El alfabeto de Babel (43 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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Estaba boca arriba y mirando hacia el cielo plomizo.

Intentaba impedir, ardorosamente, aunque sin conseguirlo, que una angustiosa sensación se apoderara por completo de él.

Estaba temblando.

Por primera vez en su vida, y de un modo muy intenso, temía haber perdido completamente la razón.

Pensó que realmente estaba viviendo en el interior de una febril pesadilla.

Creyó que había muerto en el pudridero de piedra de la iglesia Just i Pastor la noche anterior, y que todo lo que le acontecía transcurría en el interior de su propio cerebro, ya en descomposición, como si se tratase de una película de terror que se proyectase en una cinta sin fin.

—¡No es posible lo que acabo de ver! —exclamó, horrorizado.

46

Gabriel Grieg se encontraba completamente extendido y de espaldas a la elevada techumbre del vetusto columbario.

Estaba aturdido y terriblemente confuso.

«Aunque sea lo último que haga en mi vida, debo asegurarme, sin el menor resquicio de duda, de que no acabo de tener una monstruosa alucinación.»

Se incorporó y rebuscó en su bolsa la linterna y la activó. Apuntó el haz de luz hacia el nicho que ocupaba la séptima altura y asomó levemente la cabeza. «¡Maldita sea!», lamentó al comprobar que no se trataba de un cruel desvarío ni de una visión debida a una locura transitoria.

El nombre que estaba grabado en la lápida le sumió, en caída libre, en un implacable abismo de tinieblas que parecía conducir hasta las mismísimas puertas del Infierno.

Un demiurgo.

Un orate.

Un dios de ausencias había esculpido sobre una lápida un nombre y un dibujo que, en conjunto, lograron que Grieg se aferrara fuertemente a la granulosa piedra del columbario hasta causarse un intenso dolor, para convencerse de que aún seguía vivo.

Si es verdad que la vida y la muerte son antitéticas en una misma persona, la visión que durante tres segundos tuvo Grieg viajó más allá del tiempo y del espacio.

Su propio nombre.

Deslizó suavemente el dedo índice por la pulida superficie de la lápida de mármol. Por las junturas que la unían a la cavidad profunda y estrecha del nicho y comprobó, desconcertado, que el polvo que recubría la piedra era de años.

Nadie, al parecer, había acudido allí a poner jarritos con flores o a llevar crisantemos, ni a tratar de mantener con decoro la polvorienta lápida de aquella olvidada tumba.

Nadie.

Nunca.

Al que parecía ser su propio sepulcro.

Grieg reaccionó de inmediato.

Aquel nombre y aquellos dos apellidos sólo podían ser los de él. De nadie más. «¿Qué clase de endiablada conjura han establecido en torno a mi persona?», volvió a preguntarse Grieg, esta vez aferrado a su propio orgullo y a su análisis de la realidad, y sin dudar, ni por un momento, que aquel espacio estrecho y alargado que se encontraba bajo sus pies estaba íntimamente relacionado con su persona.

No podía hacer referencia a otro.

A ningún otro.

Aquella lápida, sin duda, llevaba su nombre, y aunque no figurase nada más, ni tan siquiera la fecha de nacimiento ni de la muerte, apuntaba directamente a su persona. «Aclararé este maldito misterio mucho antes de que realmente llegue la hora de mi defunción.» Introdujo la mano en la bolsa y tomó de ella el martillo y el cortafrío y lo colocó en la franja de cemento arenoso que había entre dos ladrillos.

Dio un golpe seco.

La vieja estructura, castigada durante años por el sol y por la lluvia, cedió sin ofrecer una mínima resistencia. Todos los ladrillos se desmoronaron, hundidos bajo la fuerza del cortafrío.

Un ataúd de caoba de contornos redondeados quedó a la vista envuelto en una pequeña nube rojiza de polvo de cemento y ladrillo. Cuando Grieg apuntó la linterna hacia el interior de la cavidad del nicho, comprobó que sobre el ataúd reposaban tres turbadoras iniciales de metal: «G.G.E.».

Grieg tomó aire y, en un intento necesario de reafirmar que todo aquello no estaba ocurriendo en el interior de la peor de sus pesadillas, levantó la vista en dirección al oeste.

La luz del sol ya únicamente era visible en forma de un finísimo estrato de tonos rojizos y violáceos, levemente elevado por encima del horizonte. El aire fresco y limpio de la incipiente noche y la autenticidad de aquella puesta de sol le ayudaron a confirmar que no estaba soñando sobre la techumbre de aquel columbario, pero acabaron por entregarle a la extraña naturaleza de la realidad en la que se encontraba sumido.

Grieg miró la tapa de madera del ataúd, y se sintió desolado cuando volvió a mirar los últimos rayos rojizos en el horizonte, bajo el inmenso manto de la noche.

«¡Sé que estoy vivo! ¡Nadie va a conseguir que crea lo contrario!», pensó, viéndose obligado a hacer un gran esfuerzo de concentración, para que los recuerdos de la lenta y asfixiante agonía que había tenido lugar aquella madrugada en el interior del pudridero de la cripta de la iglesia Just i Pastor no le pasasen, en aquel preciso momento, una cruel factura.

Conmovido, fue extrayendo los ladrillos que habían caído de la techumbre, fuera del nicho. Tomó el martillo y colocó el cortafrío, dispuesto a abrir de un golpe certero la cerradura del que parecía ser su propio ataúd, pero no hizo falta porque la tapa no estaba cerrada con llave.

Con movimientos precisos, como si se encontrase escalando una pared vertical a más de dos mil metros de altura del suelo, depositó las herramientas en el techado y apuntó la linterna de petaca hacia el féretro. Colocó su mano izquierda sobre la plateada cerradura y se dispuso a abrir la tapa de un tirón.

Un insondable sentimiento de respeto hizo que se contuviera.

Abrió unos centímetros la tapa, e iluminó parcialmente el interior del ataúd. Grieg atisbo una reluciente superficie plástica de una materia parecida al látex, desde la que se traslucía una sustancia blancuzca o similar al color hueso, cubierta a su vez por una capa que parecía ser polvo.

Gabriel Grieg temió, por primera vez, que sus suposiciones hubiesen sido erróneas y que realmente estuviera violando una tumba. Durante unos segundos contuvo la respiración pensando en lo que se disponía a hacer.

De un impulso certero abrió por completo la tapa del ataúd.

Entre sus manos quedó expuesto el contenido.

Sintió cómo sus ojos, poco a poco, se iban entornando a causa de la aprensión, de la confusión y de la perplejidad.

No podía dar crédito a lo que estaba viendo.

En aquel momento, no sólo dudó si su vida transitaba por una estrechísima línea entre la vida y la muerte, sino que creyó sentirse en un punto inconcreto e indefinible entre ambas.

«¿Qué clase de personas habrían pergeñado un plan semejante?», maldijo en silencio, y observó el terciopelo rojo que acolchaba por completo el interior del ataúd, y sobre el que descansaba su desconcertante y turbador contenido.

Por fin, Grieg extendió la mano y extrajo la bolsa que contenía en su interior un objeto acartonado y de color hueso con manchas verdosas. Buscó la abertura y lo extrajo.

Se trataba de un libro.

El libro que había estado buscando hacía apenas unas horas bajo la tierra del arriate en el Passatge de Permanyer estaba allí. Era el mismo ejemplar que leyó tantas veces durante su infancia. Era
La isla del Tesoro,
de la editorial Peuser, de 1946. Sus hojas estaban resecas y quebradizas tras haber sido onduladas, hacía muchos años, por efecto de la humedad.

El libro se encontraba en el interior de la misma bolsa de plástico transparente en el que Grieg lo encerró cuando su
padrí
le inquirió sobre el cenicero de forma pentagonal. Grieg tomó entre sus manos su viejo y querido libro, y comprobó que en sus primeras páginas habían dibujados una serie de pentágonos perfectos, hechos con la ayuda del «pie de Tiziano» como molde. Estaba sobrecogido: «¿Cómo puede estar ese libro en el interior de una tumba que lleva mi nombre?».

Un nuevo objeto llamó su atención: una caja blanca de cartón sin inscripción alguna. Grieg la abrió con cautela y comprobó, asombrado, que contenía un libro de color azul cobalto con unas letras doradas grabadas en el lomo.

Aquel libro era un valioso ejemplar de bibliófilo.

Cuando leyó el título del libro una extraña mezcolanza de sentimientos, complacientes y a la vez turbadores, se reflejó en su rostro:
Treasure Island.
R. L. Stevenson.

Se trataba de un ejemplar singular.

La edición príncipe, la primera edición de 1883…, y en perfecto estado de conservación, de
La isla del Tesoro.

Una sorprendente «dádiva» de alguien muy poderoso.

Todo aquello había desbordado su propia capacidad de formularse preguntas; por esa misma razón, no quiso plantearse qué podría ser el tercer objeto.

«Un camafeo», pensó en principio, pero al tomarlo entre las yemas de los dedos vio que se trataba, también, de un libro.

Un prodigioso libro de reducido tamaño y de formas ligeramente redondeadas en los cantos. Encuadernado con nácar, cristal de roca, plata y oro, con adornos brillantes en sus tapas y brocado con gemas, piedras semipreciosas y pequeños rubíes. Un ejemplar elaborado, sin duda, bajo pedido exclusivo, por maravillosos artesanos y de naturaleza única.

Grieg leyó el título:
Los consejos de san Bernardo.

El libro versaba acerca de las admoniciones que Bernardo de Claraval, que vivió entre los años 1090 y 1153, impartió a un alumno suyo, que años más tarde se convertiría en el papa Eugenio III. Los consejos que contenía aquel libro, profusamente encuadernado y de pequeñas dimensiones, fueron los que guiaron su papado.

Grieg lo ojeó apuntando la linterna hacia sus páginas.

Un inquietante sentimiento le abordó por completo mientras leía el texto. No acababa de discernir totalmente si todas aquellas «recomendaciones» estaban indirectamente relacionadas con su persona.

«¿Quién podría urdir semejante plan? ¿Todos estos "consejos" están dirigidos a que yo los leyera una vez abierta la tapa del ataúd?»

Tienes que esforzarte en analizar todo lo que está a tu alrededor. […] Deseo expresarme acerca de tu inquietud diaria. […] No pierdas la esperanza, a ti no se te pide que sanes la herida, sino que la atiendas. […] Soy declarante, que las riquezas no son de tu interés de un modo mayor de que lo fueron para tus predecesores. […] No conocerás ningún misterio del que otros no deseen fervientemente apoderarse. […] La espada espiritual y la espada material pertenecen a la Iglesia, pero únicamente la primera debe alzarse por los sacerdotes […] sobrecogerse ante la presencia de Dios es tenido, poco menos, que por un hecho lleno de una candorosa sencillez. […] El que tenga un cuidado meticuloso de su conciencia y sea a la vez prudente: será considerado un falsario. […] Aunque hay que prestar atención a los grandes asuntos, no se deben dejar pasar por alto los pequeños temas que a ellos van unidos. […] Una gran cantidad de factores deberás obviarlos; otros, menospreciarlos, y la mayoría de ellos, olvidarlos. […] Mi consejo no es que seas severo, sino serio […] ni en exceso severo ni demasiado débil […] Sé la vista de los ciegos, la voz de los mudos […] y por último, el dios del faraón…

Grieg interrumpió bruscamente la lectura.

En aquel momento, le pareció haber visto una luz proveniente de unos faros de automóvil.

Se percató, de inmediato, de que arrastrado por lo insólito de la situación, había cometido un grave error al permanecer tanto tiempo en aquella posición tan vulnerable en la techumbre del columbario. «Tendría que haber tomado los libros y haber bajado inmediatamente», pensó, recogiendo a toda prisa los tres ejemplares e introduciéndolos rápidamente en la bolsa de mano.

Descendió a la vía por otro extremo al que había trepado al columbario. Con el paso acelerado, Grieg se dirigió hacia la tapia superior del cementerio guiándose por la pendiente ascendente de las vías.

No pudo acometer su estrategia.

El sonido de varios motores de automóvil no sólo le hizo detenerse en seco, sino que le obligaron a dar media vuelta y a empezar a correr en dirección contraria, de un modo frenético.

Dos Mercedes-Benz de color negro, tras abandonar la Via de la Santíssima Trinitat, se dirigían a gran velocidad y con las luces largas tras sus pasos. «Es muy probable que me hayan visto», sospechó Grieg sin parar de correr y sin posibilidad de poder cambiar de vía para esconderse en cualquier otra.

No podía trepar por los columbarios. Los nichos, en esa zona del cementerio, tenían, todos, vitrinas de cristal y le impedían hacer, dadas las circunstancias, cualquier otra cosa que no fuese correr.

Correr sin poder variar el rumbo.

Correr con los automóviles a pocos metros de distancia.

Grieg profirió un grito sordo cuando comprobó que estaba a punto de ser atrapado en aquel corto y recto tramo de vía.

«¡Se acabó!»

Un coche, del que solamente veía sobresalir el capó negro, estaba esperándole para cortarle el paso. Durante unos segundos, Grieg se detuvo y miró hacia las alturas. Estaba rodeado de columbarios que se elevaban carcelariamente sobre su cabeza.

Las luces de uno de los Mercedes le alumbraron con una luz muy intensa y ligeramente azulada. Por instinto, siguió corriendo, pero todo resultaba inútil.

El coche que le estaba esperando ya había iniciado la maniobra para atraparle sin dejarle escapatoria.

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