Cómo descubrimos los numeros (2 page)

BOOK: Cómo descubrimos los numeros
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Cuando se inventó la escritura, los sumerios y los egipcios tenían ciudades, templos y canales de riego, construcciones que se realizaban mediante la cooperación de muchas personas, todas las cuales tenían que aportar su tiempo y esfuerzo y estaban obligadas, además, a pagar impuestos.

Por tanto, se hizo necesario llevar registros. Los encargados de esa tarea fueron los sacerdotes de los templos; tenían que saber con toda seguridad quién pagaba impuestos y a cuánto ascendían. Podían memorizar esas cifras, pero la memoria juega malas pasadas y los errores provocan discusiones. Lo mejor sería inventar unos signos que indicasen de forma permanente el estado de los impuestos; si surgiera una disputa no habría más que consultar los signos.

En los principios de la escritura, los sacerdotes empleaban una señal distinta por cada palabra, lo que obligaba a memorizar una enorme cantidad de señales, y eso hacía muy difícil aprender a leer y escribir, por lo que antiguamente sólo los sacerdotes sabían hacerlo. Entre las señales más importantes estaban las correspondientes a los números. Al fin y al cabo, los registros estaban llenos de ellos: tanta cantidad de esto, tanta de aquello.

Podría crearse una marca especial para cada número, pero como hay tantos, sería necesario recordar miles de signos.

Claro que, como en el origen de los números estaban los dedos, ¿por qué no representar el número uno con un palote vertical, que recuerda a un dedo? Eso mismo se les ocurrió a los egipcios, por ejemplo. Para ellos el uno se representaba mediante una señal parecida a I.

Las marcas o símbolos que se usan para representar los números se llaman numerales. El símbolo I es un ejemplo de numeral egipcio. Otros pueblos usaron el mismo símbolo o muy parecidos, porque cualquiera que pensaba en el número uno dibujaba un dedo.

Saber exactamente cuáles eran los símbolos usados tiene, sin embargo, poca importancia; lo que interesa es saber cómo se usaban. Esto lo entenderemos mejor si recurrimos a los símbolos con los que estamos familiarizados; así, para el número uno usaremos el símbolo I.

Supongamos ahora que queremos simbolizar por escrito el dos. En lugar de inventar un nuevo numeral, ¿por qué no escribir II que recuerda a los dedos? Es fácil escribir así los siguientes números: III es tres, IIII es cuatro, IIIII es cinco, etcétera, hasta llegar a IIIIIIIII, que equivale a nueve.

La ventaja que tiene este procedimiento es que no hay más que contarlos para determinar a qué número se refieren los símbolos. El inconveniente es que cuando son muchos símbolos resulta pesado escribirlos y contarlos; además, es fácil equivocarse en cualquiera de las dos operaciones.

Los egipcios seguían ciertas pautas para ordenar los palotes. Por ejemplo: no escribían IIIII, sino III y debajo II; en efecto, es más fácil ver tres marcas con dos más debajo, que ver cinco seguidas. De la misma forma, no escribían nueve así: IIIIIIIII, sino que organizaban los signos en tres grupos de tres dispuestos uno debajo de otro.

Pero cuando los números son verdaderamente grandes, ni siquiera la división en grupos menores sirve de gran ayuda. Piensa, por ejemplo, que veinticinco se escribiría IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII.

Lo que hicieron los egipcios fue inventar un nuevo símbolo para el diez: tenía el aspecto de una U colocada boca abajo. No necesitamos usarlo, sin embargo, para demostrar cómo funcionaban los numerales egipcios; para que todo sea más fácil supondremos que ese símbolo era una D, de diez.

El once se escribiría DI o ID. El orden no importa, porque tanto da diez y uno como uno y diez, el número siempre será once. Doce podría escribirse DII, IID y hasta IDI: cualquiera de las tres combinaciones sumaría doce.

De todas formas, sería preferible utilizar un sistema único, porque así la gente se acostumbraría a él y entendería los números con mucha más facilidad. Podemos, por ejemplo, colocar los numerales grandes a la izquierda y los pequeños a la derecha. De esta forma, veintitrés se escribiría DDIII (diez y diez y uno, uno y uno). Setenta y cuatro sería DDDDDDDIIII y noventa y nueve equivaldría a DDDDDDDDDIIIIIIIII. Naturalmente, se podrían organizar en grupos los símbolos D e I para facilitar la lectura de las cifras.

Los egipcios decidieron que no podían escribirse más de nueve signos iguales seguidos, por lo que inventaron un nuevo símbolo para utilizarlo cada vez que otro se repetía diez veces.

Para escribir cien habría que repetir diez veces el símbolo del diez, es decir: DDDDDDDDDD. En vez de eso, se inventó un nuevo símbolo que significara cien; en el antiguo Egipto era algo parecido a g.

Para facilitar la comprensión, nosotros usaremos la letra C, inicial de cien que es fácil de recordar.

Trescientos treinta y tres se escribiría CCCDDDIII. Setecientos dieciocho sería: CCCCCCCDIIIIIIII y ochocientos noventa equivaldría a: CCCCCCCCDDDDDDDDD.

Con estos tres símbolos puede escribirse cualquier número hasta el novecientos noventa y nueve, que quedaría: CCCCCCCCCDDDDDDDDDIIIIIIIII.

Para escribir cualquier número comprendido entre uno y novecientos noventa y nueve bastaría con memorizar tres símbolos distintos, de los que ninguno se contaría más de nueve veces seguidas. Para escribir mil habría que repetir diez veces el símbolo del cien y, por tanto, tendrían que inventar un nuevo símbolo. También se inventarían otros para diez mil, cien mil, etcétera.

Por este procedimiento, (inventando un símbolo nuevo cada vez que se repita diez veces otro), se puede escribir cualquier número, por grande que sea.

3. Los números en la época romana

El sistema egipcio de numerar concedía especial importancia al número diez, porque ése es el número total de dedos que hay entre las dos manos.

Los mayas, un pueblo que habitaba al sur de México antes de la llegada de los españoles, utilizaban un sistema basado en el número veinte, porque ésa es la suma de los dedos de pies y manos. Incluso en Europa quedan, todavía, reminiscencias de esa forma arcaica de contar; así, en francés, ochenta se dice «cuatro veintes»; la palabra inglesa score, que actualmente se aplica sobre todo para contar los puntos de los juegos, significa también veinte o veintena.

También el doce tiene un interés especial, porque en ciertos aspectos es más cómodo de usar que el diez. Éste sólo es divisible por dos y por cinco. Si las cosas se agrupan por decenas, es imposible dividirlas en tercios y en cuartos. Doce, por el contrario, es divisible por dos, por tres, por cuatro y por seis.

La extensión del término
docena
sugiere la importancia del doce. Así, solemos contar los huevos por docenas. Media docena equivale a seis; un tercio de docena a cuatro; un cuarto a tres; y un sexto a dos. Hay cosas (los clavos, por ejemplo) que suelen venderse por docenas de docenas o gruesas; una gruesa son doce docenas, que equivalen a ciento cuarenta y cuatro unidades.

Los sumerios daban mucha importancia al sesenta, que todavía puede dividirse por más números que el doce. El sesenta conserva actualmente su importancia; así, una hora tiene sesenta minutos, y cada minuto se divide en sesenta segundos.

Cuanto mayor sea el número en que se base el sistema, también habrá de serlo la cantidad de signos repetidos que habremos de escribir. Supongamos que los egipcios inventaran un nuevo símbolo para usarlo cada vez que reunían doce de orden inferior en vez de diez; en tal caso, en lugar de añadir otros iguales, sólo tendrían que repetir once veces el mismo; y con veinte o sesenta, las cosas serían aún peores.

Pero supongamos, ahora, que empleamos un número inferior a diez; el cinco parece razonable, ya que esos son los dedos de una mano.

Hace unos 2000 años, Roma gobernaba grandes regiones de Europa, Asia y África. En aquel «Imperio Romano» se empleaba un sistema de numerales basado en el cinco, que se escribía con símbolos tomados del alfabeto. Como en Europa se adoptó el alfabeto romano, sus símbolos de numeración nos resultan todavía familiares.

Los romanos empezaron por conservar la escritura del uno como solía hacerse, es decir, I. También conservaron los signos del dos, tres y cuatro: II, III, IIII. Hasta aquí, los numerales romanos son como los egipcios, con la diferencia de que había que inventar uno nuevo cada vez que un símbolo se repitiese más de cuatro veces. Y así, en lugar de escribir cinco como hacían los egipcios –IIIII– escribían V.

El seis ya no era IIIIII, sino VI. Nueve se escribía VIIII. No podían escribir VIIIII para el diez, porque el símbolo I se repetiría cinco veces y eso iba contra las reglas; hubo que buscar un nuevo símbolo: X.

La lista completa de símbolos hasta mil es la siguiente:

I = uno

V = cinco

X = diez

L = cincuenta

C = cien

D = quinientos

M = mil

Al idear símbolos especiales para cinco, cincuenta y quinientos, los romanos se evitaron tener que repetir los de uno, diez y cien más de cuatro veces.

Veintidós se escribía XXII. Setenta y tres era LXXIII. Cuatrocientos dieciocho se escribiría CCCCXVIII. Mil novecientos noventa y nueve es, en números romanos, MDCCCCLXXXXVIIII.

Para escribir mil novecientos noventa y nueve según el sistema egipcio habría que utilizar un símbolo para el mil, nueve de cien, y otros tantos de diez y de uno, lo que hace un total de veintiocho símbolos. Con los numerales romanos basta con usar dieciséis.

En el sistema egipcio no hay más de cuatro símbolos distintos, frente a los siete del romano. Por tanto, este último obliga a contar menos, pero hay que memorizar más.

El orden en que se escribieran los numerales romanos carecía de importancia al iniciarse su desarrollo; tanto daba escribir XVI que XIV, IXV o VIX: todos significaban dieciséis. Cualquiera que sea el orden en que se pongan, el resultado de la suma de diez, cinco y uno es dieciséis.

Pero, de todas formas, la escritura es siempre más sencilla si se ordenan los símbolos según unas reglas previamente acordadas. Lo usual es colocar juntos todos los que son iguales; cuando son distintos se empieza colocando los más grandes a la izquierda, de forma que a la derecha queden siempre los más pequeños. Setenta y ocho, por ejemplo, debe escribirse LXXVIII, es decir, primero L, luego XX, después V y, finalmente, III.

Los romanos descubrieron, con el tiempo, un procedimiento para reducir aún más la cantidad de veces que era necesario repetir un símbolo determinado. Si los símbolos se escriben siempre de izquierda a derecha, ¿por qué no invertir el orden en casos especiales?

En el orden habitual, cuando el símbolo menor sigue al mayor, ambos se suman. Así, VI es «cinco más uno», que equivale a seis. Pero si el símbolo menor precede al mayor, se resta de éste; según esta nueva regla, IV significa «cinco menos uno», es decir, cuatro.

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