Corazón de Ulises (33 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Zeus, orgulloso de aquel hijo ejemplar, lo subió al Olimpo, Atenea lo acomodó en un asiento de la morada de los dioses, Hera lo aceptó a regañadientes y, desde entonces, pasó a ser uno de los inmortales. La verdad es que se lo merecía. Aquellos dioses asesinos, promiscuos, libidinosos, traidores, crueles y desalmados no podían tener un hijo mejor.

Entretanto, los hombres griegos, aquí abajo, intentaban construir un mundo razonable. ¡Qué mérito el suyo! Tratar de emular a aquellos dioses, heredados de tantas culturas diversas y muchos de ellos importados de Asia, sólo podía conducir a la barbarie, como nos muestran las hazañas de Hércules. Intentar sacarles de su trono y construir una vida amable y gobernada por una moral laica constituía una verdadera hazaña. Y eso es lo que hicieron los griegos.

Peor fue lo de Edipo, a quien los dioses hicieron una verdadera jugada, digna de aquellos inmortales carentes de escrúpulos y amigos de divertirse como niños con los sufrimientos de los hombres. Y al pobre Edipo le convirtieron en víctima de sus sádicas travesuras.

Cuenta el mito que, en Tebas, durante los días de la generación anterior a Hércules, gobernaba el rey Layo, que se casó con Yocasta. Como no tenían hijos, Layo fue a consultar al oráculo de Delfos, y la Pitonisa le reveló que quedarse sin descendencia era lo que más le convenía, pues en su futuro estaba escrito que moriría a manos de un hijo suyo alumbrado por Yocasta. Así que Layo regresó y repudió a su esposa sin más explicaciones. Yocasta, molesta por el asunto, le emborrachó una noche y logró que el rey le hiciera el amor. Y se quedó embarazada.

Cuando el niño nació, Layo le agujereó los pies, lo ató y lo dejó abandonado a las fieras en el monte Citerón. Pero antes de que se lo zamparan las alimañas, un pastor lo recogió, le puso de nombre Edipo y se lo llevó a Corinto, donde los reyes Pólibo y Peribea, que no tenían hijos, lo adoptaron.

Siendo ya un muchacho, Edipo visitó el oráculo de Delfos, para conocer su futuro. La Pitonisa le reveló que mataría a su padre y se casaría con su madre. Y el chico, que amaba a los reyes corintios, creyendo que eran sus verdaderos padres, huyó horrorizado de su patria adoptiva.

En el camino, al atravesar un desfiladero, se topó con un carro en el que viajaba Layo y que conducía el auriga Polifontes. Layo ordenó a Edipo apartarse y éste no hizo caso. Polifontes arreó a los caballos y una de las ruedas pasó por encima del pie de Edipo. El joven mató de un lanzazo al auriga y luego, al ver que el rey había caído del carro y estaba enredado entre las riendas, dio de latigazos a los caballos, que arrastraron por el camino el cuerpo de Layo hasta matarlo.

Edipo llegó a Tebas y en la puerta se encontró con la Esfinge, un monstruo con cabeza de mujer, cuerpo de león, cola de serpiente y alas de águila. La Esfinge mataba a todos los que no eran capaces de responder a una adivinanza que les proponía. Era ésta: «¿Cuál es el ser que tiene unas veces dos pies, otras tres, otras cuatro, y es más débil cuantos más tiene?». Edipo respondió: «El hombre, puesto que anda a gatas cuando es niño, sobre dos pies en su juventud y en su vejez se ayuda de un bastón». La Esfinge, vencida, se suicidó arrojándose al abismo desde una montaña.

Los tebanos aclamaron al hombre que les había librado del monstruo, lo proclamaron rey y Edipo se casó con la reina Yocasta, viuda de Layo. El destino se consumaba, aunque Edipo no sabía nada sobre ello.

Tiempo después, una peste mortífera cayó sobre la ciudad. Cuando los tebanos consultaron al oráculo, la Pitonisa les dijo que, para librarse de la peste, debían echar de su ciudad al asesino de Layo. Edipo decretó que, si se encontraba al criminal, sería expulsado de Tebas.

Consultaron al ciego Tiresias sobre quién podía ser el asesino. Y el adivino respondió que era el propio Edipo. Nadie le creyó al principio. Pero poco después llegó una carta desde Corinto, escrita por la reina Peribea, en la que revelaba la verdadera identidad de Edipo. Yocasta se ahorcó, avergonzada de su incesto. Y Edipo se cegó clavándose alfileres en los ojos.

Exiliado, Edipo vagabundeó de ciudad en ciudad, acompañado por su hija Antígona, que le sirvió de lazarillo. Murió en Colono, asesinado por las Erinias, y el héroe Teseo lo enterró en Atenas.

Tal fue la desdichada historia del pobre Edipo: un juguete en manos del destino decretado por los dioses, una vida atrapada por la fatalidad contra la que ni siquiera tuvo la oportunidad de rebelarse.

Muchos siglos después, este mito tebano daría argumento a la que Aristóteles consideraba el modelo de todas las tragedias:
Edipo rey
, del dramaturgo Sófocles, el «Shakespeare de la Antigüedad», quizá escrita en el 420 a.C, en plena eclosión del genio ateniense. Sófocles convirtió a Edipo en la expresión de un pensamiento muy griego: que los hombres ejemplares, al contrario que los hombres comunes, deben llegar al conocimiento a través del dolor y que la evasión ante la verdad no es un acto heroico. Edipo, que desconocía la verdad sobre sí mismo, llegó hasta el final para comprenderla, y soportó con heroísmo y dolor la tremenda revelación.

¡Cuánta sangre, cuánto horror, cuánta desolación en aquellos lejanos años cuya historia nos ha llegado tan sólo a través del mito! ¡Qué terror cotidiano el de los hombres ante la destrucción y el asesinato, ante la ignorancia de su destino, ante los designios maléficos de los dioses y las honduras salvajes de su propia alma! Por suerte, escritores como Sófocles, antes Homero, y muchos otros brillantes poetas y dramaturgos, trataron de buscar fórmulas redentoras para el atribulado corazón humano, intentaron explicarse el mundo, humanizar el caos, conocer el signo del horror, construir una moral humana alzada contra el crimen y, además de eso, divertirse. F. J. Gómez Espelosín, en su libro
Introducción a la Grecia antigua
, se pregunta si la religión griega era una religión pesimista, y concluye que sí, que ciertamente lo era. Pero añade una importante reflexión: «Esta autoconciencia de las limitaciones de la vida humana [la de los griegos] produjo, sin embargo, un efecto contrario al pesimismo: el deseo de obtener el máximo provecho de cuanto nos pudiera deparar el presente. Se desarrolló, por tanto, un ideal de vivir con plenitud y dignidad el presente». Mircea Eliade lo ha definido como la sacralidad de la condición humana: «El gozo de vivir, descubierto por los griegos, revela la bienaventuranza de existir, de participar en la espontaneidad de la vida y en la majestuosidad del mundo».

Puede añadirse que, además de eso, los griegos construyeron una ética laica, casi clandestina, mientras tenían a sus dioses en los altares. Es el noble empeño de todas las edades: buscar la alegría desde el escepticismo, desde la desesperanza; arrojarse a los caminos del dolor con el ánimo de la libertad y de la valentía; soñar una vida mejor desde la comprensión de que casi todo es indigno; indagar en el corazón de los hombres en busca de aquello que nos hace nobles, mientras nadamos en una sucia charca rodeados de otros hombres innobles. Ésa fue la gran tarea de la literatura y el pensamiento griegos, y ésa será siempre la tarea de la cultura de cualquier tiempo esperanzado.

Antes de abandonar Tebas, la siguiente mañana, para viajar a Atenas, me acerqué otra vez hasta los jardines donde se encontraba el busto de Píndaro. Quería llevarme un recuerdo grato de esta Tebas tan emparentada con el horror. Píndaro la vio, no obstante, de diferente manera, y la nombraba así: «La ciudad de la diadema de oro, la del bello carro, la estatua muy santa».

Toda la grandeza del alma tebana está en las manos de Píndaro. Y Grecia entera veneró al poeta, porque su espíritu crecía más allá del amor a la ciudad que le vio nacer: era un panhelenista convencido, y un punto beato, pues alcanzó el grado de sacerdote y nunca consintió que nadie pusiera en duda la santidad de los dioses. Recibió reproches de sus conciudadanos a causa de la admiración que sentía por Atenas, la gran rival de Tebas: «Oh, tú, gran ciudad de Atenas», escribía en su Pírica séptima, «tu nombre para el poeta es siempre el magnífico preludio de sus cantos, el fundamento de los himnos con que va a celebrar la poderosa raza de los Alcmeónidas y sus corceles victoriosos. ¿Puede Grecia nombrar una ciudad y una familia que hayan conquistado jamás gloria más radiante?».

Según la mayor parte de sus biógrafos, nació en el 518 a.C, en el seno de una familia noble, y murió hacia el 438 a.C, cuando tenía ochenta años. Fue un gran viajero y el propósito de sus viajes no era otro que asistir a los juegos atléticos allá donde se celebraban, incluyendo la lejana Sicilia. Cantaba a los vencedores de las diversas competiciones, y como bien dice Agustín Esclasans, en el prólogo a una de las ediciones españolas de sus obras, «si viviese hoy, en nuestro mundo moderno, sería sin duda alguna un gran crítico deportivo».

No hay otro poeta coral tan magnífico como él en todo el rutilante siglo V, y sus odas han inspirado a muchos poetas posteriores, desde Horacio a Hölderlin y a Ezra Pound. Su fuerza metafórica era sólo comparable a la del trágico Esquilo, que fue su contemporáneo. Vivía en la exaltación de los valores del mundo clásico, y su forma de entender la
areté
era muy semejante a la de Homero: «… pues la recompensa de los generosos guerreros es la fama. La lira y las inflexiones variadas de la flauta celebran para siempre su gloria. Zeus quiere que inspiren el genio de los sabios», cantaba en su Ístmica cuarta. Y en la Nemea cuarta expresaba parecida idea: «Las altas hazañas viven más tiempo gracias a los cantos que, con el favor de las Gracias, los poetas arrancan de su genio».

Al propio tiempo que exaltaba la virtud de los vencedores de los juegos ponía en el más alto rango el papel de la poesía, que era también una vía de ascensión hacia la fama y la gloria. «Pero, ya que fatalmente debemos morir», cantaba en su Olímpica primera, «¿quién querría arrastrar, a través de las sombras, y también del reposo, una oscura e inútil senectud, privado de cuanto constituye la honra de una vida? […]. ¡Ojalá puedas, en esta vida, alcanzar la cumbre de los honores! ¡Y ojalá yo mismo pueda mezclarme con los vencedores, e ilustrarme, por mis méritos, entre todos los griegos!». Unos cuantos siglos más tarde clamaría así la voz de Don Quijote: «Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos…». Todos los grandes escritores le deben algo a Grecia.

El aliento de lo trágico impregnaba la obra de Píndaro, su poesía llegaba al fondo de las perplejidades humanas, siempre en busca de una redención que únicamente podía lograrse con los valores del mundo de los héroes clásicos. «El hombre vive tan sólo un día», dice su última oda Pítica. «¿Qué es el hombre?, ¿qué no es? No es más que la sombra de un sueño. Pero cuando Zeus le concede la gloria, una brillante luz, un rayo de alegría ilumina su vida.»

La leyenda dice que Píndaro murió mientras presenciaba la representación de una obra trágica de Eurípides, una muerte que él mismo había deseado y expresado en un verso: «Morir, en la última muerte, vencido por el sueño», dijo. Se cuenta que, al concluir la obra, un discípulo que le acompañaba notó la cabeza del poeta apoyarse en su hombro. Parecía dormir, pero tan sólo se había ido dulcemente de la vida.

Descendí la cuesta, desde la ciudad alta, hacia la estación. Un rato después tomaba el tren de Atenas. Marchaba el ferrocarril por senderos estrechos, que flanqueaban altos riscos alfombrados por árboles quemados, entre pinos que eran cadáveres negros y tierras agostadas por una espesa capa de ceniza. El anterior verano los incendios habían arrasado casi la mitad de la superficie forestal del país. Y allí estaban las huellas del desastre, como si fueran los rastros de aquel demente Hércules, los caminos sobre los que el terrible bruto arrojó el viento llameante de la guerra y la muerte.

Capítulo XVI
Batallas heroicas para un gran reportero

¡Atenas! Convocas su nombre y todavía percibes el brillo de su luz desde la distancia de los siglos. ¿Qué seríamos sin el faro espiritual de esta ciudad? «Siempre los jóvenes, si desean buenos educadores», cantó Píndaro en una de sus odas, «deben acudir a la ilustre Atenas».

Ahora, pasado el mediodía, mientras el tren entraba en la cutre estación de la capital griega, viniendo desde Tebas, mi cabeza escupía odas pindarianas por las sienes, la nuca y la frente. Pero hay que contenerse en estos casos, sobre todo cuando asomas a una ciudad que, en lugar de un esplendoroso templo de la cultura, parece un arrabal en el que la vulgaridad invade los días del presente.

Y ésa es la primera impresión que te produce el vistazo que echas sobre Atenas al llegar: que estás en una de esas ruidosas y desbaratadas ciudades del Mediterráneo donde, si alguna vez hubo cultura, ya no queda ni gota. Yo conocía Atenas de viajes anteriores, pero no acabo de acostumbrarme a la idea de que una historia tan luminosa como la de esta ciudad se guarde bajo una apariencia tan poco noble.

Grecia es un país lleno de ciudades hermosas, como Alexandrópolis, Tesalónica o Nauplia, que fue la primera capital de la nación cuando los griegos lograron su independencia del Imperio otomano, en 1829, tras casi cuatro siglos de dominio turco sobre sus territorios. Luego, la capitalidad pasó a Atenas, la más fea y ruidosa de todas las urbes griegas.

Uno de los mayores problemas que encuentra el extranjero al llegar a Atenas por tren, cargado con el bolsón al hombro, es encontrar un taxi que te lleve a un hotel. Y no porque no haya taxis, que abundan en la ciudad, sino porque hace falta que los taxistas estén de acuerdo en que subas a su vehículo. Todos son colectivos, y van recogiendo pasajeros según el trayecto que les es conveniente. Tú te paras en una esquina y empiezas a hacer señas a los que pasan. El coche, casi siempre cargado ya con uno o dos pasajeros, se arrima a ti, asoma el chófer la jeta y tú le dices la dirección adonde quieres ir. Por lo general, parece no convenirles. Dan un bufido y se largan, molestos porque les hayas hecho detenerse unos segundos.

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