Authors: Javier Reverte
El plan de Alejandro era muy sencillo: si echaba a los persas del Mediterráneo ya no habría poder marítimo que pudiera oponérsele y Darío III se vería obligado a defenderse en los territorios del interior. Sus victorias y la rendición de las ciudades que encontraba a su paso, por otra parte, le habían proporcionado ya enormes riquezas, con las que podía pagar la soldada de sus hombres y contratar otros nuevos.
Cuentan algunos de sus biógrafos que, durante el asedio de Tiro, le llegó a Alejandro una carta de Darío III en la que éste le ofrecía un acuerdo que pusiera fin a la guerra, con muy generosas concesiones para el macedonio. El general Parmenion, lugarteniente del joven rey, aconsejó: «Si yo fuera Alejandro, aceptaría». Y Alejandro replicó: «Yo también…, si fuera Parmenion».
No hubo paz y Alejandro continuó su avance. Egipto, dominado ya el mar por los navíos macedonios, cayó en poder de Alejandro como una fruta madura. Los egipcios, hartos de la despótica ocupación de su país por los persas, le recibieron en la capital, Menfis, como un liberador. Y Alejandro demostró que era tan buen diplomático como guerrero. Visitó, antes que nada, el oráculo de Amón, en Siwa, donde los sacerdotes, tal vez pagados con buenos dividendos, declararon que el rey de Macedonia tenía un origen divino. Alejandro, al parecer, lo creyó a pies juntillas, o cuanto menos le pareció oportuno creerlo y que otros lo creyeran. Y así, como dios proclamado en Egipto, con el Mediterráneo oriental en sus manos, Anatolia a sus pies y Grecia toda venerándole como a un Aquiles resucitado, decidió fundar una ciudad que fuera espejo de su gloria y de la cultura sobre la que se alzaba su orgullo. Era a comienzos del año 331 a.C. La llamó Alejandría, la ciudad de Alejandro, y dejó como virrey de Egipto, encargado de la construcción de la urbe, a uno de sus generales, Ptolomeo Lagida. Luego, de nuevo volvió sus ojos hacia Asia. Más lejos, siempre más lejos.
Paseé un buen rato por la ciudad, aquel ventoso martes de mi llegada. Los coches surgían de pronto desde las esquinas de calles y avenidas, desdeñando el color de los semáforos, y los peatones los sorteaban con riesgo de su vida, cruzando de una acera a otra, exhibiendo una insólita presteza ante los automóviles furiosos. Semejaban ser toreros, orgullosos de su arte para dar quiebros oportunos ante aquellas fieras de metal. Me pregunté cuántos muertos por atropello se contarían a diario en la Alejandría de tráfico enloquecido.
La prosperidad de que Alejandría había gozado décadas antes, sobre todo en el periodo de entreguerras, podía admirarse aún en las balconadas diseñadas en estilo
art déco
, en las fachadas ornadas con frecuencia por bien tallados frisos, y en las columnas de mármol que flanqueaban la entrada de algunos portales, probablemente rescatadas de las ruinas de antiguos templos romanos o griegos. La ropa tendida a secar flameaba como una sucesión interminable de banderolas en los balcones, agitada por el aire fuerte. Olía a especias y, en ocasiones, a alcantarilla, y las calles de la ciudad vieja rebosaban de gente. «Calles que vienen de las dársenas con su hacinamiento de casas destartaladas y decrépitas», escribe Durrell en
Justine
, «que se echan a la cara el aliento, que zozobran. Persianas cerradas en los balcones bullentes de ratas y de viejas con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas. Paredes desconchadas y borrachas que se inclinan al este y al oeste de su verdadero centro de gravedad […]. Olor a sudor de berderíos, un olor como de alfombra en descomposición».
Tomé una cerveza en el hotel Cecil, donde la figura evanescente de Justine solía asomar en las páginas del
Cuarteto
de Durrell. ¿Quedaría algún rastro del perfume «Jamais de la vie» que usaba aquella misteriosa mujer? Al hotel lo han remozado, convirtiéndole en eso que ahora se llama un local de alto
standing
, y es difícil imaginarse a los personajes del
Cuarteto
en sus salones: a Melissa, Nessim, Clea, Balthazar…
Seguí mi paseo hacia el interior de la ciudad, en busca del café L'Élite, del que me había hablado mi amigo el escritor Jordi Esteva. La calle de Safiya Zaghloul ascendía desde la plaza de Saad Zaghloul, hasta alcanzar un repecho en el cruce con la calle de Al Shahib Salali Mustafá. Desde allí descendía hacia la avenida de Horreya, la antigua vía de Canopic, una de las principales arterias de la ciudad desde su fundación, que unía la puerta del Sol, en el este, y la de la Luna, en el oeste. Antes de llegar a Horreya, en la acera izquierda de Safiya Zaghloul, distinguí la estrafalaria estructura de la terraza de L'Élite, una especie de proa de navío de madera, pintada en blanco y en azul, con ventanas alegres asomadas a la calle. L'Élite parece un barco roto y varado en medio de la ciudad, como si la mano de Poseidón lo hubiera sacado del agua, después de partirlo en dos, y hubiese dejado la mitad del navío clavado en tierra.
Y la tripulación de aquel barco, en la hora cercana al mediodía, resistía bien los temporales. Las mesas se ordenaban en filas, arrimadas a bancos como los del puente de pasajeros de un transbordador. Casi todas estaban ocupadas por clientes que tomaban cerveza o té frío. Los camareros, vejetes ataviados de pantalón negro, chaqueta blanca y corbata negra sobre camisa también blanca, recorrían las mesas atendiendo las comandas. Las paredes se adornaban con carteles que reproducían pinturas de Toulouse-Lautrec, putas de Montmartre y bailarinas de cancán. El extremo sur de la terraza se orientaba hacia la calle, en tanto que, al otro lado, como encerrados en una cueva marina, se recogían el oscuro comedor y el bar.
Entre la cueva y la terraza había una especie de ventanal y una mesa, donde se sentaban dos mujeres mirando hacia la terraza rebosante de clientela. Una era gruesa, morena, de mediana edad, el cuello sembrado de collarones de oro y las manos ornadas de sortijas áureas. La otra, una anciana pequeña, de cabello rojizo y rizado, y vivarachos ojos azules, que vestía una túnica granate cruzada de dibujos dorados. Envuelta en aquel lujoso vestidón, la minúscula mujer parecía esconderse antes que adornarse. En sus brazos desnudos lucían brillantes pulseras y de su cuello colgaba un pesado collar de bisutería.
Yo tomaba notas, delante de una cerveza, y ellas me miraban sin disimulo. Al fin, cuando cerré mi cuadernillo, vi que la más joven, la grandona, me hacía señas para que me acercase a ellas.
Me dirigí a la cueva, entrando por la puertecilla lateral, y las mujeres me invitaron a sentarme a su mesa. Hablaban las dos un excelente francés, e incluso, cuando yo me trompicaba un poco, la gorda me hablaba en un exquisito inglés, idioma en el que me siento más cómodo. Pero como la diminuta anciana no conocía apenas la lengua de Shakespeare, seguíamos en francés.
Eran griegas de Alejandría, alejandrinas de varias generaciones griegas, y la anciana madame Christine Constatinopoulos se presentó como la dueña de L'Élite. Su hija se llamaba Egli y fumaba sin parar tabaco negro francés, esos horrendos pitillos de marca Gauloises que vienen envueltos en una cajetilla de papel azul barato con el yelmo de un Astérix como seña de identidad.
—Sin duda es usted un escritor —dijo la viejecilla.
—¿En qué lo ha notado, madame?
—Éste es un café de escritores. L'Élite es, en Alejandría, como el Flore de Saint-Germain en París. A los escritores los olemos. Alejandría, además, es una ciudad de escritores, una ciudad literaria. Yo conocí a Cavafis —sentenció orgullosa.
Y al tiempo que lo decía, señaló con uno de sus largos dedos hacia lo alto y vi allí, sobre la mesa, en la penumbra, un dibujo a lápiz con el rostro del gran poeta alejandrino y, a su lado, un poema manuscrito y encuadrado en un sencillo marco.
—Es de su puño y letra —añadió madame Christine—, me lo regaló un amigo. Y tengo la fortuna de que sea uno de los poemas que más me gusta: «El dios abandona a Antonio». ¿Lo conoce?
—Sí, claro —respondí mientras calculaba la edad de la señora y recordaba que el poeta murió en 1933—. ¿De veras conoció a Cavafis?
—Bueno, más que conocerlo, lo vi —la mujer movía en el aire sus finos dedos con la elegancia de una pianista—. Y no una vez, sino muchas. Yo estudiaba en el Liceo Francés y, cuando salíamos de clase, muchas veces lo encontrábamos en la calle. Le seguíamos, un poco porque sabíamos que era famoso, pero sobre todo porque nos asombraban sus enormes ojos: tenía unos ojos que parecían salírsele de la cara. Caminaba con las manos enlazadas a la espalda, algo encorvado, y casi siempre solo. Era hosco, creo que no le gustaban los niños, y mientras íbamos tras él, de cuando en cuando se volvía y nos gritaba: «¿Pero qué queréis? ¡Venga, idos a otro lado!». Nosotros escapábamos asustados y, unos días después, volvíamos a seguirle. Luego he sabido lo grande que era aquel hombre.
—¿Venía a L'Élite? —pregunté.
—El café no se parecía entonces a nada de lo que ve hoy. Era casi un garito para soldados, en los tiempos de entreguerras. Se llamaba La Gruta y la gente lo conocía como El Bidet…, imagine lo que podía ser este lugar hasta que lo compró mi padre y lo reformó. Cavafis nunca habría ido a un sitio así, no es posible pensar en un poeta tan refinado bebiendo en un verdadero bidé. Pero me han contado muchas cosas sobre él, gentes que le conocieron en aquellos años de entreguerras. ¿Sabe que era un verdadero misántropo? Cuando alguien le encontraba en la calle y trataba de acompañarle, preguntándole hacia dónde iba, él respondía con otra pregunta: «¿Y usted, en qué dirección va?». Si el otro contestaba: «Hacia allí, hacia la izquierda», Cavafis añadía: «Pues yo voy hacia la derecha. Hasta luego». Y se iba hacia la derecha. Y si era necesario, daba un rodeo hasta su casa. ¿Sabe que vivía aquí al lado? No deje de ir a ver la casa, hoy es museo.
Salí cercano el mediodía del L'Élite y regresé a la Cornisa, en busca de un restaurante de pescado, frente al mar. Estaba contento, había logrado dar con la sombra de Cavafis. Me quedaban otras sombras que encontrar en la fantasmal Alejandría y pensaba en ello mientras el mar batía contra el malecón y levantaba espumarajos sucios en la bahía. De nuevo, percibía la sensación de que aquel mar, alzándose desde sus hondonadas, se empeñaba en fundirse con los cielos. Y yo mismo me sentía flotar en un pedazo de tierra que se movía a la deriva.
¿Estaba de verdad en Alejandría? «¿Qué es ese sonido alto en el aire», escribió T. S. Eliot en su
Tierra baldía
—, «murmullo de lamento materno, quiénes esas hordas encapuchadas pululando por llanuras sin fin, tropezando en la tierra agrietada cercada sólo por el liso horizonte […] ciudad que se agrieta y se reforma y estalla en el aire violeta, torres que caen, Jerusalén, Atenas, Alejandría, Viena, Londres, irreales?».
«Ciudad irreal»: palabra de Eliot.
«No escribo para aquellos que nunca se plantean esta cuestión: ¿en qué punto comienza la vida real?», escribía Lawrence Durrell en
Clea
, una de las novelas que componen su
Cuarteto
.
Decidí largarme a echar la siesta en mi amplia cama del vetusto hotel Windsor. Lo mejor que tienen los viejos hoteles son las camas enormes y de colchones hundidos por el tiempo. Sobre todo, cuando te encuentras en una ciudad que no estás seguro de que exista.
Alejandro buscó un buen emplazamiento para la ciudad que iba a llevar su nombre y lo encontró en una amplia franja de tierra entre el litoral y el lago Mareotis, hoy llamado Maryut. Frente a la costa había una pequeña isla y el rey macedonio se convenció de inmediato de que ésta no podía ser otra que aquella que nombraba Homero en la
Odisea,
cuando Menelao habla con Telémaco, el hijo de Ulises: «Hay en el alborotado mar una isla», decía el rey de Esparta en el canto IV del poema, «enfrente de Egipto, a la que llaman Faro». Ningún otro lugar, pues, podía acomodarle mejor al ardiente Alejandro, ya que allí se reunían condiciones estratégicas favorables y un aliento homérico.
Encargó a sus arquitectos Dinocrates y Sostratus que trazaran el diseño de la nueva urbe sobre cánones griegos, ordenó que se uniera la isla de Faro a tierra, por medio de un terraplén de 187 metros de largo, y nombró a Ptolomeo, hijo del noble Lagus, amigo de su juventud y compañero de armas, sátrapa de Egipto. Luego, Alejandro levantó su campamento y emprendió viaje a la conquista de Asia, antes de que se hubiera colocado una sola piedra de la nueva ciudad.
La urbe se planificó en torno a lo que hoy es la plaza de Saad Zaghlou, cerrada por las calles Canopic, la actual Hurriya, y Soma, que hoy lleva el nombre de Nabi Daniel. El Palacio Real fue construido en el noreste y, en el lado sur de palacio, Ptolomeo I Sotero, convertido en rey de Egipto a la muerte de Alejandro, ordenó levantar el edificio del Mouseion, una especie de universidad-laboratorio al estilo del Liceo ateniense fundado por Aristóteles.
Ptolomeo II Filadelfo, hijo y sucesor de Ptolomeo I, encargó la construcción del Faro, un edificio de cuatro pisos que alcanzaba una altura cercana a los ciento cincuenta metros. En la última planta se instaló una gran linterna cuya luz podía distinguirse desde cincuenta kilómetros de distancia. El faro quedó concluido en el año 280 a.C. y fue considerado enseguida como una de las Maravillas del Mundo antiguo. Cuando el escritor romano Luciano, en su libro
Icaromenipo
, situó a su personaje Menipo en la Luna, éste afirmaba que, desde allí, sólo podía distinguir, en la superficie de la Tierra, las figuras del Coloso de Rodas y del Faro de Alejandría.