es de nuestra incumbencia. ¿Y los gremios de mercaderes? No se puede vaciar un orinal en las Moonshaes sin toparse con un puñado de reyezuelos que se afanan por superarse unos a otros comprándose caprichos en nuestros mercados. Si tienen dinero, no hay problema, pero si fallan las cosechas, no lo tendrán. —Alzó una de sus maquilladas cejas—. Puedo seguir enumerando.

—Como siempre —gruñó por lo bajo Mirt, aunque suavizó sus palabras con un guiño bienintencionado.

—También hay problemas en el Sur —intervino Brian con voz queda, mientras apoyaba las callosas manos sobre la mesa. Brian el Maestro de Esgrima era el único en su género que vivía y trabajaba junto a la gente humilde de Aguas Profundas y su sentido práctico, unido a su aguda percepción, lo convertían en el Señor secreto de Aguas Profundas más mundano.

—Las caravanas están perdiendo mercancías a manos llenas. Fuera de los muros de la ciudad se han encontrado viajeros y familias campesinas enteras asesinadas sin que hayan podido levantar una sola espada en su defensa. Parece obra de monstruos, y monstruos que dominan la magia. Las aves han volado hacia el sur y cada vez hay más pucheros vacíos. Los pescadores también tienen problemas: redes rasgadas, capturas enteras saqueadas, trampas rotas. ¿Qué tienes que decir a todo esto, Báculo Oscuro? ¿Acaso ha empeorado el trabajo de los sureños y están dejando que esos asesinos del mar Sahuagin se aproximen demasiado a la bahía?

Todas las miradas se centraron en Khelben Arunsun, Báculo Oscuro, el más poderoso —y el menos secreto— de los Señores de Aguas Profundas. Era imposible adivinarle la edad, pero tenía vetas grisáceas tanto en los cabellos negros como en la espesa barba oscura, y las entradas de la frente eran cada vez más pronunciadas. En mitad de la barba lucía un distintivo mechón gris que acentuaba su aire erudito y distinguido. Gracias a su altura y su corpulencia, era un hombre imponente, incluso sentado, pero hoy parecía especialmente preocupado. Su copa estaba intacta frente a él y apenas prestaba atención a las preocupaciones de los demás nobles.

—¿Sahuagin? No he sido informado de ello, Brian. No ha sido visto ningún sahuagin —respondió Khelben en tono distraído.

—¿Qué te irrita esta noche, hechicero? —preguntó Mirt—. Tenemos problemas suficientes, pero quizá deberías poner también los tuyos sobre la mesa.

—Tengo una historia muy inquietante —empezó a contar Khelben con lentitud—. Un joven juglar elfo se topó con un misterio durante la Fiesta de la Primavera de Luna Plateada, y ha estado viajando durante estos últimos tres meses intentando encontrar a alguien que escuche su relato. Parece que todas las baladas antiguas representadas en la Fiesta de la Primavera, sobre todo aquellas escritas por o para Arpistas, han sido modificadas.

Larissa soltó una alegre risotada.

—¡Vaya noticia! Cada cantante en cada callejón o taberna cambia las historias que relata y adapta tanto la melodía como las palabras a su voluntad y el gusto de su audiencia.

—No se trata de eso —replicó el archimago—. Eso es la tradición de la calle, de los cantores de taberna, pero los bardos de verdad son una historia diferente. Gran parte del aprendizaje de un trovador consiste en memorizar las tradiciones y el saber popular, que pasa de boca en boca, preciso e inmutable, durante generaciones. Por ese motivo muchos Arpistas son también bardos, para preservar el conocimiento de nuestro pasado.

—No suelo llevarte la contraria, Báculo Oscuro. —Durnan, un aventurero retirado, propietario de la taberna donde se encontraban, intervino por primera vez—. Pero parece que tenemos bastantes temas de preocupación aquí y ahora para perder el tiempo con el pasado. —Los demás Señores de Aguas Profundas emitieron murmullos de asentimiento.

—Si fuera tan sencillo… —insistió Khelben—. Parece que los propios bardos se encuentran bajo el efecto de un hechizo de gran poder, y una magia con tal alcance sólo puede aportarnos dificultades en el futuro. Hemos de saber quién invocó el encantamiento, cómo y con qué propósito.

—Esa parte te corresponde a ti, mago —señaló Mirt—. El resto de nosotros sabemos poco sobre magia.

—Es posible que la magia no nos dé la respuesta —admitió Khelben—. Tras examinar a varios bardos afectados, puedo asegurar que dicen la verdad tal como la conocen, y las inspecciones mágicas tampoco aportan nada. A juzgar por sus respuestas, las baladas son como siempre han sido.

Kitten soltó un bostezo.

—¿Y entonces? Los trovadores son los únicos que se preocupan por esas cosas, y si así son felices, ¿qué tiene de malo?

—Muchos bardos podrían llegar a morir felices —replicó Khelben—. No sólo se han cambiado baladas antiguas, también parece que se han incorporado otras nuevas en la memoria de los bardos. El juglar elfo me mostró, por ejemplo, una balada que puede ser la perdición de muchos Arpistas porque los impulsa a buscar a Grimnoshtadrano para resolver una especie de desafío de acertijos.

—¿El viejo Grimnosh? ¿El dragón verde? —Mirt esbozó una mueca—. Así pues, es más que una extraña broma, es una trampa. ¿Tenéis alguna idea de quién puede haber detrás?

—Me temo que no —reconoció el archimago—, pero la balada hace mención de un pergamino. Si un bardo es capaz de arrebatárselo al dragón, quizá pueda seguir la pista hasta el creador del hechizo.

—Bueno, ahí lo tienes —medió Kitten—. Es fácil encontrar bardos.

Khelben sacudió la cabeza.

—Creedme que lo he intentado, pero todos los bardos Arpistas disponibles en el Norland parecen afectados y, por consiguiente, pueden ser un instrumento involuntario en manos de un divulgador de hechizos. Ahí radica el problema. ¿Quién nos asegura que un bardo manipulado no llevaría el pergamino a su desconocido dueño? No, necesitamos un bardo que posea recuerdos y juicios propios.

—¿Y ese elfo, el que os contó la historia? —sugirió Larissa.

—En primer lugar, no es Arpista, pero, además, para tener éxito en esta búsqueda, el bardo debe ser instruido tanto en música como en magia. El pergamino que se menciona en la balada probablemente sea un pergamino hechizado y, si es así, significa que descifrar el acertijo será como lanzar un hechizo. El juglar elfo no posee ningún conocimiento de brujería y, además, sabéis qué ocurrirá si envío a un elfo a enfrentarse con un dragón verde.

—El dragón tendrá un desayuno, una comida o una cena —musitó Kitten lisa y llanamente—, según la hora del día. Así pues, ¿qué vas a hacer?

—He dado algunas voces con la esperanza de encontrar a alguien que no tenga su talento alterado. —La frustración del archimago era casi palpable.

Los amigos se quedaron sentados en silencio durante largo rato. Brian se rascó la barbilla pensativo antes de intervenir.

—Báculo Oscuro, me parece que debes hacer lo mismo que hacemos los demás, es decir, lo que puedas. Es posible que exista un mago entre los Arpistas que pueda pasar como bardo. ¿No conocéis a nadie así?

Khelben se quedó mirando al espadachín durante largo rato y, luego, ocultó el rostro entre las manos mientras sacudía lentamente la cabeza en gesto de negación.

—Que Mystra nos proteja, me temo que sí.

Más hacia el sur de Aguas Profundas, un hombre entró de repente en el vestíbulo de El Minotauro Púrpura, la posada de más categoría de la ciudad real de Tethyr, y, tras hacerle un gesto de asentimiento al sonriente posadero, se abrió paso por la abarrotada planta baja para llegar hasta el lujoso primer piso.

Muchos pares de ojos se desviaron para observar su paso porque Danilo Thann era algo más que una rareza en la ciudad sureña, insular y, en cierta medida, xenófoba. Sus gestos y apariencia transmitían su herencia septentrional; era alto y delgado y el cabello rubio le caía en espesos mechones sobre los hombros. Sus ojos grises denotaban un ánimo travieso, y en el rostro lucía siempre una perpetua sonrisa y una expresión de franca amistad e inocente juventud. A pesar de su imberbe aspecto, Danilo se había convertido recientemente en un miembro importante y exitoso del gremio de mercaderes de vinos. Su riqueza era también importante, y era generoso a la hora de gastar el dinero. Muchos de los clientes habituales alzaron la vista de la partida de cartas o de los dados para saludarlo con auténtico placer, y unos pocos hasta lo invitaron a unirse a sus mesas. Pero aquella noche Danilo llevaba los brazos cargados de paquetes bien envueltos y parecía impaciente por examinar sus nuevas adquisiciones. Respondió con un ademán a los saludos y las burlas sin detenerse siquiera y subió de tres en tres los peldaños de la escalera curva de mármol que había al final del vestíbulo.

Cuando Danilo llegó a su habitación, soltó las compras que llevaba sobre una pila de almohadones bordados que había en mitad de la alfombra de Calimshan. Eligió un paquete largo y delgado y, al desempaquetarlo, quedó al descubierto una espada reluciente. Tras admirar el lustre y la exquisita factura durante unos instantes, se colocó en posición de defensa y trazó una serie de movimientos vistosos ante un adversario invisible. Una voz nasal y monótona resonó en la habitación cuando la espada mágica empezó a entonar una canción de guerra Turmish. El joven soltó de golpe la espada como si le hubiese quemado los dedos.

—¡Maldición! He pagado doscientas piezas de oro por una espada cantarina y resulta que tiene la voz de un burro de Deneir. ¿O acaso debería decir la voz de la suegra de Milil? —murmuró mientras se frotaba la barbilla para ver si se le ocurría qué dios bardo podía invocarse en esa circunstancia. Tras un momento, se encogió de hombros.

»Bueno, al menos cantas —comentó con humor dirigiéndose a la espada, tirada en el suelo—. Así pues, ¿qué voy a hacer contigo?

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