Despertando al dios dormido (43 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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Una terrible sospecha se clavó en la mente de la mercenaria como un lanzazo. En las sesiones informativas de la Executive Orders previas a su arribada al archipiélago, habían sido advertidos de que en algunas regiones ignotas de Papua Nueva Guinea seguían existiendo tribus que conservaban el canibalismo como parte del ritual religioso y que reincidían periódicamente, a pesar de los esfuerzos del gobierno local por erradicar la costumbre ancestral y bárbara. El último informe databa de 1976, cuando un clérigo y sus doce compañeros fueron asesinados y parcialmente devorados por tratar de quemar los fetiches sagrados de una de las tribus.

Como corroborando sus temores, se empezó a oír un ruido de tambor en la lejanía. Los mercenarios se miraron. El miedo reflejado en sus rostros hacía innecesarias las palabras: se había puesto en marcha alguna ceremonia, y tenían todos los números para ser los invitados de lujo de una fiesta a la que ninguno de los dos tenía malditas ganas de acudir.

La noche cayó y Basia vio titilar luces en la espesura, y supuso que serían antorchas que los aborígenes habrían colgado de las casas árbol que había visto. El rítmico latido del tambor resonaba con extraña fuerza entre las lajas de la empalizada y notaba cada golpe en la boca del estómago contraído por el hambre y la angustia.

Tenían que hacer algo para salir de allí, pero las cadenas que les retenían, probablemente rescatadas de los pecios de navíos de guerra japoneses hundidos en la batalla del mar del Coral, en 1942, habían resistido todos los intentos de quebrarlos o torcerlos.

La luna, que las otras noches había proyectado su luz lechosa sobre el mísero cercado, estaba oculta tras una gruesa capa de nubes que avanzaban con rapidez desde el mar. Ahora eran ya varios los tambores que lanzaban su llamada al cielo encapotado, y del otro lado de la empalizada les llegaban voces excitadas y roncas que pronunciaban en voz muy alta jerigonzas incomprensibles pero que acababan con un
«iä, iä»
extraño y amenazador, que por alguna razón estaba tocando la fibra sensible de una Basia cada vez más nerviosa.

Empezó a llover de nuevo, y los mercenarios se buscaron el uno al otro para darse un poco de calor. A lo lejos, sobre el mar, restallaban los vívidos relámpagos de una tormenta que se acercaba a la isla con extraordinaria velocidad.

De pronto, el portón se abrió por completo y aparecieron varias figuras desarrapadas que se colocaron frente a los cautivos armadas con arcos y lanzas. Los mercenarios se pusieron en pie y se quedaron espalda contra espalda, en un débil intento de ofrecer una mínima resistencia. La luz de las antorchas que portaban los aborígenes permitió a los prisioneros apreciar con detalle las inquietantes fisonomías que las brillantes líneas pintadas de amarillo, rojo y blanco hacían aún más aterradoras. Del cuello les colgaban collares de lo que parecían ser los dientes ensartados de algún animal, pero Basia apreció también que algunos llevaban extraños adornos de coral y colgantes hechos de algo que destellaba como si fuera oro.

Los guerreros se abrieron en abanico para franquear la entrada a otro individuo que portaba un adorno de plumas rojas en la cabeza. Entre sus manos llevaba con suma precaución un cuenco de madera en el que brillaba algún líquido. Al acercarse a los cautivos dijo algo y más guerreros entraron en el cercado y se aproximaron a los mercenarios con la decisión reflejada en sus caras pintarrajeadas. Entre todos les sujetaron con fuerza, a pesar de la lluvia de patadas y puñetazos que sufrieron de manos de los reacios cautivos, y les obligaron a arrodillarse frente al tipo del cuenco, mientras que otros les forzaban a abrir la boca.

Fabio y Basia se debatieron con violencia, pero la superioridad numérica de los individuos delgados pero fibrosos hizo inútil el esfuerzo. Basia sentía una arcada de asco pugnando en la boca del estómago mientras notaba impotente los dedos de uno de los tipos hurgando en su boca.

Musitando algo, el hombre del cuenco se acercó a Fabio y le vertió un poco de líquido en la boca. De inmediato, antes de que el italiano lo escupiera, el que le mantenía la boca abierta se la cerró y le tapó la nariz. El mercenario se agitó con renovada violencia pero al final, entre estertores, tuvo que tragar el brebaje. Lo mismo sucedió con Basia, que sintió cómo un fuego líquido le abrasaba la tráquea y el estómago.

Acto seguido, los guerreros les soltaron y se acuclillaron en corro frente a la salida, observando a los dos cautivos que tosían con violencia y trataban de recuperar el aliento perdido.

Unos momentos más tarde, Basia notó que todo empezaba a darle vueltas. El potente brebaje estaba surtiendo efecto. Incapaz de aguantar el equilibrio, se dejó caer al suelo y empezó a gemir en voz muy baja, con el miedo crepitando con fuerza en su interior.

Los sonidos de la selva crecieron en sus oídos. De forma prodigiosa, los susurros del follaje, el ruido de la lluvia, el crepitar de las antorchas, todo se amplificó en su cabeza. Los potentes sonidos de los tambores tenían ahora un eco que tardaba en apagarse, fundiéndose con el siguiente golpe, creando una ilusión aún más perfecta de ser en realidad el latido de un monstruoso corazón. Un súbito y poderoso trueno la hizo gritar de dolor y llevarse las manos a los oídos.

Las olas de sonidos crecieron y crecieron y Basia se apretó las sienes en un fútil intento de mitigar los latigazos de sonido que le taladraban el cerebro sin piedad.

Sintió el contacto de las puntas heladas de los dedos, y notó asombrada cada poro de su piel bajo las yemas. Podía reseguir con la mente el trazado de cada gota de agua y sudor que resbalaba por su cuerpo. Abrió los ojos y se miró las manos, pero no conseguía enfocarlas. A través de aquel filtro borroso, vio cómo dos manchones oscuros se juntaban con el que tenía a su lado y se lo llevaban con un estrepitoso e hiriente rechinar de cadenas.

—¡Fabio! —gritó aterrada—. ¡Fabio!

—¡Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn!

Una voz habló muy cerca de ella, provocando que se encogiera en el suelo. De nuevo pescó al vuelo la palabra
kazulu
, y casi se desmaya de dolor cuando todos los allí presentes soltaron el poderoso grito que había oído un momento antes.

—¡Iä! Iä! Cthulhu fhtagn!

La tormenta arreciaba y los relámpagos y truenos se sucedían sin cesar. Basia fue abandonada por los guerreros, que se llevaron a Fabio a rastras mientras seguían cantando melopeas incomprensibles. Tal vez debido a la enajenación mística que les obnubilaba, quizá porque ya les consideraban incapaces de causarles problemas, los captores dejaron el portón abierto. Basia trató de alzarse del suelo para huir de aquel infierno, pero no pudo reunir las fuerzas suficientes para hacerlo. Rechinándole los dientes, consiguió ponerse de rodillas y se dio cuenta entonces de que no podría ponerse en pie. El vértigo era excesivo, tenía la visión demasiado borrosa y la mente aturdida por la cacofonía de sonidos que asaltaban sus sentidos exaltados por la extraña droga. Ni siquiera se dio cuenta, al dejarse caer de nuevo, de que seguía encadenada.

El ruido de pasos sobre el fango le hizo levantar la cabeza y mirar al portón. Unas siluetas difuminadas se acercaron a ella. Basia esforzó los ojos y consiguió ver que se trataba de mujeres, con el torso desnudo y una especie de
hula
hawaiano alrededor de la cintura. El miedo subió un nuevo escalón al apercibirse de que cada una llevaba una caña larga en la mano.

Sin mediar palabra, las mujeres la rodearon y empezaron a fustigarla con fuerza. El atronador ruido de los silbidos de las varas y el golpe seco que daban al golpear su piel hicieron que casi no sintiese el dolor de los latigazos, pero notó cómo le corría, caliente, la sangre que brotaba de las heridas que le infligían.

Y entonces, cuando estaba a punto de perder el conocimiento, el viento le trajo el grito más desgarrador que había escuchado en toda su vida. Aquel alarido bestial de terror no parecía poder haber sido emitido por un ser humano, pero supo, sin dudarlo ni un instante, de quién provenía.

—¡Dios mío, Fabio! —siseó con los dientes apretados.

Un nuevo cántico se alzó atronando en su cabeza. Parecía el croar de cientos de monstruosos batracios que se hubieran vuelto locos de repente. Los tambores arreciaron en intensidad y velocidad. La muralla de sonido era insoportable.

Notó cómo la cogían por los brazos y sólo entonces se apercibió de que la habían dejado de golpear. Tenía el cuerpo inerme y no pudo hacer más que dejarse arrastrar fuera del recinto, entreviendo las oscuras chozas de las que asomaban rostros pintarrajeados de blanco a los que la luz de los continuos relámpagos convertía en máscaras infernales.

Lo que sobrevino a continuación se mantuvo en su memoria de manera confusa, como una sucesión de imágenes odiosas, sonidos deformados y sensaciones antinaturales que por suerte nunca consiguieron aflorar del todo de la niebla piadosa con la que su cerebro había cubierto las aciagas vivencias.

La precariedad de su visión le impidió apreciar con claridad las aberraciones de la Naturaleza de cuyas bocas babeantes brotaba el espantoso croar. Desde la distancia que había interpuesto la poción que enturbiaba sus sentidos intuyó con horror los obscenos ritos que la ignota tribu estaba realizando y de pronto, en un rapto de lucidez malsana, comprendió el aterrador significado de los altisonantes cánticos.

Pero lo peor fue que los únicos recuerdos que conservó su memoria perversa la mostraban participando gozosa en aquel rito blasfemo, atrapada sin remisión por el frenesí místico de la salvaje ceremonia, presa de una vorágine de sentimientos contradictorios, sacudida por el terror y extasiada en la adoración de un ser cuya sola mención abría de par en par las puertas de la antesala de la locura. Y era dolorosamente consciente de haber cantado, una y otra vez, alzando los brazos hacia la luna gibosa, la terrible letanía que rendía pleitesía eterna al Dios Dormido.

—¡Cthulhu R’Lyeh, fhtagn iä!

Los dos mercenarios fueron encontrados al día siguiente en las laderas del volcán humeante por unos niños que jugaban por la zona. Tenían los ojos muy abiertos, estaban tiritando y gritando desvaríos, completamente desnudos y en un estado físico lamentable. El padre Andersen, un misionero holandés de la Orden del Sagrado Corazón que residía en Gnor, al noroeste de la isla, se encargó de recogerles, les curó las heridas lo mejor que pudo y escuchó aterrorizado el relato inconexo de los acontecimientos que les habían costado buena parte de su cordura.

Esa misma noche, el hombre radiografió a Florencia y pocos días más tarde, un helicóptero depositaba en tierra a un clérigo alto, de cabello blanco y ojos oscuros, que jugueteaba nervioso con un pequeño crucifijo de plata que llevaba al cuello.

En otra parte de la isla, un contingente de figuras vestidas de negro se deslizaron en completo silencio hasta el poblado aborigen y desencadenaron allí una lluvia inmisericorde de fuego y acero que acabó con las vidas y las miserables chozas de los impíos adoradores.

Mientras supervisaba el traslado de los mercenarios hasta el helicóptero, el padre Marini se volvió para contemplar la columna de humo negro que marcaba el lugar donde se había abatido la cuestionable justicia de un Dios cuya respuesta a las plegarias era a veces un simple no.

—Que Dios omnipotente se apiade de sus almas —musitó al tiempo que se persignaba.

Isabel estaba asustada. Aunque las otras dos mujeres la habían intentado tranquilizar, el enorme complejo en el que habían entrado y el imponente aspecto del padre Marini la habían llenado de desasosiego. No conseguía dominar el pánico irracional que la ahogaba, aún a sabiendas de que estaba probablemente en el lugar más seguro del planeta y rodeada por las personas mejor capacitadas para hacer frente a la amenaza que se cernía sobre ellos.

Pero la intensidad de los últimos sueños que había tenido en el avión, la inminencia de la prueba que le había mencionado Julia con vaguedad y que temía no poder superar y todo lo ocurrido en Barcelona, habían conseguido ponerla en un estado de nervios que el cuartel general de Gli Angeli Neri no había hecho sino exacerbar con su bóveda subterránea de acero y hormigón.

Tenía la impresión de que todos los allí presentes tenían su mirada clavada en ella, y la angustia crepitaba en su interior como un fuego bien alimentado. Seguía sin poder asimilar que Joan Batiste estaba muerto, y probablemente no le perdonaría jamás a Julia la cremación in situ del cadáver, aunque ésta hubiera tratado de justificarlo una y otra vez con argumentos que cada vez le parecían más descabellados.

El colofón del pánico lo había puesto la aséptica habitación en la que la habían metido y que estaba dotada con todo el equipamiento que tendría cualquier hospital. Mientras se abrían y cerraban armarios durante la preparación, Isabel había entrevisto algo más amenazador e inquietante: en una de las taquillas metálicas colgaban unas prendas blancas dotadas de cinchas y correas que reconoció con espanto como camisas de fuerza. Con los nervios a flor de piel, casi se cae del borde de la silla ante la llegada del equipo especial para la operación de
desintoxicación
, como la había llamado Julia, que junto con Basia, entraron acompañando a un hombre con bata blanca al que no presentaron.

—Estamos preparados —anunció el supuesto médico, tras haber traído hasta la habitación una serie de máquinas de las que salían puñados de cables de colores terminados en pinzas y ventosas—. Quítese el suéter y túmbese aquí, por favor.

Isabel obedeció con el corazón encogido, se estiró en la camilla y siguió con aprensión creciente la colocación de los electrodos en el pecho y a ambos lados de la cabeza.

El médico sonrió y le dijo que gracias a las últimas modificaciones que habían hecho en el proceso, poseían un mayor control y ahora no sufriría ningún colapso, lo que, en lugar de tranquilizarla, propició que la garra que atenazaba su estómago se cerrara un poco más.

Todo le parecía malsano. Un sentimiento de paranoia estaba empezando a crecer con fuerza en su interior. «Es una trampa —le gritaba su instinto de conservación—, te van a eliminar como a una alimaña.»

De pronto le pareció que las miradas de Julia y de Basia se habían vuelto especuladoras, casi burlonas, la misma expresión que creyó ver en sus padres cuando decidieron poner fin a la vida de su mascota preferida, una perrita que la pequeña Isabel quería con locura pero a la que la avanzada edad había dejado ciega y medio inválida. Aquello fue la gota que colmó el vaso del miedo que amenazaba con ahogarla.

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