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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (6 page)

BOOK: Cuestión de fe
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Durante la mayor parte del curso académico, Paola hablaba con ansia de las vacaciones de verano, en que podría quedarse en su estudio, leyendo.

—Pobrecita —dijo Brunetti como si realmente la compadeciera.

—Guido —empezó ella con su más dulce acento—, nadie como un embustero para descubrir a un embustero. De todos modos, gracias por tu compasión.

—Llegaré después de la puesta del sol —dijo él como si no la hubiera oído, y colgó.

Hablar de comida le hizo sentir algo parecido al hambre, aunque la sensación no era tan intensa como para hacerle arriesgarse a salir en busca de alimento. Abrió, uno a uno, los cajones de la mesa, pero sólo encontró media bolsa de pistachos que no recordaba haber dejado allí, un paquete de cortezas de maíz y una tableta de chocolate con avellanas que había traído al despacho el invierno anterior.

Abrió un pistacho, se lo metió en la boca pero lo que mordió parecía caucho. Lo escupió en la palma de la mano y lo arrojó a la papelera, con el resto de la bolsa. En comparación, las cortezas de maíz estaban excelentes, y las saboreó. Era muy saludable, se dijo, ingerir mucha sal con este calor. Estaba seguro de que la sal le protegería hasta en el Ecuador.

Al romper el envoltorio de la tableta de chocolate, observó que la cubría esa fina capa blanca, que viene a ser el verdín del chocolate. Sacó el pañuelo y estuvo frotando vigorosamente la tableta hasta que ésta recuperó el aspecto de chocolate oscuro con avellanas. Su favorito.

—El postre —susurró y dio un mordisco. Estaba exquisito, tan suave y cremoso como lo habría estado seis meses antes. Brunetti se admiraba de ello mientras terminaba la tableta y se inclinaba para mirar al fondo del cajón, con la esperanza de que hubiera otra, pero no la había.

Miró el reloj y descubrió que aún era la hora del almuerzo. Ello significaba que el ordenador de la oficina de los agentes estaría disponible. Al entrar, vio a Riverre que se ponía la chaqueta frente a la mesa que compartía con Alvise.

—¿Sale a almorzar, Riverre? —preguntó Brunetti.

—Sí, señor —dijo el agente, esbozando un torpe saludo con el brazo atascado en la manga.

Brunetti, siguiendo su costumbre, hizo caso omiso del saludo.

—A la vuelta, ¿podría entrar en el bar de Sergio y traerme unos
tramezzinfí
-Por supuesto, comisario —sonrió Riverre—. ¿Desea algo en especial? —Al ver titubear a Brunetti sugirió—: ¿Cangrejo? ¿Ensaladilla?

Con semejante calor, estas variedades serían las más solicitadas, probablemente, pero Brunetti dijo:

—No; quizá mejor tomate y
prosciutto.

—¿Cuántos, comisario? ¿Cuatro? ¿Cinco?

Por todos los santos, ¿por quién le tomaba Riverre?

—No, muchas gracias, Riverre. Dos bastarán.

Echó mano al bolsillo en busca de la billetera, pero el agente levantó las manos como las levantaría un cristiano al ver al diablo.

—No, señor; ni pensarlo. Eso me ofendería. —Riverre echó a andar hacia la puerta, diciendo por encima del hombro—: También le traeré agua mineral. Hay que beber mucho, con este calor.

Brunetti profirió un «gracias» hacia la espalda de Riverre y musitó entre dientes, en inglés, a pesar de que no estaba seguro del contexto en el que debía usarse la frase:


From the mouths of babes.

El ordenador ya estaba conectado a Internet, por lo que Brunetti no tuvo más que teclear «Horóscopo», sirviéndose de cuatro dedos.

Cuando, al cabo de más de una hora, Riverre volvió, Brunetti seguía sentado frente al ordenador, y era un hombre mucho mejor informado. Una cosa había llevado a otra, una referencia le había sugerido otra asociación, de manera que, en aquel corto período de tiempo, había hecho una gira por un mundo de fe y de sugestión y de la más descarada forma de engaño, que le había dejado impresionado. «Horóscopo» le había conducido a «Predicción», que, a su vez, le había llevado a «Cartomancia», de donde había pasado a «Consultorio psíquico», «Quiromancia» y una interminable lista de consejeros especializados en distintas necesidades. Encontró también multitud de páginas interactivas que, por un precio, abrían portales para contactos en tiempo real con «Consultores astrales».

Unos se dedicaban a resolver problemas empresariales o financieros: otros muchos, asuntos amorosos y sentimentales; otros se encargaban de conflictos laborales y desavenencias con los compañeros de trabajo, mientras otros prometían ayuda para contactar con parientes y amigos fallecidos. O con mascotas. Estaban los que ofrecían un método astral para perder peso, para dejar de fumar o para evitar enamorarse de la persona inadecuada. Era curioso que, por más que buscara, Brunetti no encontrara a nadie que brindara ayuda astral para curar la drogadicción, aunque sí encontró la afirmación de que las estrellas podían indicar a los padres cuál de sus hijos tenía mayor riesgo de ser drogodependiente: todo estaba escrito en las estrellas.

Brunetti se había licenciado en derecho y, aunque no se había presentado al examen de estado ni había ejercido, desde hacía décadas, prestaba gran atención al lenguaje, sus usos y abusos. En su profesión había encontrado infinidad de ejemplos de declaraciones y contratos deliberadamente engañosos, por lo que había desarrollado la habilidad de detectar una mentira, por bien disfrazada que estuviera, con un lenguaje ambiguo que eximiera a su autor de responsabilidad por falsas afirmaciones o promesas.

La información contenida en aquellas páginas había sido redactada por gente experta: creaban expectativas sin adquirir compromisos que una persona rigurosa pudiera considerar legalmente vinculantes; fomentaban la confianza sin hacer promesas; ofrecían paz y sosiego a cambio de un acto de fe.

¿Simple afán de lucro? ¿Exigir ellos a la gente un pago por su ayuda? La sola idea era absurda, hasta insultante, para las personas que brindaban sus servicios para el bien de una humanidad dolorida. ¿Qué eran noventa céntimos por minuto para el que necesitaba ayuda y podía encontrarla en el otro extremo del hilo telefónico? ¿Acaso no los valía el poder hablar directamente con un profesional que estaba capacitado para comprender los problemas y padecimientos de una persona que estaba gruesa/delgada/divorciada / soltera / enamorada / desenamorada /solitaria / atrapada en una relación desgraciada? Además, existía la posibilidad de que tu caso figurase entre los que eran televisados en directo, de manera que tu nombre y tu problema serían conocidos por el público y esto sólo podía reportaros a ti y a tu sufrimiento una más amplia conmiseración y comprensión.

Brunetti no podía menos que admirar tanto ingenio. Hizo un cálculo rápido. A noventa céntimos por minuto, diez minutos de conversación costaban nueve euros; y una hora, cincuenta y cuatro euros. ¿Suponiendo que hubiera diez personas contestando las llamadas, o veinte, o cien, y que las líneas estuvieran abiertas las veinticuatro horas? ¿Una llamada de diez minutos? ¿Estaba loco? Era la oportunidad de hablar a un oyente compasivo, de revelar los dolorosos detalles de tu pobre corazón ultrajado y desdeñado. Además, los anuncios decían que las personas que respondían a las llamadas eran «profesionales cualificados». Sin duda, estaban entrenados para escuchar, aunque Brunetti presumía que la finalidad de su escucha no era precisamente la de prestar ayuda y socorro a los pobres de espíritu y débiles de corazón. ¿Quién puede resistirse al placer de hablar de un tema tan fascinante como es la propia persona? ¿Cómo no agradecer con toda el alma esa compasiva pregunta que te permite desahogar tus penas?

En la
questura,
Brunetti tenía fama de interrogador hábil, porque casi siempre conseguía entrar en conversación hasta con el facineroso más duro de pelar. Él no decía que, en realidad, casi nunca buscaba la conversación sino el monólogo. La clave consistía en sentarse, mostrar interés, hacer alguna que otra pregunta, pero hablar lo menos posible y mostrarse comprensivo tanto respecto a lo que te dicen como de quién te lo dice, y pocos eran los detenidos o sospechosos que podían resistirse al instinto de llenar el silencio con sus propias palabras. Algunos colegas suyos poseían la misma habilidad, especialmente Vianello.

Cuanto más comprensivo parecía el interrogador, más deseaba el interrogado ganarse su buena voluntad, y esto se conseguía fácilmente, según pensaban muchos sospechosos, exponiendo sus motivos, lo que, naturalmente, exigía una buena explicación. Durante la mayoría de los interrogatorios, el principal objetivo de Brunetti era el de descubrir qué había hecho el otro y conseguir que lo reconociera, en tanto que el mayor afán de este último era despertar la comprensión y la conmiseración de Brunetti.

Los que hablaban al comisario rara vez pensaban en las consecuencias que sus palabras tendrían en el terreno judicial, como las personas que llamaban a los consultorios tampoco veían las implicaciones económicas de su locuacidad.

—Aquí tiene los
tramezzini,
comisario —oyó decir a Riverre. Brunetti se volvió para darle las gracias, pero el agente, al ver la pantalla, exclamó, sin darle tiempo para hablar—: Oh, ¿también usted los consulta, comisario?

Antes de decidirse a responder, Brunetti tomó la bolsa que contenía los bocadillos y dos botellas de medio litro de agua mineral, y la puso al lado del ordenador.

—Oh, consultarlos no —respondió vagamente dando a entender que sí lo hacía—; pero de vez en cuando me gusta ver si hay algo nuevo. —En aquel momento, decidió almorzar en la oficina de los agentes. Abrió la bolsa y sacó uno de los bocadillos. Tomate y
prosciutto.
Quitó la servilleta que lo envolvía y mordió.

Mientras masticaba, preguntó, señalando a la pantalla con el bocadillo:

—¿Tiene algún favorito, Riverre?

El agente se quitó la chaqueta, fue hasta su mesa para colgar la prenda del respaldo de la silla y luego volvió junto a Brunetti.

—Bueno, yo no diría favorita, pero está esa mujer…, me parece que en Turín…, que habla de los niños y de los problemas que pueden tener. O que los padres pueden tener con ellos.

—Con los chicos de hoy en día, toda ayuda es poca —afirmó Brunetti con seriedad.

—Es lo que digo yo, señor. Mi mujer la ha llamado varias veces a propósito de Gianpaolo.

—Ya debe de tener por lo menos doce años, ¿no? —calculó Brunetti.

—Catorce. Recién cumplidos. Ya no es un niño, y no podemos tratarlo como si lo fuera.

—¿Eso dice la mujer de Turín? —preguntó Brunetti dando el último bocado al
tramezzino
y sacando una de las botellas de agua. Con gas. Bien. La destapó y la ofreció a Riverre, pero el agente rehusó con un movimiento de la cabeza.

—No, señor. Eso lo dice mi madre.

—¿Y la mujer de Turín? ¿Qué dice ella?

—Da unos cursillos. Diez lecciones que mi mujer y yo podemos tomar juntos.

—¿En Turín? —preguntó Brunetti sin poder disimular la sorpresa.

—Oh, no, señor —dijo Riverre con una risita—. Mi mujer y yo vamos con los tiempos modernos. Estamos conectados a la red. No tendríamos más que inscribirnos para que nuestro ordenador entrase en la clase. Así seguiríamos las lecciones y haríamos los ejercicios. Todo, cuestionarios, pruebas y lecciones te lo mandan a tu dirección de correo electrónico, tú lo devuelves y ellos te envían las calificaciones y los comentarios.

—Comprendo —dijo Brunetti tomando un sorbo de agua—. Está muy bien pensado.

Riverre no pudo menos que sonreír al comentario de Brunetti.

—Lo malo, comisario, es que no vamos a poder inscribirnos ahora mismo, porque tenemos el gasto de las vacaciones. La semana próxima nos vamos a Elba, de camping, pero aun así, tres personas, es dinero.

—Ah —dijo Brunetti con escaso interés—. ¿Cuánto cuesta el cursillo?

—Trescientos euros —contestó Riverre, y miró a su superior, para ver su reacción al precio. Cuando el comisario alzó las cejas por toda respuesta, Riverre explicó—: Están las pruebas y los ejercicios, ¿comprende?

—Hmm. —Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y sacó de la bolsa el otro bocadillo—. Barato no es.

—No, señor —convino Riverre moviendo la cabeza con resignación—. Pero es nuestro único hijo, y deseamos lo mejor para él. Es natural, ¿no le parece?

—Sí; me parece natural —dijo Brunetti dando un mordisco—. Es buen chico, ¿verdad?

Riverre sonrió, frunció el entrecejo un momento, cavilando, y volvió a sonreír.

—Creo que sí, señor. Y va bien en la escuela. No causa problemas.

—En tal caso, quizá ese cursillo pueda esperar. —Terminó el segundo bocadillo, sintió haber pedido a Riverre sólo dos y se bebió el agua. Miró en derredor y preguntó—: ¿Dónde pongo la botella?

—Ahí, al lado de la puerta. En el cubo azul.

Brunetti se acercó a los cubos de plástico, puso la botella en el azul, y la bolsa y las servilletas en el amarillo.

—Veo aquí la mano de la
signorina
Elettra —comentó.

Riverre se rió.

—Cuando nos habló de ese sistema, creí que tendría que usar la fuerza, pero ya nos hemos acostumbrado. —Y, como si expresara una idea que había estado madurando durante algún tiempo, añadió—: Realmente, es una pena que ella no esté al mando, ¿no le parece, comisario?

—¿Al mando de la
questura?
¿De todo esto?

—Sí, señor. No me diga que nunca lo ha pensado.

Brunetti abrió la segunda botella de agua y tomó varios tragos.

—Mi hija tiene una compañera de clase iraní, una niña encantadora —dijo, desconcertando a Riverre, que esperaba otra respuesta—. Siempre que quiere decir que algo le gusta usa esta expresión: «Muy mucho, mucho.»-No sé si le sigo, comisario —dijo Riverre, y en su cara se leía la duda que expresaban estas palabras.

—Es todo lo que se me ocurre decir en respuesta a su idea de que la
signorina
Elettra estuviera al mando: «Muy mucho, mucho.» —Enroscó el tapón a la botella, dio las gracias a Riverre por el almuerzo y fue a ver a la
signorina
Elettra para pedirle que modificara el plan de servicios diseñado por Scarpa.

7

Durante varios días pareció que un poder cósmico había escuchado el deseo de Brunetti de que se estableciera un pacto con las fuerzas del desorden, porque el delito pareció tomarse un asueto en Venecia. Los trileros rumanos de los puentes se habrían ido a casa de vacaciones o habrían trasladado la empresa a las playas. El número de robos con escalo disminuyó. Los mendigos, en respuesta a una ordenanza municipal que prohibía la mendicidad so pena de fuertes sanciones, desaparecieron, por lo menos, durante un día o dos antes de volver al trabajo. Los carteristas siguieron actuando, desde luego: ellos sólo podían permitirse unas vacaciones en noviembre y en febrero, los meses de vacío turístico. Si bien el calor suele inducir a la violencia, este verano no era así. Sería que, a partir de cierto grado de calor y humedad, resultaba excesivo el esfuerzo que se requiere para golpear o estrangular.

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