Eitana, la esclava judía (28 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

BOOK: Eitana, la esclava judía
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—¿Qué necesitan? —dijo Tulio mirando con horror a su compañera, quizá comprendiendo en silencio, como ella.

—Buscamos a una esclava. Abra, por favor. Solo serán unas preguntas.

La joven se revolvió nerviosa y se dejó caer de espalda sobre la pared sosteniéndose la cabeza, agitándola enajenada, y luego con sus pequeños puños golpeó la superficie deslucida. Entonces sintió la sangre en sus nudillos, pero no le importó aquel dolor. Tulio la miraba suplicante, sintiendo que el filo de la realidad lo amenazaba a él también.

—¡No lo entiendo! —negó con la cabeza, susurrando—. ¡No lo entiendo!

Eitana, azorada, arrinconada como los ratoncillos que descubrían por la librería, se asomó por el ventanuco y observó el callejón trasero de la
caupona.
Estaba dispuesta a saltar, y no lo dudó.

—Espera —le dijo el muchacho, como espoleado por la responsabilidad.

—¿Qué puedo esperar, Tulio? Dime.

—Déjame pensar.

El copista había comenzado a revolotear por la habitación y de un manotazo se había hecho con una sucia manta, que en el espesor del bochorno yacía baldía junto al jergón.

La muchacha lo observó interpretando sus intenciones.

—Recoge todo, rápido —le dijo él.

De un manotazo se aseguró la talega con los denarios bajo la túnica e hizo un fardo con la
palla
de seda.

—Tírala al callejón.

Ella lo hizo sin pensar, consciente de que no tenía más alternativas en su vida, consciente de que no era nada consciente, porque no había tiempo para serlo, mientras volvían a sacudir la puerta entre improperios.

—¡Un momento! ¡Un momento, buen hombre! —gritó Tulio—. Me estoy adecentando.

Luego se volvió a Eitana.

—Date prisa, tienes que sujetarte a este extremo de la manta, que yo te sostendré desde el otro. No llegará hasta el suelo, pero resistirás la caída.

—¿Y tú?

—¡Olvídate de mí ahora! —le contestó con decisión—. Si quieres salvar la vida, trepa a la ventana. ¡Rápido!

El amanuense la ayudó y ella se sentó en la ventana amansando el vértigo. Los golpes se habían convertido en aldabonazos humanos que iban a derribar la puerta y ella, encomendándose a Yahvé, se dejó descolgar hasta que quedó sujeta del marco con las dos manos, casi resbalando. No tuvo tiempo de imaginar qué es lo que hubiese pensado cualquier transeúnte que la observase desde el callejón, pendiendo como una sábana extendida para secarse con un sol que hacía tiempo ya se había ocultado, ni si algún
vigil
estaría acudiendo hacia allí para impedir su huida. Sus pies oscilando en el aire dispararon su vértigo y, por un momento, creyó que iba a caer al vacío.

—Agarra fuerte la manta, Eitana.

La había estrangulado hasta convertirla en una trenza y él la sostenía desde dentro, sujetándose con la pared. Entonces, la judía se asió con una mano de la manta, temblorosamente, y luego con la otra, y se dejó deslizar hacia abajo. Todavía estaría a quince codos del suelo cuando la soltó definitivamente, pero había sido suficiente para caer segura, sentada sobre el empedrado ya oscuro y desierto.

—¡Corre, Eitana! —le gritó Tulio—. Corre sin mirar atrás.

La muchacha lo observó desde abajo histérica.

—Salta tú también. ¡No me dejes sola! —le suplicó implorante.

Pero el muchacho no tuvo tiempo de dudar porque, de pronto, ella pudo oír cómo irrumpían en el
cubiculum
entre un gran estruendo de maderos quebrados, para después apartarlo abruptamente de la ventana hasta desaparecer de su vista. Eitana, apenas vio la sombra de otro rostro asomándose, ni siquiera se preocupó de saber más. Solo supo que debía correr.

—¡Detente o estás muerta! —le gritó alguien desde arriba.

Pero ella recogió la
palla
de seda y huyó con el último hálito de fuerzas que le quedaban en su cuerpo, con su alma pendiendo de otro vacío mucho más profundo que el de aquella pequeña ventana. Corrió en dirección al Tíber, como si la persiguieran todos los demonios de la
domus,
trotando casi sin aliento, molida, pero con los latigazos del miedo disparando sus pies.

Un gran desasosiego envolvía su existencia, y el remordimiento del sacrificio de Tulio continuaba hinchando su tristeza.

33

Atravesó sin aliento el Tíber, sin mirar atrás, intentando que su sombra se fundiera en la noche. Sus pasos se dirigieron al centro de la ciudad, hacia un laberinto de templos, palacios y edificios que se alzaban como cíclopes en el Palatino, y luego, ya con su andar extenuado, buscó la
Via Apia,
como quien intenta que el trazo del estilete garabatee legible sobre el papiro extendido en la oscuridad, como el amanuense que sabe que debe acabar su envío más allá de que se haya consumido su candil y comience a desesperarse.

Sin embargo, no deambuló errante. Durante el delirio y la astenia de las últimas horas, su mente había comenzado a trazar un plan. Más bien era su única alternativa, y entonces se proponía dejarse deslizar por ella, sin pensar más. Había ido bosquejando aquel destino durante la soledad de la tarde en la
caupona,
mientras apretaba aquel anillo de plata que había recibido del tribuno Marcius Julius. Ella era una niña cuando la encerraron con aquel moribundo en el mercante, ella era un pajarillo desvalido cuando el legionario dejó caer aquel sello entre sus dedos. Sin embargo, todavía lo recordaba muy bien, siempre lo había hecho, sobre todo en los momentos más difíciles. Aquel imposible, aquella villa en Capua de donde provenía aquel tribuno que le había inyectado la esperanza de una esposa misericordiosa, aquel destino incierto oculto tras la bruma de lo desconocido, en aquel momento fue toda la tinta que le quedaba para continuar trazando su destino.

—Recuérdale que no ha habido ocaso en que haya dejado de pensar en ella —le había dicho Marcius Julius—. Recuérdalo bien, muchacha, y repíteselo. Y ella te ayudará.

Eitana nunca olvidó aquel mandato, y durante todos aquellos años se repitió aquellos vocablos en arameo varias veces y en voz baja. Pero cuando su libertad zarandeó su voluntad y huyó de la casa del juez, prefirió aferrarse a lo único que conocían sus miedos, y aquella beatitud del médico frigio le pareció mucho más segura que una aventura demasiado lejana para sus pobres medios. ¿Quién sabía lo que podía hallar en Capua? ¿Quién sabía si llegaría a alcanzarla estando a unos setecientos estadios y dos días de trayecto a pie? ¿Cómo arriesgarse a que todo fuese una ilusión que ella había ido conformando en su desesperación?

Pero aquella tarde, tumbada boca arriba en su jergón, apretando el anillo del tribuno que la había salvado de su sañudo captor, pensó que no habría mejor destino para ella que aquel, por más incierto que fuese. Simplemente, no tenía ningún otro. Y aunque sabía que navegaba sin velas, aunque sabía que su vida pendía de una delación o de un mero descuido, la joven supo que no tendría otra posibilidad y se sumergió en la incertidumbre de una
Via Apia
que titilaba un tibio y pequeño brillo: el de su esperanza. Esa esperanza que forjaría con toda la bizarría que llevaba dentro, con toda su fuerza y su valor, porque ella era
eitana, eitana, eitana,
como su abuela la había nombrado al nacer, quizá ya convencida de que habría de bregar mucho en su vida.

Su cabello negro estaba suelto sobre sus hombros, su piel sudorosa apenas podía resistir el tacto de la elegante túnica de Verina y la
palla
viajaba hecha un nudo entre sus manos. El sofoco que sentía le impedía sostenerla en su cabeza. La noche era tibia, como la brisa que llegaba del sur, y artesanos, peregrinos y esclavos la observaban con curiosidad, quizá por su belleza, quizá por la soledad de una
domina
deambulando a aquellas horas en que la ciudad menguaba. Pero a Eitana ya no le importaba nada. Cuando el empedrado la condujo más allá del muro serviano, ella apenas podía ya pensar, y extenuada y afiebrada se alejó de la ciudad aferrándose a su fe, rugiéndose coraje para dar un paso más, y luego otro, y otro… Apenas sabía qué sería de ella cuando la atrapara la oscuridad del bosque, apenas sabía dónde se iría a desplomar vencida. ¿Qué podían importarle las miradas sospechosas? ¿Qué podía importarle algo? Ya no le preocupaba más que no desmoronarse en medio del camino, porque sabía que su cuerpo estaba demasiado débil, y comenzaba a recelar que no era solo agotamiento, sino que estaba enferma.

El empedrado la sacó de la urbe ceñida por la sombra de los cipreses que le ocultaban la luna menguante. El silencio y la solitud retumbaron en su espíritu y el recuerdo de seis mil cruces cercando la vía la sobrecogió por completo. Toda la ciudad sabía como el gobernador de la Galia, Craso Longino, había mandado clavar hacía apenas un centenar de años a los esclavos seguidores de Espartaco, aquel esclavo rebelde que había sublevado a los miserables de Roma. De pronto, pudo distinguir vivamente su agonía, mientras los soldados custodiaban la
via
con sus
pila
erguidos. Pudo sentir su soledad, la de aquellos crucificados, la de su padre, y la de ella. Y entonces supo que ya no podría más, que debía hacerse un ovillo en cualquier lugar y esperar a encontrarse algo mejor. Por eso se apartó de la
Via Apia
y se dejó caer cercana a las tumbas que se extendían extramuros, entre estatuas y bustos que aludían a los difuntos, enterrados cercanos y visibles al camino, quizá para hacerse perpetuos en los labios de los hombres.

Y dejó que la noche la cubriera.

El amanecer la sorprendió sufriendo entre las hierbas silvestres y algunas coníferas. Había dormido mal, intranquila, castigada por el bochorno de su cuerpo y a causa de una intensa sed. Estaba desfallecida, ya convencida de que padecía algún contagio. Pero no podía volver atrás. Se puso en pie dificultosamente, se acomodó la túnica, se puso la
palla
sobre la cabeza y bajó hacia la
Via Apta
exhausta. Roma se dibujaba grandiosa en el horizonte cercano, extendiéndose como una inmensa mácula de piedra sobre un lago verdoso. Hacia delante, marcando su destino, una senda empedrada de cipreses alineados a ambos lados de la vía, ascendiendo y descendiendo en un horizonte preñado de colinas. Un trasiego de carros, jinetes y caminantes comenzaba a fluir por aquella ruta que se dirigía hacia el sur.

Caminó azuzada por su brío y se entregó con fe a sus pasos, esperando que el mal se desvaneciese poco a poco. Perseveró terca en su andar, clavando la imagen de su niño entre sus sienes sudorosas, pero la sed continuó fustigando su garganta como si aullara, y tras unos pocos estadios de camino supo que así no llegaría demasiado lejos. Entonces su desesperación se desató y se propuso acercarse a cualquiera de aquellas casas de piedra que se esparcían por la zona. Quizá pudiese acercarse a alguno de aquellos patios de tierra apisonada, quizá pudiese merodear por uno de esos estanques que servirían de abrevadero, quizá podría conseguir cualquier sorbo que contuviera su flojedad. Era un riesgo que estaba dispuesta a correr, porque apenas ya podía coordinar sus pensamientos, porque apenas podía sostenerse erguida y comenzaba a comprender que había sido arrinconada por su suerte definitivamente, y sentía que ya nada más podía hacer para empujar su futuro.

Bamboleando su cuerpo febril, ya a punto de rendirse en cualquier arcén, de pronto oyó el rugido de un pesado carro avanzando sobre las piedras, arrastrado por mulas y vacío de los cientos de libras que podría cargar. Un anciano de barba espesa y grisácea sujetaba las riendas junto a una mujer más joven, pero envejecida.

Al verlos, Eitana imaginó que desandaban el camino que habían hecho desbordados de grano, rumbo a algún terruño que explotaban con la ayuda de algunos esclavos, y la intuición la hizo agitar su mano al borde de la
via.

Y el hombre se detuvo.

—Un poco de agua, buen hombre —le suplicó la amanuense.

La pareja de campesinos la observaron absortos, comprendiendo lo extraño de aquella escena, lo insólito de una
domina
sin esclavos, a pie, alejándose de Roma. Y Eitana lo interpretó en sus semblantes.

—Pero ¿qué haces por aquí tú tan sola, mujer? —le soltó la acompañante.

—Soy una amanuense a la que le han robado en Roma —mintió instintivamente, sin apenas comprender cómo su mente todavía tenía fuerzas para hacer fluir aquellas ideas—. Vine a la ciudad en busca de unos libros de los que también me han despojado. Me dirijo a Capua. Vivo allí.

El presunto matrimonio se miró atónito, y la muchacha dudó de la fecundidad de su embauque.

—¿A Capua?

—A Capua, buen hombre… Soy de allí —le dijo casi sin aliento.

—Nosotros también somos de allí, ¿sabes?

Eitana, como si un resplandor la hubiese atizado para hablar, desató su lengua alentada por aquel instinto de supervivencia que la mantenía en pie.

—Trabajo en la villa de los Julius. Soy una copista de su biblioteca.

—¿En la villa de los Julius? —agigantó los ojos la mujer.

La muchacha dudó, pero luego dijo decidida:

—Sí, soy de allí.

De pronto, el hombre propinó un empujón a la mujer y le dijo:

—¡Dale un poco de agua, Licinia! ¿A qué esperas?

La mujer rezongó, se giró y sujetó un cántaro que viajaba detrás. Luego se lo pasó a la joven, que sorbió con ansia, hasta saciarse.

—¡Sube! —le dijo el hombre—. Haremos el viaje juntos.

Eitana sintió que la emoción le brotaba por los ojos, sin apenas comprender su suerte.

—¡No sabe cómo se lo agradezco! La verdad es que estoy agotada.

—Sube, no perdamos más tiempo —insistió.

La judía trepó al carro y se sentó junto a las telas que habrían cubierto el grano. Luego, las mulas reanudaron su marcha y ella recostó la cabeza sobre el tablado.

—¡La villa de Julius! —exclamó el campesino—. Vaya, vaya…

—¿La conoce? —respondió mascullando, combatiendo su desfallecimiento.

—¡Todos la conocemos en Capua! Es una de las villas más importantes de la zona.

Ella calló y cerró los ojos sin poder evitarlo, sucumbiendo a la extenuación, sintiendo el delirio que aturdía su cabeza, mientras el hombre tarareaba su discurso sobre los Julius y la región.

—¡Muchacha!, ¿me escuchas? —fue lo que realmente captó con claridad.

Pero Eitana ya balbuceaba respuestas torpes. Su piel se enrojecía y se amorataba, y ella ya comenzaba a percibir las irritaciones.

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