Authors: Javier Reverte
Los vientos le desvían de su ruta y Ulises desembarca en el país de los lotófagos, se supone que en el norte de Túnez, donde varios de sus compañeros comen el loto, una fruta alucinógena que les hace perder el deseo de regresar a Ítaca. Ulises ata a los compañeros drogados, los sube a los barcos y la flota sigue su navegación.
Días después, las naves alcanzan la isla de los cíclopes. Es uno de los pasajes más interesantes y terribles del relato, y algunos investigadores de la geografía odiseica sostienen que el país ciclópeo puede estar situado en una isla cercana a las costas de Creta. Empujado por su curiosidad, Ulises desciende a tierra, acompañado por doce de sus hombres, y descubre la cueva del cíclope Polifemo, hijo de Poseidón, el pavoroso dios de los océanos. Los compañeros del héroe le aconsejan robar algunos quesos de las despensas de Polifemo y volver a los barcos, pero él resuelve quedarse a esperar al gigante y saber qué tipo de gentes son los cíclopes. Cuando el hijo de Poseidón, que tenía un solo ojo, regresa al atardecer, después de apacentar sus cabras y ovejas, entra con los animales y cierra la boca de la gruta con una enorme piedra que Ulises y los suyos no serían capaces de mover.
Polifemo enciende el fuego para prepararse la cena. Y a la luz de la hoguera descubre a los extraños. Pregunta quiénes son y Ulises dice que hombres extraviados en el mar, que han perdido la nave, y reclama luego su hospitalidad en nombre de Zeus. Polifemo se burla de Zeus y toma con sus manos a dos de los compañeros del héroe, los estrella contra el suelo, los despedaza y se los come. El gigante se echa a dormir y Ulises piensa en atravesarle el corazón con su espada, pero desiste, pues sabe que él y sus hombres no serán capaces de mover la enorme piedra de la entrada y escapar.
A la siguiente mañana, Polifemo ordeña sus ovejas y cabras y se zampa otros dos hombres. Sale con sus rebaños al campo y deja a Ulises y los suyos encerrados. El héroe, entonces, descubre en el interior de la gruta un largo y recto tronco de árbol y ordena a sus compañeros que afilen la punta. Cuando el cíclope regresa, al atardecer, vuelve a ordeñar su ganado y se sirve como cena otros dos hombres.
En ese momento Ulises se acerca al gigante y le ofrece vino, al tiempo que le afea su crueldad y su burla de las leyes de la hospitalidad. Polifemo bebe y pide más. Ya borracho, pregunta a Ulises por su nombre. Y en ese punto, el héroe completa su treta: «Mi nombre es Nadie», responde. «Y Nadie me llaman mis padres y mis compañeros». «A Nadie», concluye el monstruo, «me lo comeré el último: tal será el don de la hospitalidad que te ofrezco».
Polifemo se echa a dormir la borrachera. Y Ulises, ayudado por algunos de sus compañeros, aprovecha el sueño de la bestia para clavarle la pica en el ojo y cegarle. Polifemo se levanta ahuyando de dolor y dando, nunca mejor dicho, palos de ciego alrededor suyo. Tal es su escandalera de toro alanceado que otros cíclopes de la isla llegan hasta la entrada y preguntan a su hermano qué sucede. «¿Quién te ha herido?», dicen. Y Polifemo contesta: «Nadie me ha herido». «Pues si nadie te ha herido», convienen los otros, «no es posible evitar la enfermedad enviada por Zeus. Así que reza a tu padre Poseidón». Y se alejan de la cueva.
Quedaba, en fin, lo del pedrusco de la entrada. Y Ulises lo resuelve de manera también ingeniosa: ata a todos sus compañeros al vientre de las cabras grandes y él mismo se sujeta a la barriga de un gran macho. El ciego monstruo, obligado a dejar salir a los animales para que pasten, retira la roca de la entrada y, uno por uno, va tocando los lomos del ganado, sin reparar en que debajo llevan hombres.
Pero la arrogancia de Ulises crece tras el éxito. Y así, cuando ya se aleja en el barco de la isla, llevando a bordo como botín una buena cantidad de ovejas y de cabras, grita al gigante que brama desde las rocas: «¡Cíclope! Si alguno de los hombres mortales te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó de la vista fue Odiseo, el destructor de ciudades, el hijo de Laertes, que tiene su hogar en Ítaca». Y añade para rematar la faena: «¡Ni el mismo dios que sacude la tierra te devolverá la vista!».
Ha ofendido a Poseidón, el «dios que sacude la tierra», el padre de los terremotos. Ha blasfemado. Polifemo, arrojando rocas contra la nave de Ulises, profiere la maldición que tan cara le costará al héroe en los años siguientes: «¡Óyeme, Poseidón, que ciñes la Tierra, el dios de la cabeza cerúlea! Si de verdad te ufanas de ser mi padre, haz que Odiseo, el hijo de Laertes, el destructor de ciudades, que tiene su hogar en Ítaca, no regrese jamás a su patria. Pero si por alguna razón hubiera de volver, que sea tarde y mal, en una nave ajena, después de que hayan muerto todos sus compañeros y encontrando muchos problemas en su casa».
En el episodio de Polifemo, Homero sitúa, por decirlo así, el punto de inflexión de su historia: el temible Ulises, arrogante y pirata, se ha transformado en un blasfemo. Lo que le espera, que no es poco, se lo ha ganado a pulso. Y cuanto a partir de ahora le suceda le hará ir cambiando, convirtiéndole en otro.
En Hollywood dicen que todo buen guión supone una transformación, a lo largo de la acción, del carácter de su protagonista, a partir de un punto de inflexión en la trama. ¿Dónde aprendieron los cineastas de hoy tan depurada técnica?
Sigue luego la sucesión de las tristes aventuras de Ulises con su estancia en la isla de Eolo, divinidad de los vientos, y nuevas tormentas que le alejan de Ítaca y que llenan su espíritu de desánimo: «Y yo medité en mi inocente pecho», dice el héroe, «si debía arrojarme al mar desde la nave y morir al fin, o si debería seguir sufriendo en silencio». En la llegada a la isla de los lestrigones, todas las naves, menos la suya, son hundidas y sólo sobreviven cuarenta y seis de sus hombres. El escenario siguiente es la isla de la maga Circe, «la de las lindas trenzas», que convierte a un grupo de sus compañeros en cerdos, a los que Ulises devuelve su condición de hombres amenazando a la bruja. Tras pasar un año con Circe, que le hace su amante, el barco se dirige a las bocas del Hades, el infierno, donde Ulises habla con los espíritus de los muertos: con su madre, y con Agamenón, Áyax, Aquiles, Minos, Fedra, Ariadna y otros cuantos. El espíritu del adivino y ciego Tiresias se aparece ante él y le revela su destino, incluso le dice cómo será su muerte. Ulises, según Tiresias, tras cumplir su venganza matando a los pretendientes, deberá buscar un lugar donde haya hombres que nunca vieron el mar, ni conocen la sal, ni saben lo que es el remo. El adivino le da una señal a Ulises: que viaje en busca de ese lugar con un remo en el hombro y que, cuando encuentre a un hombre que confunda la pala con un aventador, clave en tierra el remo y haga sacrificios en honor de Poseidón, para expiar así su culpa. «Te vendrá más adelante», concluye Tiresias, «una muy suave muerte, que te llevará de la vida cuando ya te pese la suave vejez, y en tu patria tus ciudadanos serán felices. Todo cuanto te digo es cierto».
En este punto, al revelarnos Homero cómo será el fin de la vida de Ulises, el poeta hace otro alarde de talento, ya que ahora ha saltado al futuro mientras la narración nos va llevando todavía en brazos del pasado.
Tiresias advierte también al héroe que, al llegar a la isla de Trinacria, donde pastan los rebaños del Sol, él y sus compañeros se abstengan de comerse las vacas, pues si lo hicieran, todos ellos morirían.
Cruzan el héroe y los suyos frente a la isla de las Sirenas y Ulises, que advertido por Circe se ha hecho atar al mástil de la nave, escucha el canto de estos monstruos, mitad mujeres mitad pájaros, un demoníaco himno que atrae a las costas de la isla a los marinos que lo oyen y a los que las Sirenas devoran. Mientras Ulises ordena a gritos que le desaten, sus compañeros reman con los oídos taponados con cera. «Vamos, famoso Odiseo, gloria de los aqueos», cantan ellas: «acércate para oír nuestra voz. Nadie ha pasado en su negra nave sin que oyera nuestras suaves voces y todos se van, después de recrearse en ellas, sabiendo más que antes…, pues conocemos todo cuanto sucede en la fértil tierra».
Navega después su barco entre las rocas de Escila y Caribdis, y un nuevo monstruo mitológico mata a otros seis hombres de Ulises. Llegados a Trinacria, una noche, mientras Ulises duerme, sus compañeros, acuciados por el hambre, matan y se comen a las vacas Sol. Y al salir de la isla, una pavorosa tormenta hace naufragar el barco. Todos los hombres mueren, salvo Ulises, que durante nueve días yerra náufrago, agarrado a los restos de su nave, llevado de un lado a otro por el oleaje. Así alcanza Ogigia, la isla de la ninfa Calipso, quien, como Circe, le hará su amante. Siete años permanecerá el héroe en Ogigia, llorando a los suyos y a su patria.
Aquí concluye el relato que Ulises cuenta a Alcinoo. Y de nuevo la historia del pasado se reúne con la del presente, toda la estructura temática del poema se encaja. Queda suelto el cabo de lo que acontecerá con Telémaco, a quien aguardan en el mar, para matarle, los pretendientes de Penélope, a su regreso de Esparta. Pero la narración ha cobrado un brío que nos mantiene, como lectores, aferrados a ella. Es casi un
thriller
, aunque conocemos el final, pues nos lo ha contado Tiresias; a pesar de ello, la historia nos lleva cogidos por el cuello.
Y ese Ulises que ha terminado de narrar sus desventuras al rey de Feacia ya no es el guerrero que arrasó Troya, asaltó como un pirata Ismaro y retó arrogante a Poseidón después de cegar a su hijo Polifemo. Es un hombre que ha aprendido a valorar la inteligencia por encima del coraje, es un hombre que respeta las sociedades civilizadas, como lo es la de Feacia, y que ha convertido el mundo de los ideales guerreros en un ideal más acorde con la sociedad de hoy. Ulises nos ha traído la Grecia arcaica a la modernidad.
De Feacia, la nave botada por Alcinoo lo lleva hasta las playas de Ítaca. Ulises se queda dormido mientras viaja, hundido en «un sueño suave, dulcísimo, semejante a la muerte».
Y así relata nuestro Homero, con hermosas palabras, la navegación desde la rica Feacia a la humilde Ítaca: «Del mismo modo que los corceles de una cuadriga se lanzan a correr en un campo, bajo los golpes del látigo, y galopando con ligereza terminan pronto su carrera, así se elevaba la popa del navío, dejando detrás muy agitadas las olas purpúreas del ruidoso mar. Corría la nave segura y sin tropiezos, y ni siquiera el gavilán, que es el ave más ligera, hubiera podido competir con ella; y así, con tal rapidez, cortaba las olas del Ponto, llevando a bordo a un hombre que, en su inteligencia, se asemejaba a los dioses».
Era un viernes luminoso y cálido aquel tercer día de mi estancia en Ítaca. Desde muy temprano, Dimitris tenía aparejado el bote y se oía el motor ronronear en el embarcadero. Tomamos café y subimos a bordo. Renqueante, la barca se alejó del muelle. Yo iba al timón, sentado en la popa, y Dimitris preparaba la carnada y los sedales en proa. De cuando en cuando, interrumpía su tarea para achicar agua con la bomba de manivela. El viejo bote parecía inundarse por todas partes y mis pies chapoteaban, pero a Dimitris no le preocupaba lo más mínimo.
Saliendo de Vathy, bordeamos la bocana por su lado norte y en dirección este. No se distinguía otro navío en las proximidades. Las ásperas orillas de la isla, calizas en ocasiones y en otras tejidas de vegetación, nos enviaban una brisa perfumada desde la altura de los bosquecillos de coniferas. Dimitris me iba indicando el rumbo hacia donde debía dirigir el barco. Paraba luego el motor en el lugar que le parecía oportuno y echábamos los volantines con carnada de gamba. Las aguas, verdosas y muy claras, me permitían ver cómo bajaban los anzuelos al fondo, rocoso unas veces, y otras alfombrado de algas o de ocasionales arenales rubios. No abundaba la pesca. Capturábamos pequeñas brecas, algún que otro jurel y un pez de mucha espina y vivos colores que en el levante de Almería llaman serrano.
A las doce, el calor apretaba. Dimitris consideró que teníamos peces suficientes para preparar el caldero y me indicó que dirigiese el bote hacia una pequeña cala, de estrecha playa dorada, que sombreaban pinos olorosos. Se oía allí tan sólo el rumor del mar y el rasgueo guitarril de las cigarras.
Dimitris limpió los pescados y yo pelé las patatas. Preparé luego una ensalada y él puso a cocer el guiso en una hoguera que encendió con ramas de pino. La receta de su particular bullabesa consistía en agua de mar, pimienta negra, patatas, cebollas, el jugo de seis limones y, al final, los pescados. Estuvo lista en menos de una hora.
Comimos bajo la placidez del día, ayudándonos de vino rosado. Era un sabroso guiso, Dimitris tenía buena mano. En cualquier caso, estos almuerzos a la orilla del mar y acariciados por la brisa, preparados a base de lo que tú mismo has pescado, siempre saben a gloria. De postre, Dimitris me ofreció higos muy dulces de las huertas de Ítaca. Y luego arremetimos a chupitos, en vasos como dedales, contra la botella de whisky escocés.
Dimitris recitó para mí, una vez más, el comienzo de la
Odisea
. Escuché de nuevo el mineral sonido de
polimorfos
. También recordó algunos versos de Cavafis, su poeta favorito en lengua griega moderna. Nos callamos un buen rato escuchando el rumor del aire y del océano.
Dimitris rompió el silencio para contarme que, a menudo, iba solo a pescar. «Me gusta mucho; y además, así no estás todo el día en la taberna, bebiendo y fumando.» Y encendió un cigarrillo y siguió dándole al whisky su merecido.