Caminando con lentitud, se adentró hasta el final de la calle, observando la forma de los tejados y comprobando, una a una, si alguna de aquellas escaleras estaba abierta.
Tuvo que repetir varias veces la operación, dando incluso la vuelta a la pequeña manzana, hasta que encontró un viejo portal que no había podido cerrarse del todo, porque una pinza de madera de tender la ropa, haciendo de tope, lo impedía.
La escalera, estrecha, y oscura, tenía unos reducidos y empinados escalones que subió con rapidez. Su objetivo era llegar hasta el tramo final y encontrar allí abierta la puerta de la azotea. No fue así, pero no le resultó en absoluto complicado abrirla, porque únicamente la cerraba un grueso pestillo.
Cuando salió a la azotea, le invadió por completo una sensación ya olvidada: la de jugar en su infancia sobre aquellos terrados, comunicados los unos con los otros y sin grandes barreras de separación entre ellos, como si se encontrase sobre la cubierta de un gigantesco barco velero de tres mástiles, propulsado por un viento que hinchaba cien sábanas blancas, con el mar de fondo y oliendo el salitre.
«Las cosas han cambiado bastante», pensó Grieg.
La lluvia había dejado los tejados completamente despejados de ropa tendida, y los juegos de niños habían dado paso a unos oscuros presentimientos que muy pronto tendría ocasión de comprobar si finalmente eran ciertos.
Grieg fue saltando entre los terrados hasta llegar a la azotea del edificio abandonado que tenía la bodega en la planta baja. Una vez allí, comprobó que un grueso candado cerraba por completo la puerta que daba acceso a la escalera. Grieg miró a su alrededor con la intención de romperlo con el cortafrío; sin embargo, antes quiso comprobar qué había en la otra cara de la pequeña torreta que coronaba la azotea.
Cuando llegó al otro extremo, no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda, como si ésta hubiera entrado en contacto con una superficie helada. La otra puerta que daba acceso a la escalera tenía en su mismo centro un gran boquete abierto con hachazos. Las muescas que había a su alrededor no ofrecían dudas al respecto. Una concisa y espeluznante frase figuraba escrita sobre la abertura: «¿Ves este agujero? Lo mismo le pasará a tu cabeza si no te detienes donde estás».
Le llamó poderosamente la atención que el texto estuviera escrito con un rotulador grueso, con buena caligrafía y sin faltas de ortografía. «Sin duda está escrito por alguien que vive ahí dentro», pensó, sabiendo que iba a hacer caso omiso de la advertencia.
Grieg, tras extraer la linterna de la bolsa, se introdujo por el gran hueco de la puerta y entró en la escalera. Un intenso hedor a carne putrefacta le invadió hasta provocarle arcadas. Pero no fue esa sensación la que más le turbó, sino la música.
—¡De nuevo ese maldito amasijo de ruidos! —se lamentó Grieg en voz baja al oír un estruendo de guitarras eléctricas chirriantes, mezcladas con roncos alaridos, y muy similar al que acompañaba a la horda del cementerio. Sus temores se vieron confirmados.
El edificio, aquel edificio en ruinas, no estaba deshabitado.
Gabriel Grieg, con la mayor cautela que fue capaz de imprimirle a sus pasos, empezó a descender por la escalera. Cada planta tenía dos puertas y la mayoría de ellas estaban destrozadas.
Grieg apagó la linterna y se movió, aun con mayor sigilo, cuando pasó por el rellano y junto a la ventana abierta donde sonaba aquella música.
Alguien, desde el interior de la casa, más que gritar, ululaba siguiendo el ritmo de la música.
Los tramos de la escalera eran cortos y variaban constantemente de dirección. Cuando Grieg llegó al principal, la oscuridad era absoluta. Sus pies pisaban trozos de ladrillos y de baldosas que se amontonaban caóticamente en el suelo.
Encendió la linterna y comprobó que lo que antes era la entrada de la escalera se había convertido en un depósito de escombros apilados tras la puerta tapiada.
El hedor era insoportable.
La salida interior de la vieja bodega, que iba a dar a la escalera, estaba tapiada con ladrillos.
Grieg se detuvo a reflexionar.
Recordó que cuando el padre del Coroza le llevó a la habitación para buscar la piedra de forma pentagonal, había una ventana interior que se comunicaba con la escalera. Grieg se dirigió hacia la zona de los contadores del agua y comprobó que, aunque tapiada, aún continuaba allí.
Colocó el cortafrío en la capa de cemento situada junto a los ladrillos y, con sumo cuidado, para que no cayesen al suelo y pudieran detectar su presencia, fue retirándolos hasta que cedieron de una pieza.
Grieg encendió la linterna y entró en la trastienda.
Cerró de nuevo la ventana que se encontraba abierta. Se dirigió hacia un mueble de fórmica y tras arrastrarlo lo colocó de forma que tapiase la ventana, y con un gran tablón apuntaló fuertemente el mueble entre dos paredes: «Por aquí no entrará nadie sin que yo lo sepa».
Se encaminó hacia la zona donde estaba el bar, pero una puerta junto a la cocina llamó poderosamente su atención: estaba enmarcada entre paredes reforzadas y cerrada con un candado de dimensiones extraordinarias. «Ahí deben de estar almacenadas las herramientas y el material para el inminente derribo del edificio», pensó Grieg.
Cuando llegó a la zona del bar, comprobó que la barra aún continuaba allí, y sobre las mesas de hierro y mármol redondo con ribetes dorados había depositadas viejas cajas de madera llenas de polvorientas y vacías botellas de cerveza.
Grieg miró la pirámide formada por diez toneles de madera donde antiguamente se expendía el vino y los enfocó con la linterna. Cuatro toneles estaban situados en la base, tres más entre sus huecos, dos entre los espacios de los anteriores, y el tonel que los coronaba estaba situado a sólo treinta centímetros del techo.
El polvo y las telarañas los recubrían hasta concederles, bajo la luz de la linterna, texturas blanquecinas.
Gabriel Grieg empezó a trepar hasta el tonel situado en lo más alto. Abrió el ancho tapón de corcho e introdujo la linterna en su interior. La escasa distancia que separaba el tonel del techo le impidió ver el fondo que la luz iluminaba.
«Si es necesario, tiraré todos los barriles hasta que encuentre lo que he venido a buscar»; con fuerza, empujó desde lo más alto y dejó caer el tonel hasta el suelo.
No se rompió.
Tras bajar, lo hizo girar dándole varias vueltas y se decepcionó al comprobar que nada sonaba en su interior. Grieg se dirigió de nuevo hacia las otras cubas; cuando estaba a punto de trepar de nuevo, se percató de que sus dedos y la punta del cortafrío estaban impregnados de una sustancia similar a la brea, pero aún más viscosa.
Se detuvo.
«Necesito otra herramienta más contundente.»
Empezó a rebuscar entre las cajas amontonadas de refrescos y cerveza. Se introdujo en el interior de la barra, y sus pies sintieron cómo las maderas podridas por la humedad y los lustros se combaban. En un rincón, al apuntarlo con la linterna, junto a un viejo aparato de radio y una botella de ron a medio consumir, relució un destello metálico. Sin duda se trataba de una herramienta ideal para lo que Grieg se proponía; sin embargo, su visión le inquietó profundamente.
Era un hacha, un hacha de grandes dimensiones, con el mango de color rojo; un hacha de las que utilizan los bomberos para derribar las puertas en caso de urgencia durante un incendio.
Grieg se acordó de la abertura de la azotea y de la inscripción que había junto al enorme boquete por el que había penetrado en la escalera. «Aquí dentro no puede entrar nadie, y si hay algún imprevisto romperé una ventana y saldré a la calle», se dijo para tranquilizarse mientras se dirigía de nuevo hacia el tonel que estaba en el suelo.
Golpeó con el hacha en la panza del barril varias veces hasta que éste se desgajó en pedazos.
Retiró las tapas y arrancó los aros; se dio cuenta de que estaba vacío. Separó las curvadas maderas de los tablones que formaban el tonel y arrancó un poso negruzco de un metro de largo y de diez centímetros de espesor de una textura oleaginosa y lo depositó en la única mesa de mármol donde había una silla; lo iluminó con la linterna.
Al introducir el cortafrío, un fluido negruzco salió, a modo de surtidor. Era licor de vino que se había quedado enquistado en su interior.
Grieg arrancó la capa superior que estaba completamente solidificada y con una textura similar al plástico.
Ante sus ojos y bajo la luz de la linterna brillaron, con refulgentes tonalidades, docenas de objetos de cristal y de metal.
«Nada de esto es lo que estoy buscando», se dijo Grieg introduciendo sus dedos en el poso del destrozado tonel.
De improviso, su mano notó el tacto de una superficie lisa y de formas regulares. Los dedos de su mano, formando una pinza, se cerraron en el interior de aquella especie de alvéolo y atraparon un objeto.
Cuando Gabriel Grieg extrajo la mano, supo que había encontrado lo que algunos habían convenido en llamar el pie de Tiziano, pero a él le embargó el profundo alivio de haber recuperado un fragmento trascendental de su pasado.
Y de su propia vida.
Gabriel Grieg, por primera vez en dieciocho horas, se relajó y se dejó caer en el respaldo de la polvorienta silla dando un profundo suspiro.
Sorprendentemente no se encontraba cansado.
Sostenía entre sus manos la peana pentagonal de mármol. La encontró empequeñecida desde la última vez que la había visto hacía más de treinta años. Se trataba de un pedazo de mármol rojizo y aplanado por una de sus caras; por la otra, tenía un hueco en forma de círculo con cuatro hendiduras para depositar en ellas el reloj. En el perímetro había labrada una cenefa formada por hojas de laurel, y entre ellas, Grieg comprobó que podía leerse la palabra: Durate.
«Es un trozo de mármol convencional, su secreto debe radicar en la proporción que guardan sus medidas. Quizá sea una especie de llave», especuló Grieg sin vislumbrar el enigma que parecía encerrar aquella piedra, aunque, sin lugar a dudas, sentía la alegría de haber recuperado aquel objeto mítico de su niñez.
Grieg se levantó de la mesa donde estaba derramada la masa negruzca proveniente del destrozado tonel y, tras llevarse la silla, se sentó en la de al lado. Con sumo cuidado, depositó sobre ella el enigmático pie de Tiziano. Extrajo la carpeta que contenía la documentación y el «corpus» de la Chartham, pero comprobó con desagrado que sus manos estaban pegajosas.
Inmediatamente, buscó algo con lo que limpiarlas.
Se dirigió hacia la botella de ron que había visto en la barra. Extrajo el tapón y olió su contenido, sin duda era ron. Vertió parte de su contenido en las manos y se las lavó con él; regresó de nuevo a la mesa donde reposaban la Chartham y la peana del reloj.
Antes de abrir la carpeta transparente, colocó el martillo y el cortafrío sobre la mesa. Aún tenía que ascender por aquella tenebrosa escalera, pero antes analizaría someramente cuál era la naturaleza de aquellos documentos.
Tomó entre sus manos lo que en esencia era la Chartham y lo examinó externamente. Se trataba de un pliego de papel apergaminado, doblado varias veces, que parecía contener un dibujo realizado a pluma con tinta negra. Grieg, tras observarlo con la luz de la linterna, lo volvió a depositar sobre la mesa.
Examinó los cuadernos.
En uno de ellos, se detallaban los pormenores y las circunstancias del cómo y el dónde se había encontrado la Chartham a finales del siglo XIX:
… tras reparar las traseras donde se encontraba la imagen de San Cristóbal […] una extraña cubierta junto a un reloj con peana pentagonal de mármol de medidas […] durante la remodelación completa que se hizo de la Capilla de San Cristóbal del Regomir…
Grieg observó que se detallaban los diferentes lugares donde se depositó el cartapacio posteriormente. «Ya tendré tiempo de examinarlo más adelante», se dijo. Había un sobre cerrado donde figuraba anotado en su anverso: «La Vallicela», y un pequeño cuaderno escrito con una letra abigarrada y diminuta donde se pormenorizaba el misterioso hallazgo.
Grieg leyó de un texto escrito en catalán.
… carpeta de piel con las iniciales de la «Barcelona romana» que tiene grabada una torre de Babel. Va acompañada de un reloj de sobremesa con grabado en su esfera central de una ciudad que podría ser la Amberes del siglo XVI, con forma de torre y su peculiar base de forma pentagonal…
En aquel cuaderno resaltaban varios estudios técnicos y arquitectónicos de: «…
La torre de Babel,
de Pieter Brueghel,
el Viejo,
comparada con las formas exteriores de la casa Milá y de la fachada del Naixement de
La Sagrada Familia
de Antoni Gaudí i Cornet…».
Grieg observó un minucioso plano, independiente del resto de los cuadernos, donde estuvo oculta la Chartham: «… y algunos de sus complementos […] junto a la Plaça Cinc d'Oros en el exterior del recinto del Palau Robert a principios del siglo XX […] la losa de la cornucopia del cementerio de Pueblo Nuevo». Había información sobre la localización exacta del sillar de la catedral: «…
i amb forma de drac que es un calaix i que sobre amb una "combinado"de "dreta, esquerra, dreta", sempre exercint una forta pressió…».
A Grieg le resultaron muy conocidas aquellas anotaciones, aunque ya de muy poco le servía saber la situación del sillar de la catedral, que el «dragón era un cajón» y que la combinación de apertura era «derecha, izquierda, derecha, y siempre ejerciendo una fuerte presión…». Buscó afanosamente si entre aquella documentación existía algún mensaje firmado por su
padrí,
explicando los motivos que le habían impulsado a volver a dejar en sus escondrijos anteriores la Chartham y los amuletos que tuvo en su niñez, pero no la halló.
Pensativo, volvió a relajarse apoyándose en la silla, y permaneció inmóvil durante unos minutos en el silencio de la desvencijada bodega. Los vapores del ron y del destrozado tonel de vino que yacía junto a sus pies le habían provocado una agradable sensación de relajación.
Gabriel Grieg, delicadamente, tomó entre sus manos el pliegue perfectamente doblado de la Chartham y lo observó con detenimiento.
Una reminiscente firma con una sola inicial se distinguía con toda claridad:
«B.».
«La inicial de Brueghel.»
Quiso desplegarlo para ver el contenido de la Chartham, pero un pensamiento que nació desde lo más recóndito de su ser le conminó a vencer su curiosidad: «Gabriel, si no es absolutamente imprescindible, es mejor que no sepas cuál es su contenido». Tomó los cuadernos que descansaban sobre la mesa los adjuntó al «corpus» de la Chartham y se levantó dispuesto a volver a salir a la calle.