Authors: Javier Reverte
Yo lo leí cuando tenía diez años, en una edición resumida para niños, y creo que es el libro que me decidió a viajar y a intentar ser escritor. Luego, he vuelto a su versión íntegra en varias ocasiones: siempre se encuentra algo nuevo en sus páginas, siempre emociona. A los clásicos no terminas de leerlos nunca y en sus páginas hallas asuntos en el relato y aspectos del estilo y la estructura en los que antes no habías reparado.
Los libros clásicos hablan más hondo en nuestra alma con cada lectura que reemprendes.
No resisto la tentación de recordar aquí los hermosos principios que he señalado antes: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…» (Cervantes). «Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez» (Hemingway). «Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé» (Camus). «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su casa convertido en un monstruoso insecto» (Kafka). «Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo» (Juan Rulfo). «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo» (García Márquez).
Palabra literaria.
Dormí acunado por el ruido de las olas aquella primera noche cerca del mar de Ítaca. La luz del amanecer me despertó, atravesando las rendijas de los postigos, aquel jueves inolvidable de finales del verano. Me preparé café en la habitación. Luego bajé a la terraza solitaria, a la sombra de un pino amable, y tomé unas notas en el cuaderno. ¡Qué hermoso es escribir, con ganas de escribir, debajo de un árbol, en un territorio que apenas conoces, y en soledad, mientras el mar se mece delante de tus ojos!
Más tarde descendí hasta el embarcadero. Había un viejo por allí que barría las hojas caídas la noche anterior, en la entrada del restaurante que daba a la carretera. Parecía un hombre algo discapacitado y Dimitris le pagaba un pequeño sueldo por limpiar y recoger las basuras.
Me acerqué a la orilla del mar. Dos mujeres pescaban al volantín. Eran de edad avanzada, robustas y ágiles. Una de ellas, vestida con un chándal de color verde, gorrita de béisbol en la cabeza y tetones sueltos bajo la sudadera, fabricaba bolas de miga de pan que enganchaba en los anzuelos. Y los echaba al agua amarrados al sedal, con buen tino y lejos de tierra, luciendo su vigor musculoso y ajustando el tiro. La otra, vestida de luto, desprendía una honda energía desde su rostro curtido y sus musculosas pantorrillas. Pescaba más que la del chándal. Reparé en que ni siquiera se miraban.
Subí luego a mi motito japonesa y me acerqué hasta Vathy. Sospeché enseguida que los pocos habitantes de la ciudad ya sabían que un escritor andaba por el pueblo, porque la gente me miraba de soslayo: en los lugares pequeños un extranjero es siempre novedad, aunque nadie te lo muestre de modo directo.
En el supermercado, padre e hija despachaban en la caja. Ella, rubia y jacarandosa, me sonreía mientras apoyaba los codos ante el teclado del ordenador. El padre, también muy pródigo en sonrisas, me contó sus hazañas durante los días en que sirvió como marinero en los barcos de Onassis. Pasé un buen rato con ellos.
Después, en la tienda de
souvenirs,
una mujer madura me presentó a un marino que había navegado por los mares de América del Sur y hablaba un español más que correcto. Le invité a un café y no aceptó. Tal vez porque, un poco antes, había detectado mi mirada de estupor mientras me explicaba las razones por las que, según él, la dictadura de Franco fue más benigna que la de los coroneles griegos: «Mataron a mucha gente unos y otros; pero Franco invirtió el dinero de la dictadura en mejorar la economía y en desarrollar el turismo, en tanto que los coroneles lo gastaron en armas y desfiles. Hay militares más tontos que otros, como todo en la vida». Lo cierto es que no supe muy bien qué contestarle, quizá porque todavía no he aprendido a distinguir las diferencias entre los tiranos.
Pasé junto a un bar donde Dimitris jugaba a los naipes. Me saludó con un blando movimiento de ojos y siguió a lo suyo. Le entendí muy bien: cuando alguien juega a las cartas, está a lo que está, por muy educado que sea, y no es cortés ni prudente distraerle.
Daba vueltas, de nuevo, de una a otra punta de los muelles de Ítaca. Me sentía como un insecto tonto que no sabe bien lo que hace en un lugar que no conoce. Pero, por alguna razón extraña, era feliz allí. No buscaba nada en Ítaca, quería tan sólo estar en la isla y sentirla al pisarla. Mirando hacia la montaña, al lado contrario del mar, contemplaba las colinas y las veía como si fueran seres vivos. En muchos lugares de Grecia, y sobre todo en las islas, nacidas de violentos volcanes apagados, la tierra camina hacia lo alto, se eleva sobre sí misma con violencia, como hicieron sus hombres, como hizo nuestro Ulises. Hubo en los griegos un anhelo por trepar más allá de sí mismos y su geografía parece retratar ese corazón exagerado. Las montañas de Grecia, las de Ítaca en este caso, y el alma de los griegos, de los de ayer, como Ulises, y de los de hoy, como Dimitris, semejan ser una materia única.
Así eché el día, dando vueltas con la moto por las cercanías de Vathy y caminando el pueblo bajo la calorina. En la atardecida regresé al hostal, sin fatiga, bien comido y deseoso de charla. Dimitris había reunido a un grupo de amigos. Hablaban de las elecciones municipales que iban a celebrarse el siguiente domingo. Me uní a los tragos y admiré en silencio un debate en un idioma del que no entendía una sola palabra, pero cuyos sonidos me hacían pensar en Homero. Es lo que tiene la literatura leída cuando niño: que te apasiona siempre aquello sobre lo que imaginas casi todo y sobre lo que apenas sabes nada.
Más tarde, Dimitris me explicó que discutían sobre los candidatos a la alcaldía. «Ya ve», dijo, «éramos cuatro y a cada uno nos gusta un candidato diferente. Eso es muy mediterráneo. ¿No sucede así en España?».
No había clientes a la hora de la cena. Bettina y su hermano Johannes se unieron a nuestra mesa y siguieron los chupitos de whisky seco. Asomaron pescados del día y vino blanco. Las tres tortugas que vivían en los parterres, dos machos y una hembra, acudieron a contemplarnos con ojos de antropólogos ilustres. El mar sonaba al fondo, olían los jazmines y cantaban los grillos. Bobby llegó a bordo de su moto con rostro fatigado.
—He ido hasta la cueva de las Ninfas y está cerrada con cadenas y una verja. No hay posibilidad de hacer allí una buena foto. ¿Crees que es fundamental una fotografía de ese sitio? —me preguntó con ojos desolados.
—Inténtalo otra vez, chico —se adelantó Dimitris—. Sin las ninfas, no es posible explicarse Ítaca. ¿Has leído la
Odisea
?
Bobby, agotado, se fue a la cama. Johannes, el hermano de Bettina, andaba ocupado en otras obsesiones:
—Los gatos de aquí no viajan a otras islas y se mezclan entre ellos. Es como un continuo incesto gatuno desde que llegó la primera pareja. Su sangre no se renueva y acabarán todos locos.
—Envía algunos desde Alemania cuando regreses —me aventuré a opinar.
Bettina y Dimitris rieron mientras rellenaban sus vasos con un chorrito de whisky.
—Aquí no se renueva la sangre —insistió Johannes—. Desde que he llegado, todo el mundo me pregunta si soy soltero. ¿Pensáis que quieren buscarme novia para renovar la raza?
—Si tuviera tu edad —le dije— no saldría de aquí y me echaría novia.
—Pero es que casi todas tienen bigotes —concluyó Johannes.
—Aféitalas si es de tu gusto, seguro que no les importa con tal de renovar su sangre —añadió con gesto serio Dimitris.
La luna crecía, muerta y luminosa, sobre nuestro fértil planeta. Apenas le quedaban tres o cuatro días para mostrar su cara redonda. Por el cielo de Ítaca viajaban nubes esponjosas, oscurecidas debajo de la noche, que ocultaban y desvelaban, como si fuera un juego del escondite, el rostro del patético satélite. Me han turbado siempre las noches de nuestro mundo caliente y loco cuando lo ilumina ese cadáver de piedra seca que cuelga de lo alto.
Me fui a mi cuarto y abrí otra vez la
Odisea
.
El segundo de los dos grandes poemas homéricos, y para mí el de más altura literaria, no es un relato lineal, sino que guarda una estructura compleja que muchos narradores de hoy envidiarían. Comienza diez años después de la conclusión de la guerra de Troya, en el escenario de una asamblea celebrada por los dioses en sus moradas del monte Olimpo. Ulises lleva siete años retenido en la isla Ogigia, en el centro del mar, por la bella ninfa Calipso, «divina entre las deidades», que comparte lecho con el héroe y quiere desposarle, en tanto que él sigue anhelando regresar a su patria y reunirse con su esposa Penélope y su hijo Telémaco.
En la asamblea, la diosa Atenea, protectora de Ulises, suplica al padre Zeus que deje regresar al errabundo héroe a la isla, poniendo fin a su condena de vagar perdido por los mares a causa de sus blasfemias contra el dios Poseidón. Mientras Zeus decide sobre la suerte de Ulises, Atenea se dirige a Ítaca, dispuesta a intervenir para lograr el regreso a la patria de su favorito entre todos los hombres.
La situación en Ítaca no es, lo que se dice, la mejor posible. Dando por muerto a Ulises, un buen número de jóvenes pretenden desposar a su esposa Penélope y aspiran al trono del país; ocupan la mansión del héroe, consumiendo su vino, sus corderos y cerdos en diarios banquetes, y acucian a la supuesta viuda para que se case con uno de ellos, aquel que ella por su gusto escoja. Telémaco, el joven hijo de Ulises, más dubitativo y menos valeroso que su padre, asiste impotente a los festines, en los que a menudo los pretendientes se burlan de él. La situación ha llegado a un punto límite, pues éstos han descubierto que Penélope les ha engañado durante un cierto tiempo con la famosa treta del paño: les pidió que la dejaran tejer un sudario en recuerdo de Ulises, afirmando que escogería marido cuando lo hubiese terminado; y todo cuanto tejía durante el día lo deshacía a la noche. Penélope llora a Ulises mientras los pretendientes la acosan.
Atenea llega a la isla y busca a Telémaco. Le sugiere que su padre puede estar vivo y le incita a que vaya a Pilos y a Esparta, donde reinan Néstor y Menelao, compañeros de Ulises en la guerra de Troya, en busca de noticias sobre el héroe perdido.
Telémaco, con un grupo de itacenses voluntarios, se echa a la mar esa misma noche.
Néstor, rey de Pilos, le acoge hospitalario en su ciudad, pero dice no saber nada sobre Ulises. Telémaco viaja entonces a Esparta, a reunirse con Menelao, quien le cuenta que, en Egipto, donde llegó su nave tras perderse a su regreso de la guerra de Troya, una especie de genio le dijo que Ulises vivía y que estaba retenido en una isla en el centro del mar.
Mientras Telémaco se prepara para regresar a su patria, los pretendientes, en Ítaca, deciden tenderle una emboscada y matarle antes de que alcance a poner el pie en tierra. Aquí, el relato se corta, salta a otro escenario, y deja en suspenso cuál será la suerte de Telémaco.
El canto V del poema se inicia de nuevo en el Olimpo, donde Atenea presiona a Zeus en favor de Ulises. El dios supremo, al fin, se apiada del desventurado héroe, y envía a la isla Ogigia al dios mensajero Hermes, para que informe a Calipso de que debe acceder a dejarle partir. Ulises aparece por vez primera en el relato, sentado en la playa de Ogigia y llorando mientras añora a su patria y a los suyos. Calipso se acerca a él y le comunica que puede marcharse. Esa noche, la ninfa y el héroe vuelven a hacer el amor.
Cinco días tarda Ulises en fabricarse una balsa. Y al sexto se hace a la mar, dejando la isla de la ninfa, donde ha permanecido retenido siete años. Durante diecisiete días navega en mar abierto, antes de avistar las costas de la isla de Feacia. Pero llegando ya a tierra, una imponente tormenta le hace naufragar. Las olas le arrojan a la costa y, aunque está a punto de perecer golpeado contra las rocas, logra salir del agua nadando hacia la desembocadura de un río y pisa el suelo de Feacia, llegando a la isla «tan desnudo como Adán», escribe Lawrence Durrell, «pero dos veces más inteligente». Allí, agotado, se refugia entre unos árboles y cae vencido por un profundo sueño.
Nausícaa, la hija de Alcinoo, rey de la Feacia, acude con sus esclavas al río para lavar sus ropas. Mientras juegan a la pelota, despiertan a Ulises, quien aparece desnudo y cubierto de salitre ante la princesa. Implora su ayuda a Nausícaa, «la de los niveos brazos», y la muchacha le indica el camino de palacio, tras llevarle en su carro hasta las puertas de la ciudad.
Alcinoo acoge hospitalario al extranjero y Ulises traza ante el rey su primer autorretrato del poema: «¡Alcinoo!», dice. «Piensa que no soy semejante, ni en cuerpo ni en naturaleza, a los inmortales que reinan sobre el ancho cielo, sino a los mortales hombres, y puedo equipararme por mis penas a aquellos que han soportado más penalidades y contaría desdichas todavía mayores que las suyas si os dijese cuánto he padecido por la voluntad de los dioses».
Al día siguiente, Alcinoo ofrece un banquete en su honor, en el curso del cual los jóvenes feacios competirán en algunos juegos. Un poeta ciego, Demódoco, canta la caída de Troya y el truco del caballo, lo que supone también una vuelta atrás en el relato, en un alarde técnico de Homero. Ulises llora al oír su propia historia en la boca del vate.
Más tarde, Ulises, que con cautela ha guardado en secreto su identidad, la revela al fin, orgulloso, al rey Alcinoo y a los nobles feacios: «Soy Odiseo Laertíada», proclama, «tan conocido de los hombres por mi astucia y cuya gloria se eleva a los cielos. Habito en Ítaca, la que se ve de lejos».
De nuevo, a poco de comenzar el canto noveno, la narración salta atrás en el tiempo, cuando Ulises inicia la descripción de sus correrías y desventuras, desde que abandonó la destruida Troya hasta llegar a Feacia. Del relato en tercera persona que hemos leído hasta aquí, la historia pasa a contarse en primera persona. El genio literario de Homero se exhibe otra vez en toda su originalidad. Y es este trozo del poema el más lleno de acontecimientos, el más aventurero, el que da su carácter de trepidante novela a la
Odisea
.
Ulises no tiene pudor alguno en mostrársenos como un tipo cruel y despiadado, un pirata sin escrúpulos, cuando relata cómo, a poco de dejar Troya, desembarca en Ismaro, una localidad de la costa de Tracia, mata a todos los hombres y se lleva cuantiosas riquezas como botín y a todas las mujeres. De estas mujeres secuestradas nunca más oiremos hablar en el poema, como si se las tragase la tierra.