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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (26 page)

BOOK: Clorofilia
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Volvió en sí ya en el pasillo, sentado en una camilla. Un Godunov sombrío le metió entre los dientes un vaso de agua, que le cayó por la barbilla hasta el pecho, mojándole la camisa. Le llegó la voz del médico como a través de un algodón.

—Los llamamos niños verdes. En estos momentos tenemos treinta chiquillos. El más mayor tiene catorce meses. Son niños fuera de lo común. Sabemos muy poco de ellos. Hablando en términos simples: son mitad humanos y mitad plantas.

Godunov observó que Saveliy ya había vuelto en sí. Inmediatamente le dio un vaso medio lleno de agua y lo ayudó a incorporarse.

—A ver si lo adivino. ¿No comen nada?

El doctor hizo un gesto de asentimiento.

—Ni siquiera la leche materna —dijo.

—Pero beben mucho.

—Muchísimo —declaró Smirnov—. Ganan peso igual que las personas, más o menos setecientos gramos al mes en el primer año de vida. Pero consumen agua igual que las plantas: por cada gramo de peso en seco, aproximadamente quinientos gramos de agua. Es decir, cada niño consume al día casi doce litros. Fisiológicamente están todos sanos. Los cinco sentidos, las reacciones nerviosas, todo está dentro de la norma. Pero no orinan ni defecan, toda el agua la evaporan a través de la piel. Respiran como las personas, pero su piel, como la de cualquier vegetal, absorbe dióxido de carbono y expulsa oxígeno. Aquí no tenemos acondicionadores de aire, pero el ambiente es siempre fresco y húmedo. Estos pequeños son seres únicos. No quieren mirar, escuchar, olfatear ni reaccionar. Normalmente tienen los ojos cerrados, incluso cuando están despiertos. Ninguno de ellos se ha puesto enfermo jamás. No padecen diátesis, alergias, ni irritaciones de la piel. Pueden gatear, chillar y llorar, pero como viven en estado de tranquilidad nada los impulsa a moverse o a chillar…

—Solamente crecen —dijo Godunov.

—Sí —confirmó Smirnov—. Crecen.

—Se orientan hacia la luz —musitó Saveliy, dando un profundo suspiro.

—Cierra la boca —murmuró Garri Godunov—. Escuche, doctor, ¿esto es una catástrofe?

—Puede ser.

—¿Y los órganos de gobierno? ¿Lo saben? ¿Qué hacen?

—Lo saben todo, pero de momento se limitan a observar. Para ser más exactos, observamos nosotros con conocimiento del gobierno.

—¡Hay que dar la alarma!

—Pronto empezarán a hacerlo —respondió tranquilamente el doctor—. Puede que a no mucho tardar. ¿Ven?, aquí está ocurriendo como un tipo de prehistoria… Hace dos años se tomó la decisión final y oficial definitiva de que el consumo de pulpa de tallo no es perjudicial para el organismo humano. ¿Lo entienden?

—Sí. —Godunov se acercó a la pared transparente y apretó la frente contra ella—. Hace tiempo que me lo esperaba, desde que decidieron legalizar la hierba.

—Exactamente. Por supuesto, con prudencia y paulatinamente… no de golpe y no para todos… Las investigaciones duraron cuarenta años y se realizaron escrupulosamente. Cientos de laboratorios, estatales y privados, trabajaron independientemente unos de otros y nadie encontró ninguna contraindicación. Académicos nobeles, biólogos, psicólogos, químicos y demás anunciaron a una sola voz que la pulpa de tallo es absolutamente inofensiva. Para el gobierno se abrió una nueva fuente de ingresos. Pensaban exportar la pulpa en cantidades ingentes. Unos cuantos empezaron a frotarse las manos. Todo estaba dispuesto y se firmaron los primeros contratos… El mejor precio, se sobrentiende, se lo ofrecieron a los americanos… Se hablaba de cantidades inimaginables de dinero, en comparación con las cuales los depósitos chinos resultaban miserables. Pero después —el doctor puso una mano sobre el cristal— empezaron a aparecer estos niños verdes… Uno de mis antiguos alumnos, un destacado pediatra, estuvo observando el primer caso, escribió un artículo y se puso en contacto conmigo… Ahora su artículo está clasificado. En estos momentos tenemos casi mil niños verdes, todos ellos aislados en instalaciones como ésta. Y nosotros trabajamos con ellos.

—¿Y los padres? —preguntó Godunov.

—También trabajamos con ellos. De momento sólo sabemos con certeza una cosa: o los padres o las madres de estos niños consumían sistemáticamente pulpa de tallo. No en crudo, sino refinada y concentrada.

—¿Cómo de refinada? —preguntó Saveliy con la boca seca.

—¿Qué?

—¿Qué grado de destilación?

Smirnov miró fijamente a Saveliy a los ojos y dijo:

—De la séptima hacia arriba. ¿Se encuentra mal otra vez?

—¿Quién, yo? Sí, quiero decir, no. No me haga caso… ¿Y durante cuánto tiempo ellos…, o sea, la madre y el padre… estuvieron comiendo? Me refiero a cuánto tiempo consumieron la… pulpa.

—Todos los encuestados llevaban más de tres años. A diario.

—Ah —dijo Hertz.

Godunov, sin que el médico se diera cuenta, le dio un puñetazo a Saveliy en la espalda.

Una mujer vestida de blanco pasó revisando las camas. Miró a los visitantes atentamente desde el otro lado del cristal, e incluso puso cara de angustia. El doctor le hizo un gesto para que se tranquilizara y continuó:

—Los primeros seis meses nos presionaron muchísimo. Imagínense: el mundo entero dispuesto a comprar hierba a los rusos. Los rusos disponemos de ella en cantidades ilimitadas. ¡Aquí crece sola, debajo de cada ventana! Los megalómanos del gobierno ya estaban dispuestos a imponer sus condiciones a América y China…

—Cómo no —dijo Godunov a media voz, aunque con dureza—. Llega el auténtico siglo de oro. Todos saciados, se ha solucionado el problema del hambre. A América le dan por el culo, Rusia se lleva la banca. Las tabletas de la felicidad se distribuyen por todo el planeta directamente desde el despacho de nuestro querido primer ministro…

—No hay que pensar demasiado mal del primer ministro —lo interrumpió cortésmente Smirnov—. Pero de su entorno… Muchos se dieron mucha importancia como salvadores de nuestra civilización. Y de repente todo se viene abajo y aparecen estas personitas verdes… Unas cuantas decenas de niños recién nacidos con la piel verde ponen punto final a los planes de dominio mundial. —El doctor mostró una sonrisa torcida—. Así que, en un momento dado, me pareció que yo ya era un cadáver, y tuve que remover todos mis contactos, incluso tuve que pedir ayuda a los «amigos». —El médico adoptó un gesto severo—. Sí, sí, yo tengo «amigos». Pero ni siquiera ellos pudieron ayudarme. Me ayudó la casualidad. A uno de los más ardientes defensores de la exportación masiva de pulpa, un hombre muy influyente, un funcionario de alto rango, de repente le nació un niño verde… El resto ya lo han visto ustedes mismos. Ahora nos quedamos calladitos, estudiando el nuevo fenómeno. Los niños están divididos en grupos y crecen bajo distintos grados de iluminación. Ya tenemos claro que nuestros pacientes se harán fuertes y ganarán peso gracias a los rayos directos de sol, pero en la sombra, como aquí, en el piso cuarenta, se desarrollan muy despacio. Yo incluso diría que se marchitan…

—Perdone —dijo Hertz, recuperando la voz—, ¿puedo salir de aquí?

Smirnov asintió inmediatamente.

—Por supuesto. Volvamos a mi despacho. Allí tengo cloruro amónico…

—Doctor —preguntó Garri Godunov arrastrando las palabras—, hablando de cloruro… ¿tiene vodka?

—Ya se lo advertí —suspiró Smirnov—. Ay, ustedes, los literatos. Sí, tengo vodka. Sólo me faltaría eso, no tener…

• • •

Hertz tenía la esperanza de sentirse mejor en el despacho, pero se equivocó. El cloruro amónico no fue de gran ayuda. Con tristeza y envidia Saveliy vio cómo Garri Godunov, absolutamente práctico, atraía hacia sí el alcohol transparente. Smirnov hizo recuperar la conciencia a uno de los invitados y sirvió al segundo sin sentarse en su taburete en miniatura. Era evidente que estaba esperando que los huéspedes se marcharan.

—Sí —dijo Godunov, parpadeando con ojos lacrimosos—. ¿Y qué va a pasar ahora?

—No lo sé —contestó el doctor—. Sólo puedo decir una cosa: la ley que prohíbe el consumo de pulpa no se ha aplicado durante muchos años, pero pronto se aplicará. Más aún, la están haciendo más severa. El gobierno está preparando las medidas definitivas. El primer ministro se dirigirá a la nación dentro de pocos días. A la gente no le estará permitido consumir hierba elaborada. El consumo de pulpa refinada y concentrada hará que se produzcan serias mutaciones en la segunda generación, así como cambios irreversibles en los tejidos humanos y la destrucción total de la personalidad. Pronto empezarán las detenciones en masa y los juicios a los procesados. Es el final de los herbívoros. A los estratos más bajos de la sociedad y a los llamados ciudadanos pálidos esto les afecta en menor grado, pero las personas pudientes que consumen una destilación alta van a ser perseguidas. Obligarán a todo el mundo a hacerse análisis de sangre y registrarán los resultados… Declararán el consumo de hierba como una enfermedad. Incluso se podría hablar de epidemia. La cantidad de niños verdes seguirá aumentando. Ahora apenas podemos controlar…

—¿A los niños?

El doctor sonrió amargamente.

—¿Qué tienen que ver aquí los niños? A los padres, a las madres. Las madres se autolesionan en plena histeria. Incluso ha habido intentos de suicidio.

Godunov guardó silencio y luego preguntó:

—¿Cómo puede vivir en medio de todo esto?

—La pregunta está mal formulada —respondió fríamente Smirnov—. ¿Saben?, yo ya he vivido lo mío. He visto de todo. Entre paréntesis, sólo soy un poco más joven que Misha Pushkov-Riltsev. Para ustedes somos casi de la misma edad. Sería más correcto preguntarme cómo USTEDES van a vivir con todo esto.

—Tenemos que irnos —dijo Saveliy con voz ronca, obligándose a ponerse en pie.

—No debería haberles contado nada —se lamentó el doctor.

Garri Godunov hizo un cómplice guiño de ojos.

—Nosotros no hemos visto nada —declaró—. Sólo hemos hablado de la desaparición de un anciano. Cinco minutos. Después nos ha despachado. Es una pena que no sepa nada del paradero de Mijáil Evgráfovich.

El médico tosió.

—Quizá —apuntó a media voz— deberían ustedes comprobar el último vuelo a la Luna. Viajes baratos, en clase económica.

—¡Bingo! —exclamó Godunov con una mirada centelleante—. Tendría que haberlo adivinado. ¿Qué dices, Hertz?

—Al diablo con eso —respondió Saveliy—. Me importa un carajo. Tenemos que irnos, Garri. Yo tengo que irme. Urgentemente.

—Tú no debes nada a nadie —observó tranquilamente Godunov—. Pero te comprendo. Vámonos.

Capítulo 7

—¡¿Has consumido?! ¡¿Comías o no?!

—No grites.

—¡Habla! —gritó Saveliy.

—Sí. Pero tú también…

—¡Calla!

Bárbara levantó hacia él la cara hinchada por el llanto.

—No grites, por favor.

—¿Qué número?

—¿Qué?

—¡¿Qué destilación?!

—Sexta —musitó, sintiéndose perdida—. O séptima. Quinta, novena, octava… No me acuerdo.

Estaba sentada abrazándose las piernas, iluminada por tonos rubí y dorados. La luz entraba desde fuera: tras la enorme cristalera del dormitorio colgaba en el cielo nocturno una inmensa instalación en tres dimensiones, una esfera nubosa haciendo publicidad del agua Baikal Double Extrapremium.

En ella danzaban, temblaban, parpadeaban unas letras ciclópeas:

VENCE AL DESTINO. VENCE A TODOS. VENCE LA SED.

—Haz memoria —dijo Saveliy—. Por favor. ¿Qué número de destilación, quinta o sexta?

—Cogía lo que había.

—¿Dónde la conseguías?

—Eso da lo mismo.

—¡Dime dónde! ¡¿Dónde la conseguías?!

—Pero ¿para qué…?

—¡¡¡Habla!!!

—En casa de Masha.

—¿Y de dónde la sacaba Masha?

—No lo sé.

—Pero ahora sí sé que Masha tiene un «amigo». Y tú comprabas pulpa al «amigo» de Masha.

—Sí —contestó .

Saveliy estaba temblando y respiraba de manera entrecortada.

—Estupendo. Incluso podía no haber preguntado. Voy a destruir a esa perra y a su «amigo».

—¡Basta ya! —dijo Bárbara alzando la voz y levantándose de golpe de la cama. Saveliy retrocedió y casi tiró una silla. Hacía un minuto había sentido deseos de estampar esa silla contra la pared, y se contuvo con dificultad.

Bárbara se retorció desagradablemente y le dio un empujón en el pecho.

—¡Mira tú, el defensor de la moral! ¿Qué me dices de ti? ¿Cuántos años llevas consumiendo esa porquería? ¿Diez? ¿Quince? ¿Cuánto dinero te has gastado en ella? ¿Cuántos miles de tabletas te has tragado? ¿Quién eres tú para venir a reprocharme nada?

—¿Yo? —preguntó Saveliy—. ¿Que quién soy yo? Yo soy un hombre. Los hombres siempre se están envenenando con alguna mierda. Sin eso no pueden vivir. Siempre ha sido así. O vodka, o drogas, o pulpa de tallo… No confundas una cosa con otra. No me compares contigo. Los hombres no pueden vivir sin doparse. Siempre necesitan alguna ponzoña…

—¿Para qué? —preguntó con desprecio.

—No lo sé. Así ha sido y así seguirá siendo. Si no es la pulpa es el vodka. Pero tú eres mujer, un ser puro. ¿Para qué necesitas ponerte?

De repente se sintió extenuado. La silla pareció estar puesta allí como a propósito.

—Tú —dijo Bárbara casi en un murmullo— no eres peor que yo, ¿sabes?, porque todos comen hierba. Tú, yo, Masha, su «amigo»… —Saveliy hizo un gesto de protesta, pero su mujer alzó la voz—: ¡Todos! Unos constantemente, otros de vez en cuando. Unos mienten diciendo que no consumen, pero en realidad consumen más que los demás. Otros simplemente se callan, y consumen en silencio sin comentarlo con nadie, aparentando que están limpios. La mayoría es de ese tipo… Todos beben mucha agua, todos se pelean por el sol… Y nadie tiene la culpa, Saveliy.

—¡Alguien es siempre el culpable! —chilló Hertz, saltando del asiento y apretando los puños—. ¡Yo soy culpable! ¡Tú eres culpable! ¡Todos somos culpables!

—Todo Moscú la consume desde hace cuarenta años.

—No todos —replicó Saveliy, acalorado—. Garri Godunov no consume. Antes sí, pero lo dejó. Y Gosha Degot no comía… Ni el doctor Smirnov. Ellos lo consiguieron, nosotros no.

—¿Y dónde está ahora tu Gosha?

—No lo sé. Pero Godunov…

—Godunov —dijo— es un vagabundo borracho. Mejor comer hierba que ser como Godunov.

—Así están las cosas —pareció resignarse Saveliy.

—Sí, así están. Es mejor parir un hombrecillo verde que no parir jamás.

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