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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (7 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Pero no tenías porqué tomártelo literalmente.

Elevé la voz para callarlos.

—Sigo pensando que estamos en gran peligro, me temo. Si la onda de relajación es tan solo una compresión longitudinal a lo largo del cable, puede que la pasemos sin problemas. Pero si el cable comienza a moverse lateralmente, como un látigo…

—¿Quién coño eres tú? —me preguntó el hombre—. ¿Algún tipo de ingeniero?

—No —respondí—. Otro tipo de especialista totalmente distinto.

Se empezaron a escuchar más pisadas en las escaleras conforme subía el resto del grupo. La sacudida debió de haberlos convencido de que algo iba realmente mal.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de los sureños, un hombre fornido treinta centímetros más alto que el resto de los pasajeros.

—Estamos subiendo por un cable cortado —respondí—. Hay trajes espaciales a bordo de esta cosa, ¿no? Sugiero que nos los pongamos lo más rápido posible.

El hombre me miró como si estuviera loco.

—¡Seguimos subiendo! Me importa un carajo lo que haya pasado bajo nosotros, estamos bien. Construyeron este cacharro para que aguantara mucha mierda.

—No tanta —dije.

Ya había llegado también el criado, colgado de su raíl en el techo. Le pedí que nos enseñara los trajes. No debería haber sido necesario pedírselo, pero aquella situación estaba tan alejada de su experiencia que no había sido capaz de identificar ningún peligro para su carga humana. Me pregunté si las noticias sobre el cable cortado habrían llegado a la estación orbital. Con toda probabilidad lo habrían hecho… y con toda probabilidad no había nada que pudieran hacer para que el ascensor siguiera en el cable.

A pesar de todo, era mejor estar en la parte de arriba que en la parte bajo el punto de corte. Me imaginé una sección de mil kilómetros de largo. La parte superior del cable tardaría varios minutos en chocar contra el suelo; de hecho, durante un largo rato parecería colgar de la nada, como un truco de magia. Pero seguiría cayendo y nada en el mundo podría pararlo. Un millón de toneladas de cable hendiendo la atmósfera, cargado de vagones, algunos de ellos ocupados. Debía ser una forma de morir lenta y bastante terrorífica.

¿Quién podría haber hecho algo así?

Era demasiado suponer que no estuviera relacionado con mi subida al vagón. Reivich nos había engañado en Nueva Valparaíso y, si no hubiera sido por el ataque al puente, yo seguiría intentando asimilar la muerte de Miguel Dieterling. No podía creerme que Vásquez Mano Roja tuviera algo que ver con la explosión, aunque no lo había descartado por completo de la conspiración para matar a mi amigo. Vásquez no tenía la suficiente imaginación como para intentar lo del puente, por no hablar de los recursos necesarios. Y su adoctrinamiento en el culto le hubiera dificultado enormemente pensar siquiera en destruir el puente. Pero parecía que alguien intentaba matarme. Quizá habían puesto una bomba en uno de los ascensores que subían bajo nosotros pensando que yo iba en él o que estaría en uno de los vagones bajo el corte… o quizá habían disparado un misil y no calcularon bien el blanco. Podría haber sido Reivich, pero solo en el sentido técnico, ya que tenía amigos con las influencias adecuadas. Pero nunca lo había considerado capaz de un acto tan despiadado; barrer despreocupadamente de la existencia a unos cuantos cientos de inocentes solo para asegurar la muerte de un hombre.

Aunque quizá Reivich estuviera aprendiendo.

Seguimos al criado hacia las taquillas donde se guardaban los trajes espaciales de emergencia, cada uno de los cuales contaba con un traje de vacío. Eran de diseño antiguo, según los patrones del viaje espacial, y el usuario tenía que insertarse físicamente dentro de la prenda, en vez de hacer que la prenda lo envolviera. Todos parecían ser una talla más pequeños de lo necesario, pero conseguí ponerme mi traje bastante rápido, con la ágil facilidad con la que podría haberme metido en un traje de armadura de combate. Procuré esconder la pistola de cuerda en uno de los espaciosos bolsillos de herramientas del traje, donde debiera estar la bengala de aviso.

Nadie vio la pistola.

—¡Esto no es necesario! —gritaba el aristócrata sureño—. No necesitamos ponernos estos putos…

—Escuche —le dije—, cuando la onda de compresión nos golpee (lo que ocurrirá en cualquier momento) podría lanzarnos a un lado con la suficiente fuerza como para rompernos todos los huesos del cuerpo. Por eso necesita ponerse ese traje. Al menos le ofrecerá cierta protección.

Quizá no la bastante
, pensé.

Los seis manosearon sus trajes con diversos niveles de confianza. Ayudé a los otros y en un minuto ya estaban listos, salvo el enorme aristócrata, que seguía quejándose por el tamaño de su traje, como si tuviera todo el tiempo del mundo para preocuparse por ello. Empezó a observar de forma inquietante los demás trajes del armario, quizá preguntándose si de verdad serían todos de la misma talla.

—No tiene tiempo. Limítese a sellar esa cosa y ya se preocupará por los cortes y los moratones después.

Me imaginaba el malicioso rizo del cable más abajo, corriendo hacia nosotros, engullendo kilómetro tras kilómetro en su subida. Ya debería haber pasado los ascensores inferiores. Me preguntaba si la sacudida sería lo bastante violenta como para arrancar al vagón del cable.

Todavía pensaba en ello cuando nos golpeó.

Fue mucho peor de lo que me había imaginado. Empujó al ascensor hacia un lado y la fuerza del golpe nos lanzó a todos contra la pared interior. Alguien se rompió un hueso y comenzó a gritar, pero casi de inmediato volamos en dirección contraria y nos estrellamos contra el despejado arco del ventanal. El criado se soltó del raíl del techo y cayó antes que nosotros. Su duro cuerpo de acero apuñaló el cristal pero, aunque la ventana se fracturó en una red de líneas blancas, consiguió no romperse. La gravedad desapareció cuando el ascensor deceleró en el cable; algún elemento del motor de inducción quedó dañado por el latigazo.

La cabeza del aristócrata sureño era una asquerosa pulpa roja, parecía una fruta pasada. Cuando las oscilaciones del látigo aminoraron, su cuerpo empezó a tambalearse sin fuerzas por la cabina. Alguien más gritaba. Estaban todos en malas condiciones. Puede que yo mismo estuviese herido, pero en aquellos momentos la adrenalina me lo ocultaba.

La onda de compresión había pasado. Sabía que en algún momento llegaría al final del cable y entonces volvería a reflejarse hacia abajo… pero podían pasar horas y no sería tan violenta como antes al haberse transformado su energía en calor.

Durante un instante me atreví a pensar que podríamos estar a salvo.

Entonces, pensé en los ascensores bajo nosotros. También debían de haberse frenado, o incluso puede que hubieran sido arrancados por completo del cable. Puede que los sistemas automáticos de seguridad se hubieran activado… pero no había forma de asegurarlo. Y si el vagón que subía detrás del nuestro seguía ascendiendo a velocidad normal, nos atropellaría realmente pronto.

Lo pensé unos momentos antes de hablar, haciéndome oír por encima de los heridos.

—Lo siento —dije—, pero acabo de pensar en algo…

No había tiempo para explicaciones. Tenían que seguirme o atenerse a las consecuencias de seguir en el ascensor. Ni siquiera había tiempo para llegar a la esclusa de emergencia del ascensor; nos hubiera llevado al menos un minuto a los siete (o seis) pasar por allí. Además, cuanto más nos alejáramos del cable, más seguros estaríamos si se producía la colisión entre los ascensores.

En realidad solo había una opción.

Saqué la pistola de cuerda de la bolsa del traje y la cogí torpemente con los dedos enguantados. No había forma de apuntar con precisión pero, afortunadamente, no hacía falta ninguna. Simplemente dirigí la pistola en la dirección aproximada de la fractura dibujada por el criado al caer.

Alguien intentó detenerme sin comprender que lo que hacía podía salvarles la vida, pero yo era más fuerte; mi dedo empujó el gatillo. En la pistola se desplegó un aparato de relojería a nanoescala que disparó un feroz pulso de energía de unión molecular. Una bruma de dardos saltó del cañón y destrozó el cristal creando una red de fracturas que se extendió por momentos. La ventana se frunció hacia fuera, se tensó y después se rompió en un billón de fragmentos blancos. La tormenta de aire nos arrojó a todos a través de la irregular abertura hacia el espacio.

Me aferré a la pistola, cogiéndola como si fuera la única cosa sólida del universo. Miré a mi alrededor, desesperado, intentando orientarme en relación a los otros. El viento los había dispersado en distintas direcciones, como fragmentos de una granada iluminadora; pero, aunque nuestras trayectorias eran diferentes, todos caíamos.

Abajo solo se veía el planeta.

Mi traje giró lentamente y vi de nuevo el ascensor, todavía unido al cable, alejándose de mí mientras yo caía, haciéndose cada vez más pequeño. Después se produjo un brillo casi subliminal de movimiento cuando el ascensor que subía por el cable bajo nosotros pasó a nuestro lado, todavía a su velocidad normal; un instante después vi una explosión casi tan brillante y rápida como la del arma nuclear.

Cuando se apagó la luz, no quedaba nada, ni siquiera cable.

4

Sky Haussmann tenía tres años cuando vio la luz.

Años después, ya adulto, aquel día sería su primer recuerdo claro: la primera vez en que podía relacionarse a sí mismo claramente con un tiempo y un espacio y saber que ambos pertenecían al mundo real y no a ningún fantasma que hubiera transgredido la difusa frontera entre la realidad y los sueños de un niño.

Sus padres lo habían castigado en la guardería. Les había desobedecido al visitar el delfinario, aquel lugar oscuro, húmedo y prohibido situado en la barriga de la gran nave
Santiago
. Pero en realidad había sido Constanza la que lo había llevado por el mal camino; ella era la que lo había conducido a través del laberinto de túneles de tren, pasarelas, rampas y huecos de escalera hasta llegar al lugar donde habían escondido a los delfines. Constanza solo era tres años mayor que Sky, pero a él le parecía totalmente adulta; con una sabiduría suprema igual a la de los mayores. Todos decían que Constanza era un genio; que algún día (quizá cuando la Flotilla se estuviera acercando al final de su largo y lento viaje) se convertiría en capitán. Se decía medio en broma, pero también medio en serio. Sky se preguntaba si ella lo nombraría segundo de a bordo cuando llegara aquel día, y si los dos se sentarían juntos en la sala de control que todavía no había visitado. No era una idea tan ridícula: los adultos también le decían a él que era un niño más listo de lo normal; incluso Constanza se sorprendía a veces de las cosas que se le ocurrían. Pero a pesar de la inteligencia de Constanza, se recordaría Sky más tarde, no era infalible. Había sabido cómo llegar al delfinario sin ser vistos, pero no había sabido exactamente cómo regresar en secreto.

Pero había merecido la pena, a pesar de todo.

—A los mayores no les gusta —le había dicho Constanza cuando llegaron al lateral del tanque donde estaban los delfines—. Preferirían que no existieran.

Estaban sobre unas rejillas de drenaje que resbalaban a causa del agua derramada. El tanque era un recinto de cristal de paredes altas bañado en una enfermiza luz azul, que se adentraba decenas de metros en la oscuridad de la bodega. Sky escudriñó la penumbra. Los delfines eran resueltas formas grises perdidas en la distancia turquesa; sus siluetas se dividían y volvían a unir constantemente en un líquido juego de luces. Parecían más esculturas de jabón que animales; resbaladizos y poco reales.

Sky había puesto una mano sobre el cristal.

—¿Por qué no les gustan?

Constanza midió su respuesta.

—Hay algo en ellos que no funciona del todo bien, Sky. No son los mismos delfines que tenía la nave cuando dejó Mercurio. Estos son sus nietos o sus bisnietos… no estoy segura. Solo han conocido este tanque, igual que sus padres.

—Yo sólo he conocido esta nave.

—Pero tú no eres un delfín; tú no esperabas tener océanos donde nadar. —Constanza dejó de hablar porque uno de los animales nadaba hacia ellos. Había dejado a sus compañeros al otro extremo del tanque, acurrucados en torno a lo que parecía un conjunto de pantallas de televisión que mostraban diferentes imágenes. Cuando entró en la masa de agua clara justo detrás del cristal, asumió una presencia de la que había carecido un segundo antes; de repente, era una cosa grande y potencialmente peligrosa hecha de músculo y hueso, en vez de algo casi traslúcido. Sky había visto fotos de delfines en la guardería y había algo fuera de lugar en aquella criatura: una red de finas líneas quirúrgicas le rodeaba el cráneo y tenía chichones geométricos y arrugas alrededor de los ojos; pruebas de cosas de metal duro y cerámica enterradas justo bajo la carne del delfín.

—Hola —dijo Sky dando golpecitos en el cristal.

—Ese es Sleek —dijo Constanza—. Por lo menos, eso creo. Sleek es uno de los más viejos.

El delfín lo miró y la maliciosa curva de su mandíbula hacía que el escrutinio pareciera tanto benigno como demente. Después, se dio la vuelta a coletazos para ponerse de cara a Sky, y este sintió cómo el cristal reverberaba con una sacudida invisible. Algo se formó en el agua delante de Sleek, esbozado en arcos de burbujas transitorias. Primero el rastro de burbujas fue aleatorio (como los brochazos preliminares de un artista), pero después adquirieron estructura y propósito, mientras la cabeza de Sleek se sacudía con vigor, como si la criatura se estuviese electrocutando. La visualización duró solo un puñado de segundos, pero lo que el delfín estaba formando era, sin lugar a dudas, una cara en tres dimensiones. A la forma le faltaban detalles, pero Sky supo que era algo más que una sugestión creada por su subconsciente a partir de rastros de burbujas al azar. Era demasiado simétrica y bien proporcionada. También mostraba emoción, aunque casi con certeza se trataba de horror o miedo.

Una vez completada su obra, Sleek se marchó con un desdeñoso golpe de cola.

—Y además nos odian —dijo Constanza—. Pero no se les puede culpar por eso, ¿verdad?

—¿Por qué ha hecho eso Sleek? ¿Cómo?

—En el melón de Sleek, en ese chichón entre los ojos, hay máquinas. Se las implantan cuando son bebés. El melón es lo que suelen usar para hacer sonidos, pero las máquinas les permiten enfocar el sonido con más precisión, para que puedan dibujar con burbujas. Y hay unas cosas pequeñas en el agua, microorganismos, que se encienden cuando el sonido los golpea. La gente que hizo los delfines quería poder comunicarse con ellos.

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