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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (7 page)

BOOK: Cenizas
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Los busqué durante un par de minutos y los encontré, no estaban a la vista sino apilados en un estante que quedaba bastante alto. Lo bajé todo al suelo del garaje. Dos esquís, un par de botas, dos palos y unas gafas de esquiar. Todo estaba cubierto de polvo, pero no importaba. Iba a estar mucho peor en cuanto lo sacara fuera.

Me quité las botas, las até a la mochila por fuera, y me calcé las de esquiar. Me puse las gafas y todo se volvió rosa. Típico de papá: hasta sus gafas de esquiar eran color rosa. Al menos evitarían que la ceniza se me metiera en los ojos.

Me llevé fuera los esquís y los palos. Al clavarlos en el fango, los palos se quedaron de pie tan bien como lo habrían hecho en la nieve. Los esquís apenas se hundieron cuando me subí en ellos para encajar las botas en las fijaciones. Aquello me animó… Puede que funcionara.

Sólo había hecho esquí de fondo dos veces, durante las vacaciones familiares, cuando papá había alquilado esquís para todos. Pero más o menos recordaba cómo se hacía. Los esquís no se deslizaban sobre la ceniza mojada como lo habrían hecho sobre la nieve, pero la ceniza era lo bastante resbaladiza y conseguí avanzar a una velocidad decente arrastrando los pies.

Me dirigí hacia el noroeste, en dirección a mi
dojang
de taekwondo, la Academia de Taekwondo de Cedar Falls. Estaba desviándome, para ir a Warren tenía que dirigirme hacia el este. Pero nunca me llevaba a casa las armas de entrenamiento; se quedaban en la academia. Después de lo sucedido en casa de Darren, me sentiría mucho más seguro con algo más que un cuchillo corto en el cinturón. Había pensado llevarme la espada de competición y los
ssahng jeol bongs
(nunchacos, pero prefiero usar el nombre coreano). Las espadas de competición no están afiladas, pero son de metal. Tal vez podría afilar la mía de alguna manera.

Las calles eran un caos de coches aplastados y abandonados. Todos tenían unos treinta centímetros o más de ceniza sobre el techo y el capó. En algunos puntos había tantos coches atascados en la calle que me costaba encontrar un camino entre ellos. La gente debía de haberse vuelto toda loca intentando huir de Cedar Falls mientras yo estaba encerrado con Joe y Darren. No parecía que nadie hubiera llegado muy lejos.

En otros lugares no había ni un solo coche. No vi que nada se moviera. Claro que no alcanzaba a ver muy lejos entre la oscuridad y la lluvia de ceniza. Sólo veía las casas que había a lo largo de la calle de vez en cuando durante un segundo y gracias a los destellos de los relámpagos. En una ocasión me pareció ver algo moverse en un porche, pero no estaba seguro.

Esquiar era duro. Sólo había recorrido un par de manzanas cuando empezaron a dolerme las piernas. Deslizar los esquís hacia delante era más fácil que sacar los pies del fango cada vez que se hundían, pero me hacía utilizar unos músculos diferentes a los que usaba para caminar o practicar taekwondo.

Mi hombro derecho tampoco parecía muy contento con aquello. Había mejorado mucho durante el descanso en casa de Darren y Joe, pero el movimiento repetitivo de clavar el palo y empujar estaba agravando la lesión. Intenté empujar sólo con el brazo izquierdo y dejar descansar el derecho un rato al menos.

Me detuve y me apoyé en el maletero de un coche que envolvía con la chapa arrugada del morro un poste telefónico. Las ventanillas de atrás estaban intactas y opacas, cubiertas de ceniza. Saqué una botella de agua del bolsillo lateral de la mochila y me bebí la mitad más o menos.

Cuando volví a ponerme en marcha, vi la parte delantera del coche. La fuerza del choque había roto el parabrisas y la ventanilla del conductor. Un tío (o una chica, era imposible saberlo) estaba sentado dentro, con la cabeza sin vida sobre el volante. La ceniza había entrado en el coche y lo había momificado. Aparté la mirada en seguida y me encontré un poco mal aunque la verdad es que no había nada en aquel cadáver que diera especial miedo. No olía nada más que a azufre y no veía sangre. Comparado con la escena del recibidor de casa de Darren, el accidente del coche era la viva imagen de la paz. Pero después de eso evité mirar dentro de los coches accidentados.

Cuando llegué a la zona más moderna de la ciudad, encontré un tramo en el que habían habido muchos accidentes. Esto me obligó a esquiar por los jardines, pasando junto a las casas. En esa zona, las viviendas eran tipo rancho, de una sola planta con tejado a dos aguas y poca pendiente. Al menos uno de cada dos tejados se había hundido. En una casa, al desplomarse el techo había arrastrado con él las paredes. No quedaba nada más que una parte de la pared de atrás y una chimenea solitaria.

Estaba tardando demasiado tiempo. Solía ir en bici a taekwondo; tardaba menos de quince minutos si le metía caña. No sé muy bien cuánto tardé ese día, esquiando por la ceniza. Dos horas, mínimo. Aquella lentitud me desanimaba. A ese ritmo, ¿cuánto tardaría en llegar a Warren? ¿Podría lograrlo antes de quedarme sin comida y morirme de hambre?

En frente del
dojang
había un restaurante en el que comía a veces, el Pita Pit. Esquiar me había dado tanta hambre que habría podido comerme dos rollitos especiales con una coca cola de dos litros. Y también lo habría hecho si el Pita Pit hubiera sido algo más que un cartel colgando en el aire, con un edificio completamente derrumbado detrás.

Lo asombroso era que el centro comercial donde estaba la Academia de Taekwondo de Cedar Falls seguía en pie. Un camión se había empotrado en la fachada de la escuela rompiendo casi todos los cristales de las ventanas. Se había detenido con la cabina dentro del edificio y la caja en la acera.

Solté las botas de las fijaciones de los esquís. El mecanismo se había obstruido con la ceniza y me costó un poco que funcionara. Entré por la ventana pasando junto al camión, con los esquís en una mano y los palos en la otra. Intenté caminar sin hacer ruido, escuchando y mirando alrededor, porque se me ocurrió que los ocupantes del camión podrían seguir allí.

No vi ni oí nada. El camión estaba vacío. Apoyé los esquís y los palos en el parachoques delantero, y miré a mi alrededor.

La academia era una gran sala de entrenamiento con el suelo acolchado, además de una oficina y lavabos en un lado. Podía ver bien la parte de delante de la escuela. La parte de atrás y la oficina estaban sumidas en la oscuridad.

Saqué una vela de la mochila y la encendí. Explorando a la luz de la vela, me di cuenta de que habían saqueado el local. La oficina estaba patas arriba. La colección de espadas de la maestra Parker había desaparecido. Alguien había sacado los cajones de los escritorios y de los archivadores, y vaciado el contenido buscando Dios sabe qué. Habían desaparecido todas las botellas de agua de la pequeña nevera.

Fui hasta la parte trasera de la sala de entrenamiento. También la habían arrasado. Todas las armas cortantes de la escuela habían desaparecido, y el resto de cosas estaban esparcidas por todas partes, como si alguien lo hubiera registrado todo con prisas, tirando todo lo que no le interesaba. Yo guardaba una bolsa con mis armas en un perchero al fondo de la sala. Habían derribado el perchero y mi bolsa había desaparecido.

Me puse furioso de repente y le di una patada al perchero. ¿Qué pasaba en Cedar Falls? La gente aquí siempre había sido muy agradable. Pero, de alguna forma, el volcán los había convertido en saqueadores. ¿Se habían vuelto todos locos? Deberíamos estar unidos y ayudarnos unos a otros, no destrozándolo todo.

Examiné todo lo que estaba tirado por el suelo de la sala de entrenamiento. La mayor parte eran trastos inútiles que volví a tirar. Espadas de madera para practicar.
Bahng mahng ees
, o varas cortas hechas de espuma . Un juego de
ssahng jeol bongs
, o nunchacos acolchados. Eran geniales para entrenar pero no servían para nada en un combate real. A la luz de la vela vi un brillo oscuro en una esquina de la sala y fui a ver. Había una pértiga de madera dura, caído contra el borde de la colchoneta. El
jahng bong
, o bastón bo, de la maestra Parker. Me pregunté si le importaría que lo cogiera prestado. En circunstancias normales, sí, le importaría. En circunstancias normales, ni siquiera se lo preguntaría.

Era una arma muy bonita. Un metro ochenta de largo, con la parte central de tres centímetros de grosor, que disminuían hasta dos y medio en los extremos. Estaba teñida de color chocolate oscuro. El barniz se había desgastado en el centro a causa de las cientos, tal vez miles de horas de práctica. Me lo llevé a la furgoneta, donde había dejado los esquís y los palos.

Apagué la vela y me senté sobre el parachoques delantero a comer. Decidí que fuera una lata de piña porque debía sacar todo el peso que pudiera de la mochila. Cuando me la acabé seguía hambriento pero sabía que tenía que racionar la comida. Me bebí todo el almíbar y tiré la lata a la ceniza a través de una ventana rota. Con ceniza y trozos de cristal por todas partes, un poco más de basura no se notaría.

Tres de mis botellas de agua ya estaban vacías, así que volví a encender la vela y fui a inspeccionar los lavabos. Los del lavabo de chicas estaban llenos. El agua olía y sabía bien, así que bebí tanta como pude y volví a llenar las botellas.

Resultaba difícil determinar la hora con tan poca luz. Pensé en quedarme a dormir en el
dojang
. Estaba dolorido y hambriento, pero no tenía sueño. Sacudí mi improvisado pañuelo tan bien como pude, lo mojé y me lo volví a atar sobre la boca y la nariz.

El bastón bo era un problema. No encontré ninguna manera de atarlo a la mochila y que siguiera siendo fácil sacarlo con rapidez. Al final decidí dejar uno de los palos de esquí y sustituirlo por el bastón. Clavar una de las puntas en la ceniza una y otra vez no iba a hacerle ningún bien, pero no tenía otra elección.

Me puse a esquiar hacia el este por First Street. Cuatro manzanas más adelante giré hacia el sur por Division Street, lo que me llevaría a pasar por delante del Instituto Secundario de Cedar Falls. Quería ver si alguno de mis amigos estaba allí. No parecía probable; era casi seguro que el edificio estuviera vacío. Sin duda se habrían suspendido las clases a causa del volcán.

En realidad, el instituto estaba abarrotado.

Capítulo 10

AL acercarme al instituto, vi un grupo de cuatro personas con mochila que caminaban con dificultad hacia la entrada del gimnasio. No sabía quiénes eran; estaban cubiertos de ceniza y me daban la espalda, así que esperé y observé. Tenían que estar muertos de cansancio; ninguno de ellos miraba a su alrededor.

Al acercarme más al edificio, pude entrever algunas personas en la azotea. Estaban echando abajo la ceniza con palas.

El grupo que iba delante de mí desapareció a través de la doble puerta que conducía a la taquilla y al campo de baloncesto del colegio. Me detuve, intentando decidir si seguirles o no.

Estuve esperando unos minutos. No cambió nada. Los del tejado seguían tirando palas de ceniza. El hecho de que estuvieran limpiándolo, intentando impedir que se hundiera con el peso de la ceniza, parecía una buena señal. Puede que allí hubiera más gente trabajando unida para luchar contra la ceniza. Valía la pena comprobarlo. Fui esquiando hasta las puertas, abrí un poco una de ellas y me asomé.

La luz en el interior del corto pasillo era lo bastante brillante como para que me dolieran los ojos, acostumbrados a la oscuridad exterior. Del techo colgaba una lámpara de queroseno. Al otro lado del círculo de luz había alguien que se parecía un poco al señor Kloptsky, el director, desplomado en una silla plegable. Junto a él vi a un viejo enjuto y fuerte con una escopeta sobre el regazo, y un tío enorme que me sonaba aunque no recordaba su nombre, uno de los veteranos del equipo de fútbol, pensé. Sujetaba un bate de béisbol de aluminio entre las rodillas. Cerca de la puerta, apoyadas contra la pared, había un par de escobas.

—O te vas o entras. Se está colando la ceniza. —Sin duda era el señor Kloptsky. Reconocería ese gruñido en cualquier parte.

Cerré la puerta, me agaché y solté las botas de las fijaciones de los esquís. Volví a abrir la puerta, y entré con los esquís, el palo de esquiar y el bastón en las manos.

El tío de la escopeta se me acercó, observándome. Llevaba el arma cargada, aunque apuntaba al suelo.

—Bob te quitará parte de la ceniza de encima. No te muevas.

El jugador de fútbol apoyó el bate de béisbol en la pared y cogió una de las escobas. Entonces procedió a intentar dejarme inconsciente a base de golpear mi ropa, mochila y esquís. La ceniza mojada caía en grandes grumos.

Cuando hubo acabado, se puso a barrer la gran montaña de ceniza que me había quitado de encima.

—Pasa —dijo el tipo de la escopeta—. Kloptsky hablará contigo ahora.

Recorrí el corto pasillo hasta donde Kloptsky se encontraba encorvado en su silla. Señaló con un gesto la silla plegable de metal que había libre a su lado, y me senté.

—Me suena tu cara —dijo.

—Sí. Vengo a este instituto. O venía, supongo. Soy Alex Halprin.

—Empezaste el año pasado. Estás en el aula de la señora Sutton, ¿verdad?

—Sí. —Demonios, estaba impresionado. Con mil cien estudiantes, ¿se acordaba de un discreto alumno de primero?

—¿Dónde está tu familia?

—En Warren, Illinois, espero.

—Puedes quedarte aquí, pero tendrás que trabajar. Todas las personas físicamente capaces están haciendo algo. Por la mañana te asignaré a un equipo. Búsqueda de comida, limpieza del tejado o seguridad tal vez.

¡Ay, qué tentado me sentí! Por fin encontraba gente que estaba organizándose, trabajando para vencer a la ceniza en lugar de limitarse a saquear. Puede que allí estuviera a salvo. Pero la noche anterior me había hecho una promesa a mí mismo: iba a encontrar a mi familia.

—En realidad, sólo estaba buscando un sitio donde dormir. Me marcharé por la mañana. Voy hacia Warren.

—Será mejor que esperes hasta que llegue ayuda. Aún no se ha restablecido la comunicación en Cedar Falls ni Waterloo. ¿Quién sabe qué está pasando más al este?

—Necesito encontrar a mi familia.

—Como quieras. Sabe Dios que aquí ya tengo más bocas de las que puedo alimentar. —Bajó la voz hasta susurrarme—. ¿Llevas algo de comida?

—Sí. ¿Quiere un poco?

—Si intentas llegar hasta Illinois, vas a necesitarla —respondió, aún susurrando—. Te aconsejo que no digas que llevas comida. Ayer nos quedamos sin nada. Los fines de semana no guardamos mucha en la cafetería. Estamos recogiendo todo lo que podemos encontrar, pero no es suficiente. El instituto tiene su propio depósito de agua, gracias a Dios. Y hay camastros y mantas de sobras porque somos un refugio de la Cruz Roja para casos de catástrofe. Pero la comida pensaban traerla en camiones cuando hubiera alguna emergencia.

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