Despertando al dios dormido (44 page)

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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

BOOK: Despertando al dios dormido
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—No quiero hacerlo —exclamó de pronto intentando incorporarse en la camilla.

Dos pares de brazos fuertes la sujetaron de inmediato por las extremidades, y se debatió con furia renovada.

—¡Dejadme! ¡Soltadme, hijas de puta! —bramó, revolviéndose con todas sus fuerzas.

Pero a pesar de todos sus esfuerzos no consiguió zafarse de las dos mujeres, que seguían reteniéndola con inusitada fuerza y musitando algo en tonos tranquilizadores que no conseguía entender. Sabía que sólo eran falsos arrumacos para engañarla. De pronto, de debajo de la camilla aparecieron unas correas con las que fue atada sin contemplaciones mientras las dos arpías seguían farfullando frases que seguían sonándole extrañas. Ahora sólo podía girar un poco la cabeza. El miedo hervía en su interior sin control alguno, y se desbordó por completo cuando sintió un agudo pinchazo en el antebrazo derecho y vio que le habían clavado otra vez la odiosa jeringuilla que contenía el malhadado líquido ambarino.

Isabel gritó con todas sus fuerzas, mezclando peticiones de auxilio, súplicas incoherentes de clemencia y profiriendo las peores injurias que su aterrada mente podía formar. Sentía arder la sangre en sus venas, y las caras de los que la rodeaban se deformaban y se transformaban en trasgos rientes que la miraban con conmiseración y una malevolencia mal disimulada.

En ese momento vio entrar en la habitación al padre Marini. Desesperada, apeló a Dios y a su bondad infinita, en un fútil intento de ablandar al maldito clérigo y hacerle anular la innecesaria operación,
ya que ella no participaba de la comunión con el Dios Dormido ni quería su Ansiado Despertar… ¿o tal vez sí?

Súbitamente, Isabel Forcada se quedó callada y muy quieta. Una voz en su cabeza estaba hablando con notable insistencia, tapándolo todo con sus poderosas inflexiones. Una insidiosa melopea pugnaba por abrirse paso desde algún rincón oscuro de su embotada mente. No era la voz de Marini, ni de Julia, ni de Basia ni de nadie que hubiera conocido con anterioridad, y sin embargo poseía una inconfundible familiaridad que no acertaba a reconocer, una voz que casi llegaba a recordar y cuyas extrañas palabras destilaban a la vez terror y felicidad.

Súbitamente, comprendió. Era la voz de sus sueños, la que siempre aparecía distante, la voz sin mácula del Dios Dormido, Aquel Que Yace Eternamente en su prisión submarina, que trataba de llegar hasta ella para tranquilizarla, la deidad a la que debía obediencia y sacrificio y que una vez liberada, recompensaría con Su Presencia sus más ansiados deseos de poder y gloria.

Extasiada ante las inusitadas revelaciones, no vio cómo el padre Marini se inclinaba sobre ella, alarmado por el insólito silencio, le examinaba las pupilas dilatadas y pedía el medallón de piedra que Julia llevaba colgado del cuello. Ésta dudó una fracción de segundo, pero se lo arrancó de un tirón, y en el instante en que el gozo de Isabel al entrever a su nuevo Dios estaba en la cúspide, la Estrella de los Ancianos rozó su frente.

Capítulo IX

Observatorio astronómico del Roque de los Muchachos, esa misma noche

Muy pocos humanos pudieron ver la primera imagen del heraldo del Apocalipsis. La masa de piedra deshilachada y su resplandeciente cola en caótico desorden, semejante a unos colosales apéndices retorciéndose con avidez, cuya torturada superficie no reflejaba luz alguna, atravesó durante una fracción de segundo el campo de visión de los objetivos impasibles de la sonda SOHO, en órbita solar a un millón quinientos mil kilómetros de la Tierra.

Unas horas más tarde, la devastadora imagen llegó hasta los radioscopios del observatorio canario y Pablo se dio cuenta de que lo que había identificado como una mancha solar era en realidad el evento astronómico que los científicos norteamericanos habían clasificado años atrás con las inocuas siglas ELE, Extinction Level Event. Bajo las tres simples letras se escondía la aniquilación total de la vida en la Tierra. De no producirse un milagro, el planeta entero iba a sufrir algo parecido a lo que en su día hizo desaparecer a los enormes habitantes de la prehistoria jurásica. Si la materia desprendida del astro solar colisionaba con la Tierra, se producirían terremotos de magnitudes imposibles de determinar, olas gigantescas, inmensas nubes de polvo que taparían la luz del sol por completo durante años, inversiones térmicas extremas, lluvias ácidas, vientos huracanados…

Pablo soltó un gemido y se cogió la cabeza con ambas manos. Su mente seguía pasando lista, impertérrita, implacable, enumerando todo lo que había estudiado muchos años antes como mera posibilidad y que en pocos días se convertiría en el verdadero epitafio de la Humanidad. Se dejó caer en la silla, sin fuerzas, contemplando sin poder reaccionar el bucle sin fin de imágenes que habían capturado las cámaras de la sonda solar.

El aterrado científico se miró las manos. Temblaban como un par de hojas de árbol sacudidas por el viento. ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde encontrar refugio? Era imposible salir de la isla en avión, la huida por mar estaba descartada y no creía que el sistema de cuevas de la Caldera de Taburiente pudiera servir de cobijo suficiente.

La
isla bonita
se había convertido en una ratonera.

Isabel contempló los objetos que tenía ante sí, frunciendo un poco el ceño. Había transcurrido una semana desde su llegada al
palazzo
Ariosto y todavía no se acababa de encontrar del todo bien. Aunque tanto Marini como las otras dos mujeres le habían explicado el porqué de la amarga experiencia que la habían obligado a pasar, y a pesar de que reconocía que gracias a ello no se iba a despertar un día entre los que vagaban, perdidos más allá de toda esperanza, por los pasillos de algún asilo olvidado, todavía sentía un ligero resentimiento por la cruel emboscada. Por suerte, el constante contacto con la piedra que le había dado Julia y la ingente tarea que tenía ante sí la habían ido calmando.

Sacudió la cabeza y trató de ordenar en su mente analítica los elementos del acuciante rompecabezas. El primer y más importante ítem del enigma era el diario, entre cuyas páginas había un esbozo inconcluso de mapa que los expertos de la organización habían identificado como parte de la orografía montañosa de un sector del Uzbekistán antiguamente conocido como el Turkestán.

De aquella parte de Asia Central, la ciudad más importante, históricamente hablando, era Bukhara, que en el alfabeto cirílico se escribía Buxoro. Estaba situada en las planicies que formaban la base de la cordillera Ak Tagh, que separaba con sus erosionadas formaciones rocosas la precaria civilización de la zona del prácticamente inexplorado desierto que ocupaba el sesenta por ciento del territorio del país.

En la antigüedad, la ciudad de las cúpulas azules había sido el centro de iluminación espiritual de varias religiones, además de ser un reputado cruce de caminos para las rutas comerciales que enlazaban Oriente y Occidente. Las excavaciones arqueológicas que se habían practicado en la zona habían dado resultados inesperados: la ciudad parecía ser mucho más antigua que lo que decían sus primeros moradores, y se habían hallado extraños estratos geológicos que habían desconcertado a los investigadores rusos que trataban de esclarecer el misterioso pasado que la envolvía. Como siempre, la reluctancia y el secretismo que predominaba en las altas esferas del poder soviético, presente en aquellas tierras desde 1918, no permitió compartir los descubrimientos hasta mucho tiempo después.

Ningún occidental había tenido acceso a la zona en la época donde supuestamente transcurría lo que relataba el diario. Sólo hubo una excepción: de alguna manera que nunca reveló, el profesor Roderick Baxter consiguió romper el cerco burocrático ruso y obtuvo el permiso para viajar por cierta parte del país en 1941.

Y aquí terminaban las pistas. Nadie había podido reconstruir el itinerario realizado por el profesor por tierras asiáticas. Lo único que se sabía con certeza es que el arqueólogo había sido internado unos días en un hospital de Samarcanda, aquejado de un mal desconocido. Después, sin que se le diera el alta médica, había partido con una sección del ejército ruso que iba a reforzar las defensas de la ciudad de Leningrado, que por aquellos días estaba siendo sitiada por los soldados alemanes.

De vuelta en Londres, a finales del mismo año, el profesor había solicitado los servicios de un afamado psiquiatra que mantenía una estrecha colaboración con los equipos médicos de
Gli Angeli Neri
. Las veladas alusiones de Baxter acerca de los tremendos descubrimientos que había realizado durante el periplo asiático, hallazgos que habían mermado su cordura de forma considerable, unidas a la innegable reputación que ostentaba como historiador y arqueólogo, acabaron convenciendo a la cúpula vaticana para integrarle como consultor y traductor ocasional.

No obstante, a Baxter nunca se le reveló toda la verdad acerca de la organización secreta. Su débil estado anímico le hacía extremadamente vulnerable y, por otro lado, él nunca admitió que su viaje por las tierras de Uzbekistán le hubiera reportado nada más que unas violentas fiebres. La justificación del secretismo de sus investigaciones, así como la poderosa razón que le obligó a tratar de llevarse consigo el diario en el momento de su encuentro con el monstruo en Londres, todavía estaban por desvelar.

Tan sólo ahora, después de muerto, había salido a la luz la innegable relación que poseía con las abominaciones que pugnaban por aniquilar la civilización. El maltrecho puñado de hojas garabateadas podía ser la clave que desbloquease el punto muerto en el que estaba todo el asunto. Sin embargo, el diario estaba escrito en caracteres cirílicos pero no era ni ruso ni ningún otro idioma eslavo. De momento, Baxter llevaba ventaja en la partida. El experto en lenguas muertas y culturas desaparecidas había hallado la manera de ocultar sus descubrimientos a todo el mundo. Y el tiempo iba pasando, letal e inmisericorde.

Los otros elementos que le habían sido facilitados a Isabel eran las excelentes fotografías de cinco paneles de arcilla grabados con una simbología que la llenó de asombro y pavor, pues sus caracteres rectilíneos se parecían demasiado a los de la losa que protegía el pozo de la isla de Innishshark. Nadie le había comentado absolutamente nada acerca de su procedencia o significado, tan sólo que eran muy antiguas y que ya habían sido descifradas, aunque omitieron decirle por quién.

Con todo aquello ante sí, extendido sobre la mesa de una de las incontables salas del
palazzo
, Isabel se vio enfrentada a un extraordinario rompecabezas del que tenía que sacar una única respuesta: ¿Qué había querido proteger el profesor Baxter con su vida? ¿Qué había hallado el arqueólogo en la zona que señalaba el bosquejo de mapa?

Isabel jugueteaba distraídamente con el medallón que le colgaba del cuello mientras repasaba una y otra vez las páginas manchadas y las fotografías de las estelas. Nada parecía tener sentido pero al mismo tiempo algo en su interior le decía que estaba a punto de encontrar una respuesta. Sin embargo, Isabel
veía
en su cabeza el muro que la separaba de la verdad contenida en las páginas. Algo más le estaba impidiendo traspasar la barrera, algo que la estaba protegiendo, algo que trataba de bloquear la revelación del significado oculto de los caracteres cirílicos que cubrían el pequeño diario, un algo intangible que negaba con rotundidad la posibilidad de que los garabatos esculpidos fueran algo más que huellas de patas de insecto sobre una antigua tabla de fango endurecido.

Sin darse cuenta, Isabel se quitó el medallón y lo posó sobre la mesa, masajeándose la nuca con suavidad. Cerró los ojos e hizo una serie de rotaciones lentas con la cabeza para desentumecer los músculos del cuello. Y al abrir de nuevo los ojos, un instante antes de coger de nuevo la Estrella de los Ancianos, unas cuantas letras del diario abierto al azar parecieron fundirse en una palabra:
miedo
.

Isabel dio un respingo y agarró el maltrecho cuaderno con manos temblorosas. Una a una, como si fuera algo mágico, las letras se transformaron en palabras, éstas en frases y, de pronto, todo se volvió terriblemente claro.

Ahogando el terror que crecía en su interior, Isabel buscó la primera página en buen estado y empezó a leer.

Khiva, Turkestán, 8 de agosto de 1941

Hoy, por fin, he podido ver y tocar con mis propias manos una parte de la historia más olvidada y aterradora que la Humanidad ha conocido. Tras los incontables permisos, las esperas en lóbregos pasillos y despachos mal iluminados, amén de los inacabables y en su mayoría absurdos interrogatorios a los que me ha sometido la policía y la agencia soviética de seguridad nacional, el día ansiado ha llegado.

Ya he descrito con brevedad en las primeras páginas de este diario los motivos de mi precipitada salida de Londres y mi llegada hasta este remoto paraje. Las notas que encontré entre los papiros olvidados en los anaqueles del almacén del British Museum hablan por sí mismas. Creo que tampoco es coincidencia que un bombardeo inusualmente preciso de la Luftwaffe destruyera por completo el ala suroeste hace tan sólo unos meses, y más sabiendo que el posterior incendio consumió precisamente la sección donde estaban los papiros. Por suerte, había conseguido sacarlos a escondidas de allí sólo unos cuantos días antes.

Es evidente que los nazis también lo están buscando y las huestes de Himmler tienen muchos más recursos que un pobre bibliotecario como yo.

Según lo apuntado por el historiador árabe que firmaba las revelaciones, las posibilidades de hallar el Libro eran grandes, y aún a sabiendas de que quizá estoy siendo vigilado, no puedo ignorar de ningún modo la oportunidad que se me presenta.

Todo se remonta hasta Zoroastro, el profeta del arcano culto que adoraba el fuego y cuyos sacerdotes combatían sin piedad a un Mal que los Avestas, los textos sagrados, nunca llegaron a describir. De éstos, la parte conocida como el Vendidad es la única que ha sobrevivido intacta hasta nuestros días. Cuenta una leyenda farsi que el texto completo fue arrojado a un río cercano a la ciudad de Samarcanda por un asqueado Alejandro el Grande, que no pudo soportar las blasfemias que en él se exponían.

Clasificar la sección de libros orientales del British Museum me permitió el poder hallar y leer una excelente copia en árabe de los Avestas. Sin embargo, si se comparaban con el preciado original que se conserva en el Smithsonian National Museum americano, éstos presentaban unos curiosos desajustes. Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que la traducción la había efectuado Mukhammad Narshakhi, cuya reputación como historiador se ha extendido más allá de sus propios méritos. Fue entonces cuando intuí que tal vez había algo más tras los aparentes errores del insólito e insigne traductor.

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