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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta

BOOK: Definitivamente Muerta
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Como persona que tiene muy pocos parientes vivos, la camarera Sookie Stackhouse odia perder a cualquiera de ellos. Pero nunca pensó que pudiera ser su primo Hadley, consorte de la reina vampiro de Nueva Orleáns. Aunque después de todo, Hadley estaba ya muerto, técnicamente hablando. Ahora Sookie se encuentra con la inesperada sorpresa de ser su heredera. Pero descubre que la herencia viene también con un riesgo… Hay alguien que no quiere que Sookie meta mucho las narices en el pasado de Hadley, o para ser más precisos, en sus posesiones. Y están dispuestos a hacer lo que esté en sus manos para detenerla. Pero ¿quién? Los sospechosos van desde los granujas que rechazan la amistad de Sookie dentro de la manada, a la mismísima reina vampiro, que puede que esté actuando tras la máscara de otro sujeto: Bill, el primer amor de Sookie. Quienquiera que sea, en definitiva es muy peligroso, y la vida de Sookie pende de un hilo…

Charlaine Harris

Definitivamente Muerta

Vampiros sureños VI

ePUB v1.0

Johan
18.07.11

Quiero dar las gracias a mucha gente: al profesor de latín del hijo de Jerrilyn Farmer; a Toni L. P. Kelner y Steve Kelner, amigos y cajas de sonido; a Ivan Van Laningham, que derrocha tanto sabiduría como opinión sobre infinidad de temas; a la doctora Stacy Clanton, de quien puedo decir lo mismo; a Alejandro Dumas, autor de la fabulosa
Los tres mosqueteros
, que todo el mundo debería leer; a Anne Rice, por vampirizar Nueva Orleans y al lector
de Uncle Hugo's
, que adivinó la trama de esta novela por adelantado... ¡Va por vosotros!.

1

Estaba entre los brazos de uno de los hombres más guapos que nunca he conocido, y él me miraba a los ojos.

—Piensa en... Brad Pitt —susurré mientras sus ojos marrón oscuro me seguían mirando con remoto interés.

Vale, iba mal encaminada.

Visualicé al último amante de Claude, un portero de un club de
striptease
.

—Piensa en Charles Bronson —sugerí—. O, eh, en Edward James Olmos.

Obtuve la recompensa de un cálido brillo en esos ojos de largas pestañas.

De primeras, cualquiera hubiera pensado que Claude me subiría mi larga y espumosa falda, me arrancaría el corpiño de corte bajo que me reafirmaba los pechos y me violaría hasta que le pidiera clemencia. Por desgracia para mí, y las demás mujeres de Luisiana, Claude era de los que transitaban por la acera de enfrente. Las rubias de pechos grandes no eran el ideal erótico de Claude. Los jovenzuelos duros y ásperos, quizá con una sombra de incipiente barba, eran los que encendían su fuego.

—María Estrella, vuelve a poner esa mata de pelo en su sitio —ordenó Alfred Cumberland desde detrás de la cámara. El fotógrafo era un hombre negro de gran envergadura, pelo canoso y barba. María Estrella Cooper penetró rauda en el plano de la cámara para arreglar una mecha rebelde de mi rubia cabellera. Estaba inclinada hacia atrás, sostenida por el brazo derecho de Claude, mientras que mi invisible mano izquierda (al menos para la cámara) se aferraba desesperadamente a la espalda de su largo abrigo negro, y mi brazo derecho se alzaba para permanecer suavemente posado sobre su hombro izquierdo. Su mano izquierda estaba sobre mi cintura. Supongo que la pose pretendía sugerir que me estaba echando al suelo para disponer de mí.

Claude vestía un abrigo negro largo, unos pantalones pirata, medias blancas y una espumosa camisa blanca. Yo llevaba un vestido azul largo con una ondulante falda y unas enaguas. Como he dicho, el vestido era generoso en el escote, y más aún con las diminutas mangas caídas sobre los hombros. Me alegraba de que la temperatura del estudio fuese moderadamente alta. El gran foco (que me apuntaba a los ojos como una parabólica) no daba tanto calor como me había esperado.

Al Cumberland empezó a hacer fotografías con su cámara mientras Claude se encendía sobre mí. Hice todo lo que pude para corresponder ese ardor. Mi vida personal había sido de lo más, digamos, árida durante las últimas semanas, así que tenía la mecha más que dispuesta. De hecho, estaba a punto de estallar en llamas.

María Estrella, una morena de piel dorada y unos preciosos rizos negros, estaba lista con su caja de maquillaje, peines y brochas para ejecutar los arreglos de última hora que fueran necesarios. Al llegar al estudio, me sorprendió conocer a la joven asistente del fotógrafo. No había visto a María Estrella desde que el líder de la manada de Shreveport fuera elegido unas semanas atrás. Entonces no tuve posibilidad de observarla, porque la competición por el puesto de líder de la manada había sido tan aterradora como sangrienta. Hoy había dispuesto del tiempo libre suficiente para comprobar que María Estrella se había recuperado por completo del accidente en el que un coche la había atropellado en el pasado mes de enero. Los licántropos se curan deprisa.

María Estrella también me reconoció, y sentí un gran alivio cuando me devolvió la sonrisa. Mi situación actual en la manada de Shreveport era, por así decirlo, incierta. Sin que mediara premeditación alguna, me había alineado involuntariamente con el bando perdedor de la disputa. El hijo del contendiente, Alcide Herveaux, a quien contaba como algo más que un amigo, sintió que lo había dejado tirado durante la disputa, y el nuevo líder de la manada, Patrick Fuman, sabía que me relacionaba con la familia Herveaux. Me sorprendió que María Estrella se pusiera a charlar conmigo como si tal cosa mientras me abrochaba el disfraz y me cepillaba el pelo. Me puso más maquillaje del que yo había usado en la vida, pero tuve que agradecérselo cuando me miré al espejo. Tenía un aspecto estupendo, aunque en nada me parecía a Sookie Stackhouse.

Si Claude no hubiese sido gay, puede que él también se hubiera quedado impresionado. Es el hermano de mi amiga Claudine, y se gana la vida desnudándose durante las noches exclusivas para mujeres en el club Hooligans, que ahora es de su propiedad. Claude es sencillamente despampanante; más de 1,80 de altura, pelo negro ondulado, enormes ojos marrones, nariz perfecta y labios ideales. Se deja el pelo largo para taparse las orejas: se las ha operado para redondearlas y que tengan aspecto humano, no puntiagudas como eran originalmente. Quien esté al tanto de la realidad sobrenatural, enseguida se percatará del porqué de esta cirugía y sabrá que Claude es un duende. No empleo el término con ninguna intención peyorativa. Hablo literalmente; Claude es un duende.

—Y ahora, el ventilador —ordenó Al a María Estrella, quien, tras un leve momento de reubicación, encendió el gran ventilador. Ahora parecía que nos encontrábamos en pleno vendaval. Mi pelo se onduló en una mata amarilla, mientras que el de Claude, aferrado en una coleta, permanecía inalterado. Tras unas cuantas tomas para captar el momento, María Estrella desató el pelo de Claude y se lo derramó sobre un hombro, para que se proyectara hacia delante formando un telón de fondo a su perfecto perfil.

—Maravilloso —dijo Al, y sacó unas cuantas fotos más. María Estrella movió el aparato un par de veces, haciendo que el vendaval nos atacara desde varias posiciones. Al final, Al me dijo que podía incorporarme. Y así lo hice, agradecida.

—Espero no haberte pesado demasiado —le dije a Claude, que volvía a parecer fresco y tranquilo.

—Qué va, tranquila. No tendrás un zumo de frutas, ¿verdad? —le preguntó a María Estrella. Claude no era precisamente un maestro del tacto social.

La bella licántropo señaló la pequeña nevera que había en un rincón del estudio.

—Los vasos están en la parte de arriba —dijo. Suspiró mientras lo seguía con la mirada. Las mujeres solían hacer eso después de hablar con Claude. El suspiro era una forma de decir: «Qué desperdicio».

Tras cerciorarse de que su jefe aún estaba enfrascado con sus cámaras, María Estrella me lanzó una amplia sonrisa. A pesar de tratarse de una licántropo, lo cual hacía que costara leer sus pensamientos, pude entrever que quería contarme algo... y no estaba segura de cómo me lo iba a tomar.

La telepatía no es algo divertido. La opinión que una tiene de sí misma se ve afectada por lo que piensan los demás. Y además hace que sea prácticamente imposible salir con chicos normales. Pensad en ello (y recordad que sabré si lo hacéis o no).

—Alcide lo ha pasado mal desde que derrotaron a su padre —dijo María Estrella, sin levantar demasiado la voz. Claude estaba ocupado estudiándose a sí mismo en un espejo mientras se bebía su zumo. Al Cumberland recibió una llamada al móvil y se encerró en su despacho para atenderla.

—No me cabe duda —dije. Desde que el contrincante de Jackson Herveaux lo matara, era de esperar que su hijo tuviera sus altibajos—. Envié mis condolencias a la ASPCA, y sé que se lo harán saber a Alcide y a Janice —dije. Janice era la hermana menor de Alcide, lo que la convertía en una no licántropo. Me preguntaba cómo le habría explicado Alcide a su hermana la muerte de su padre. A cambio, recibí una nota de agradecimiento, de esas que emite la funeraria sin una sola palabra personal.

—Bueno... —Parecía que le costaba soltarlo, fuese lo que fuese lo que le taponaba la garganta. Percibí un atisbo de su forma. El dolor me atravesó como un cuchillo, y lo bloqueé mientras me envolvía en mi orgullo. Aprendí a hacerlo en mi más tierna juventud.

Cogí un álbum de muestras del trabajo de Alfred y empecé a hojearlo, apenas prestando atención a las fotos de novios,
bar mitzvahs
, primeras comuniones y bodas de plata. Cerré el álbum y lo dejé donde estaba. Traté de aparentar normalidad, pero no creo que funcionara.

Con una amplia sonrisa que imitaba la expresión de la propia María Estrella, dije:

—Alcide y yo jamás fuimos pareja de verdad. —Puede que hubiera albergado anhelos y esperanzas, pero jamás tuvieron la oportunidad de madurar. El momento siempre era el equivocado.

Los ojos de María Estrella, de un marrón mucho más claro que los de Claude, se abrieron como platos. ¿Era asombro, o miedo?

—Sabía que podías hacer eso —dijo—, pero me sigue costando creerlo.

—Sí —añadí fatigadamente—. En fin, que me alegro de que Alcide y tú estéis saliendo; no tendría derecho a reprocharos nada, incluso aunque nosotros hubiéramos estado juntos. Que no es el caso. —La frase me salió un poco farfullada (y no era del todo verdad), pero creo que María Estrella captó mi intención: salvar la cara.

Cuando, durante las semanas siguientes a la muerte de su padre, no supe nada de Alcide, me convencí de que cualesquiera que hubieran sido sus sentimientos hacia mí, se habían apagado. Había sido todo un golpe, pero no fatal. Siendo realista, no había esperado nada más por parte de Alcide. Pero, caramba, era todo un fastidio. Me gustaba, y siempre escuece cuando descubres que te han sustituido con tan aparente facilidad. Después de todo, antes de la muerte de su padre, Alcide me sugirió que viviéramos juntos. Ahora se pasaba todo el tiempo con esa joven licántropo, quién sabe si planeando tener cachorros con ella.

Detuve en seco esa línea de pensamiento. ¡Debería avergonzarme! De nada servía comportarme como una zorra (cosa que, bien pensado, María Estrella sí que era, al menos tres noches al mes).

Debería avergonzarme por partida doble.

—Espero que seáis muy felices —le dije.

Me tendió otro álbum sin decir palabra. En la tapa ponía ALTO SECRETO. Cuando lo abrí, supe que el secreto era sobrenatural. Había fotos de ceremonias a las que los humanos nunca podían asistir... Una pareja de vampiros ataviada con trajes enrevesados posaba delante de un
ankh
gigante; un joven en plena transformación en oso, presumiblemente por primera vez; una instantánea de una manada de licántropos, todos ellos en forma de lobo. Al Cumberland, fotógrafo de lo extraño. No me sorprendía que hubiera sido la primera opción de Claude para sus fotos, quien había depositado en ellas todas sus esperanzas para lanzarse como modelo de portadas.

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