Authors: Mario Benedetti
En las puertas de hoy ya no se usan, pero en las viejas puertas había siempre alguna mano (de hierro, de bronce) que era antes que nada un llamador. A Inés le habían atraído estas manos desde que era niña. Y a partir de los quince comenzó a coleccionarlas. En ocho años había conseguido nada menos que veinte. Por lo menos la mitad procedían de las ferias de Tristán Narvaja y de San Telmo, pero en la familia siempre había algún viajero que se acordaba de conseguirle alguna otra en El Rastro o en el Marché aux Puces o en Plainspalais o en Portobello. Seis eran manos derechas (casi siempre de hierro), más escasas y en consecuencia más valiosas; las catorce restantes eran manos izquierdas (normalmente, de bronce). No todas eran originales; algunas eran copias, fácilmente reconocibles porque en ellas la palma estaba hueca. Las manos originales tenían palmas carnosas, aunque esa carne fuera sólo de hierro.
Inés las cuidaba, las lustraba, las interrogaba. Era también una forma de interrogarse. ¿Qué autoridad habría llamado, por ejemplo, con esta mano férrea, seguramente de un golpear sonoro, audible en toda la casa grande? ¿O con esta otra, de dedos crispados, apropiada para el aldabonazo represivo o para la leva siempre inquerida? ¿Quién habría usado la más exigua, con su puño de forjado encaje, digna de ser pulsada por un amador necesariamente discreto, que sólo pretendiera hacerse oír por su amada a la espera? Inés empuñaba una u otra de aquellas manos con historias y enigmas y les inventaba gestos, consecuencias, desenlaces. De noche las miraba antes de dormirse y volvía a mirarlas al amanecer, como consultándolas.
Una noche se durmió y las veinte manos entraron en su sueño. Cada una estaba en una puerta. Inés las fue reconociendo, acariciando y finalmente empuñando para efectuar sus convocatorias, sus llamadas pusilánimes o intrépidas, que repercutían largamente en corredores esotéricos, ocultos, provocando a veces ecos estremecedores. Inés llamaba y llamaba y cada mano le trasmitía fuerza y osadía, aunque ella no estuviera muy segura de a quién o a qué llamaba. Sólo sabía que quería tocar aquellas manos ajenas con sus propias manos, y si las usaba para llamar tenía conciencia de que se trataba de un uso solitario: llamaba porque ésa era la función de aquellas manos, llamaba porque así les brindaba, y además aseguraba, su razón de ser.
Despertó sudorosa y balbuciente y en el primer momento no advirtió nada raro, pero cuando, en un gesto ritual, quiso tocarse la frente con su mano derecha, comprobó que con esa mano suya venía otra, ésta fuerte, veterana y de hierro. Y no era su propia mano la que empuñaba a la otra, sino que era la de hierro la que estrechaba la suya. Y así supo que aquello también era un acto solitario. No tuvo dudas de que aquella mano oscura, fiable, robusta, era la portavoz de las veinte manos (de hierro o de bronce, diestras o siniestras) que así le agradecían la dura faena del reciente sueño. Y era también una forma de decirle que no se preocupara porque nadie hubiera respondido. Lo esencial era llamar. Y ellas (las manos e Inés) habían llamado.
A Tito Monterroso,
este agradecido complemento
de «El perro que deseaba ser un ser humano».
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desaliento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: «La verdad es que ladro por no llorar». Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día, Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: «Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?». La respuesta de Leo fue escueta y sincera: «Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano».
El editor milanés le había dicho que por ahora no le trajera más novelas. Una sabrosa autobiografía, eso sí. Convéncete, muchacho, empezó el boom de las autobiografías. Ése será el género del siglo XXI. Así que trépate al carro mientras puedas. Dante Falconi prometió que lo intentaría, aunque aclaró que su vida no era interesante ni aventurera ni escandalosa. Toda vida puede ser interesante o aventurera o escandalosa, dijo el editor milanés con una sonrisa plena de futuro, si el autor pone sabor cuando la cuenta. Vamos a ver, ¿nunca mataste a un gato o te masturbaste o le hiciste una zancadilla a tu santa madre o tuviste inclinaciones homosexuales o descubriste que tu viejo tenía una querida o hiciste trampas en el examen o abofeteaste a tu novia o estuviste preso por estupro o torturaste o fuiste torturado o firmaste un cheque sin fondos o te fracturaste la cadera o ganaste una fortuna en el casino o perdiste una fortuna en el casino o confundiste un pegamento con el dentífrico o estuviste a punto de ahogarte o plagiaste a Ungaretti o aprendiste esperanto o plagiaste a Passolini o tuviste un flemón? Te lo dice un experto: con cualquiera de esas menudencias puede escribirse una autobiografía de clase A. Sí, comprendo, pero yo... No me digas que tu vida ha sido tan pero tan aburrida como para no registrar ningún episodio medianamente atractivo. Ni siquiera es obligatorio que sea morboso, con que sea morbosito ya alcanza. No, pero yo... Nada de pero yo... Mañana mismo te pones a escribir tus escalofriantes memorias, reales o inventadas, y te prometo que en la próxima
Fiera de Milano
serás un bestseller.
A partir de aquella charla tan compulsiva sobrevinieron días de angustia para el pobre autor provinciano. Horas de pánico y frustración frente a la hoja en blanco. El editor milanés había dictaminado: lo esencial es lanzarse, hay que empezar con una frase que de entrada seduzca al lector inocente, algo que le prometa confidencias y emociones. De modo que Dante Falconi se lanza: Durante varios lustros la modestia me ha impedido escribir sobre mí mismo. De inmediato aquello le parece detestable. Tacha modestia y pone vanidad: Durante varios lustros la vanidad me ha impedido escribir sobre mí mismo. Dos días después hace trizas el papel y escribe, ahora sí con alguna esperanza: Volver al pasado es también regresar a las raíces. Bah, eso carece de humor, y el editor milanés le ha recomendado burlarse de sí mismo como una aceptable fórmula autobiográfica. Entonces escribió: La verdad es que no sé si acudir en busca de mis raíces o irme sencillamente por las ramas. Se rasca la cabeza. Reflexiona: No soy ni quiero ser un árbol. También la nueva hoja va al canasto. Lástima que Chaplin iniciara sus memorias con recurso tan manido como: Nací el 16 de abril de 1889, a las ocho de la noche, en East Lane, Walworth. Algo que automáticamente le impide ahora empezar las suyas con equivalentes y verídicos pormenores: Nací el 22 de agosto de 1949, a las diez de la mañana, en Foligno, Umbría. Lástima sobre todo que Elías Canetti inaugurara su evocación de
La lengua absuelta
de esta manera tan siniestra como cautivante: Mi recuerdo más remoto está bañado de rojo. Él en cambio no podría vincular sus primeros recuerdos con el rojo. Ni con ningún otro color. Ni siquiera gris. Tal vez empezar: Mi primer sueño fue con... Nada. La verdad es que nunca sueña y en consecuencia no hubo primer sueño. Si por lo menos Nabokov no hubiera comenzado Habla, memoria con este destello: la cuna se balancea sobre el abismo... En su caso personal, piensa, la cuna, tras los primeros balanceos, se habría precipitado sencillamente al abismo y así hoy no tendría problemas autobiográficos. No obstante, en su mente atormentada se enciende de pronto una luz, y no precisamente mortecina. Le parece que ha encontrado cómo arrancar, de un modo espectacular y que además sirva para desconcertar al autoritario, presuntuoso, oportunista editor milanés. Pone un nuevo papel en la Olivetti y teclea con decisión, inocencia y coraje: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Mira como hipnotizado aquella línea, luego se pone de pie y va hasta el baño. Dante Falconi se enfrenta al espejo y se dice a sí mismo, impotente y furioso: Definitivamente, no soy aquel Dante, no soy aquel Dante del espíritu. Y ahí es cuando advierte que ha dado en el clavo. Está seguro de que ahora sí su comienzo entusiasmará al editor milanés. Vuelve a su mesa, cambia la hoja en la Olivetti y escribe, esta vez con plena confianza en sí mismo: No soy aquel Dante del espíritu, soy apenas un Dante de mierda.
La noche en que colocan a Osvaldo (tres años recién cumplidos) por primera vez frente a un televisor (se exhibe un drama británico de hondas resonancias), queda hipnotizado, la boca entreabierta, los ojos redondos de estupor.
La madre lo ve tan entregado al sortilegio de las imágenes que se va tranquilamente a la cocina. Allí, mientras friega ollas y sartenes, se olvida del niño. Horas más tarde se acuerda, pero piensa: «Se habrá dormido.» Se seca las manos y va a buscarlo al living.
La pantalla está vacía, pero Osvaldo se mantiene en la misma postura y con igual mirada extática.
«Vamos. A dormir», conmina la madre.
«No», dice Osvaldo con determinación.
«Ah, no. ¿Se puede saber por qué?»
«Estoy esperando.»
«¿A quién?»
«A ella.»
Y señaló el televisor.
«Ah. ¿Quién es ella?»
«Ella.»
Y Osvaldo vuelve a señalar la pantalla. Luego sonríe, candoroso, esperanzado, exultante.
«Me dijo: querido.»
La asamblea anual de la Fauna Artística y Literaria fue convocada, en primera citación, a las 20 horas, y en segunda a las 21, pero sólo se logró el
quorum
necesario en el segundo llamado.
Faltaron con aviso el Mastín de los Baskerville, el Cisne de Saint Saëns y Moby Dick de Melville; sin aviso, las Moscas de Sartre y la Trucha de Schubert. Estuvieron presentes: el Loro de Flaubert, el Asno de Buridán, la Paloma de Picasso, los Centauros de Darío, el Cuervo de Poe, el Rinoceronte de Ionesco y las Avispas de Aristófanes.
En el Orden del Día figuraba un punto único: la designación del Rinoceronte de Ionesco como presidente vitalicio y omnímodo.
El Centauro (Orneo) de Darío comenzó diciendo: «Yo comprendo el secreto de la bestia.»
El Asno de Buridán no pronunció palabra pero dio a entender que ni fu ni fa.
El Loro de Flaubert tuvo una intervención tripartita e insólita: «Cocu, mon petit coco», «As-tu déjeuné, Jako?», «J'ai du bon tabac».
Otro Centauro (Caumantes) de Darío apoyó a su congénere Orneo: «El monstruo expresa un ansia del corazón del Orbe.»
El Rinoceronte de Ionesco movió lentamente el cuerno pálido y manchado, como un modo sutil de darse por aludido.
La Paloma de Picasso se acercó volando y su breve excremento cayó como un decisivo comentario sobre la impenetrable testa del candidato.
No obstante, la propuesta de los Centauros de Darío flotaba en el aire, de modo que las Avispas de Aristófanes opinaron
a cappella
: «No, nunca, jamás, mientras me quede un soplo de vida.»
El Loro de Flaubert, reiterativo, pretendió intervenir:
«Cocu, mon petit coco», pero el Cuervo de Poe abrió por fin su pico. Todos callaron, hasta el Loro.
Dijo el Cuervo: «Nunca más.»
Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.
Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.
Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: «Semilla», Ángela, para atizarlo, responde: «Surco.» Él dice: «Alud», y ella, tiernamente: «Abismo.»
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Ángel dice: «Madero.» Y Ángela: «Caverna.»
Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un ángel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
Él dice: «Manantial.» Y ella: «Cuenca.»
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
Ángel dice: «Estoque», y Ángela, radiante: «Herida.» Él dice: «Tañido», y ella: «Rebato.»
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
A sus treinta y cinco años, Ileana Márquez tenía marido (Dámaso) y amante (Marcos). Saberse querida, o al menos deseada por ambos, no le causaba la menor ansiedad, más bien le otorgaba una evidente seguridad ante sí misma y ante los demás. Por otra parte, tanto en cuerpos como en temperamentos, Dámaso y Marcos eran, por así decirlo, complementarios. De ahí que lo que la atraía en uno de ellos no la llevaba a desamar al otro. Cuando estaba en brazos de Dámaso no pensaba en Marcos, ni viceversa. Dámaso y Marcos se conocían. No eran amigos, pero no se llevaban mal. Como era obvio, Marcos era consciente de que Ileana se acostaba con su marido, pero en cambio éste ignoraba el verdadero alcance de la otra relación. Por su parte Ileana se consideraba, paradójicamente, fiel a ambos, ya que nunca se había sentido tentada por ningún otro hombre. Sabía perfectamente el atractivo físico que su cuerpo, cuidado y hermoso a pesar de (o tal vez debido a) su madurez, tenía para el marido y para el amante. Su propia piel, tersa y con un perfume propio, disfrutaba por igual con la piel aterciopelada de Marcos y la casi rugosa de Dámaso. Se sentía una mujer plena, dueña y señora de las dos provincias de su sexo.