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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (8 page)

BOOK: El alienista
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Kelly rió con ganas, pero Ellison, cuya altura superaba a la de Sara y a la mía, se creció todavía más, al tiempo que su gruesa cara y sus ojos de hurón se ensombrecían.

— Será mejor que vigile sus palabras, señorita… Hay un largo paseo desde jefatura hasta Gramercy Park. Pueden ocurrirle muchas cosas desagradables a una señorita que camina sola…

— Eres un auténtico conejo, ¿eh, Ellison?— inquirí, aunque aquel tipo podía partirme sin esfuerzo por la mitad—. ¿Qué ocurre? ¿Te has quedado sin muchachitos a los que apalizar y ahora necesitas meterte con mujeres?

La cara de Ellison se puso totalmente roja.

— Oye, miserable chupatintas de mierda… Seguro que Gloria era un problema, un nido de problemas, pero no por ello me la iba a cargar con una paliza, y me cepillaré a cualquiera que…

— ¡Eh, eh, Biff!– El tono de Kelly sonó amable, pero su amenaza era inconfundible—: ¡Déjalo estar!. No hay motivo para ponerse así.— Luego se volvió hacia mí——. Biff no tiene nada que ver con la muerte del muchacho, Moore… Y yo tampoco deseo que mi nombre se vea involucrado en esto.

— Cuesta mucho creerlo, Kelly— repliqué—. Ayer vi el cadáver y no hay duda de que es digno de Biff.— En realidad ni siquiera Ellison habría hecho nunca algo tan horrible, pero no había motivos para reconocerlo ante aquellos dos—. Era sólo un chaval.

Kelly soltó una risita mientras bajaba un par de peldaños de la escalera.

— Sí, un chaval que jugaba a un juego peligroso. Vamos, Moore, chavales como él mueren cada día en esta ciudad. ¿A qué viene tanto interés? ¿Acaso es un bastardo de Morgan o de Frick?

— ¿Cree que éste es el único motivo para que se investigue el caso?— inquirió Sara, en cierto modo molesta pues no llevaba mucho tiempo trabajando en jefatura.

— Mi querida joven— replicó Kelly—, tanto el señor Moore como yo sabemos que éste es el único motivo. Pero si lo quieren a su modo: ¡Roosevelt, el abogado de los oprimidos!— Kelly siguió bajando la escalera, y Ellison me empujó para seguirle. Pero luego, un poco más abajo, ambos se detuvieron. Kelly se volvió, y por primera vez su voz mostró indicios de preocupación—: Pero se lo advierto, Moore… No quiero ver mi nombre relacionado con esto.

— No se preocupe, Kelly. Mis editores nunca van a publicar esta historia.

De nuevo me sonrió.

— Una decisión muy inteligente por su parte, también. Ocurren cosas realmente importantes en el mundo, Moore. ¿Para qué perder el tiempo con bagatelas?

Dicho esto se despidieron, y Sara y yo nos tranquilizamos. Puede que Kelly perteneciera a una nueva generación de gángsters, pero no por eso dejaba de ser uno de ellos, y nuestro encuentro había sido verdaderamente inquietante.

— ¿Sabías que mi amiga Emily Cort fue una noche a los barrios bajos para conocer a Paul Kelly?— preguntó Sara, pensativa, mientras reanudábamos la ascensión por la escalera—. Le pareció un hombre de lo más encantador. Claro que Emily ha sido siempre muy casquivana.— Entonces me cogió del brazo—. Por cierto, John, ¿cómo te has atrevido a llamarle conejo al señor Ellison? A mí me parece más un mono.

— En el lenguaje que él suele utilizar, un conejo es un cliente molesto.

— Oh, tengo que acordarme de anotarlo. Quiero que mis conocimientos de la clase criminal sean lo más completos posible.

No pude evitar una sonrisa.

— Sara, con todas las profesiones que actualmente se les abren a las mujeres, ¿por qué insistes en ésta? Con lo lista que eres, podrías llegar a científica, a doctora, incluso a…

— Y tú también, John— replicó secamente—. Sólo que no te apetece serlo. Y ya que estamos de confidencias, te diré que a mí tampoco… Sinceramente, a veces eres el más estúpido de los hombres. Sabes muy bien qué es lo que quiero.— Como también lo sabían todos los amigos de Sara: quería ser la primera mujer policía de la ciudad.

— Pero vamos a ver, Sara, ¿acaso te hallas cerca de tu objetivo? A fin de cuentas no eres más que una secretaria.

Me sonrió amablemente, aunque con el mismo toque de dureza de antes tras la sonrisa.

— Sí, John… Pero ya estoy en el edificio, ¿no? Hace diez años, esto habría sido Imposible.

Asentí encogiéndome de hombros, consciente de que era inútil discutir con ella, y luego miré a mi alrededor por el pasillo del primer piso, en un intento por encontrar alguna cara conocida. Pero los detectives y agentes que entraban y salían de los distintos despachos eran todos nuevos para mí.

— ¡Vaya, hombre!— exclamé en voz baja—. Hoy no reconozco a nadie por aquí.

— Sí, vamos de mal en peor. El mes pasado perdimos a doce. Todos prefieren dimitir o retirarse antes que exponerse a una investigación.

— Pero Theodore no pude sustituir a todo el cuerpo con pipiolos.— Éste era el término con que se referían a los nuevos agentes.

— Es lo que todo el mundo dice. Pero si hay que elegir entre corrupción e inexperiencia, ya sabes qué camino escogerá él.— Sara me dio un fuerte empujón en la espalda—. Bueno, deja ya de perder el tiempo, John. Él quiere verte enseguida.

Nos abrimos paso entre agentes de uniforme y casco y simples detectives (policías vestidos de civil), hasta que llegamos al final del pasillo.

— Luego quiero que me expliques exactamente por qué no suelen publicarse en la prensa casos como éste— añadió Sara, y seguidamente llamó a la puerta del despacho de Theodore, la abrió, y siguió empujándome hasta que hube entrado—. El señor Moore, comisario— anunció, cerrando la puerta y dejándome dentro.

Como escritor y lector compulsivo que era, a Theodore le gustaban los grandes escritorios, y su despacho en la jefatura estaba presidido por uno, a cuyo alrededor se apiñaban desordenadamente algunos sillones. Aparte de un alto reloj sobre la repisa de la chimenea, y de un brillante teléfono de bronce en una mesita auxiliar, en el despacho sólo se veían pilas de libros y de papeles, algunas de las cuales se alzaban desde el suelo hasta la mitad de la altura del despacho. Las cortinas de las ventanas que daban a Mulberry Street estaban medio corridas, y Theodore se encontraba ante ellas, vestido con un traje gris muy conservador.

— Ah, John, magnífico— me saludó y, apresurándose a pasar al otro lado del escritorio, me destrozó la mano—. ¿Está Kreizler abajo?

— Sí. ¿Querías verme a solas?

Theodore se paseó por el despacho, con una mezcla de seriedad y de alegre anticipación.

— ¿Cómo está de ánimos? ¿Cómo crees que responderá? Es un tipo tan impetuoso… Quiero asegurarme de que adopto el plan de acción adecuado con él.

Me encogí de hombros.

— Él está bien, supongo… Hemos ido al Bellevue a ver a ese tipo, a Wolff, el que pegó un tiro a una niña, y estaba de un humor de perros al salir. Pero se le ha pasado durante el trayecto…, por lo que he oído. Sin embargo, Roosevelt, dado que no tengo ni idea de para qué lo necesitas…

Justo en ese momento se produjo otra llamada apresurada y ligera en la puerta, y seguidamente reapareció Sara. Tras ella iba Kreizler… Era evidente que habían estado hablando, y mientras su conversación se apagaba ya dentro del despacho, vi que Laszlo la estudiaba intensamente. En aquel entonces, esto no me pareció especialmente significativo la mayor parte de la gente reaccionaba así al encontrarse con una mujer trabajando en jefatura.

Theodore se interpuso entre ellos como una exhalación.

— ¡Kreizler!— exclamó estentóreamente—. Encantado de verte doctor, no sabes cuánto me alegro.

— Roosevelt— le saludó Kreizler, con una sonrisa sinceramente afectuosa—. Ha pasado mucho tiempo…

— ¡Demasiado, demasiado! ¿Quieres que nos sentemos y hablemos o prefieres que despeje el despacho para que podamos disfrutar de la revancha?

Se refería a su primer encuentro en Harvard, que estaba relacionado con un combate de boxeo. Y mientras todos reíamos y nos sentábamos, y el hielo se rompía armoniosamente, mis pensamientos retrocedieron hasta aquellos días.

Aunque yo conocía a Theodore desde muchos años antes de que llegara a Harvard en 1876, nunca había sido muy amigo suyo. Aparte de hijo enfermizo, era estudioso y en general aplicado; en tanto yo como mi hermano pequeño pasamos la mayor parte de nuestra infancia asegurándonos de que reinaba la anarquía en las calles de nuestro barrio de Gramercy Park… Los amigos de mis padres acostumbraban a llamarnos a mi hermano y a mí Los cabecillas, y se rumoreaba que era una gran desgracia para una familia contar en su seno con dos ovejas negras como nosotros. En realidad no había nada diabólico ni malicioso en lo que hacíamos, sino en el hecho de que para hacerlo eligiéramos la compañía de una pequeña banda de chiquillos cuyas casas estaban en los callejones traseros y los portales del distrito de la Compañía del Gas, al este del nuestro. No se les consideraba adecuados compañeros de juegos en nuestra formal parcela de sociedad tipo Knickerbocker, donde la clase era lo que más contaba, y ningún adulto estaba preparado para tolerar a niños con ideas propias. Un alejamiento de varios años en la escuela preparatoria no sirvió para enfriar mis tendencias, en realidad era tan grande la alarma general que había despertado mi conducta cuando cumplí diecisiete años, que poco faltó para que rechazaran mi solicitud de admisión en Harvard. Pero la riqueza de mi padre inclinó la balanza supuestamente a mi favor y partí para la embrutecedora aldea de Cambridge, donde un par de años de vida universitaria no contribuyeron a que me sintiera inclinado a aceptar a un joven aplicado como Theodore cuando llegó.

Pero en el otoño de 1877, durante mi último año y el segundo de Theodore, todo esto empezó a cambiar. Obligado a trabajar bajo la pesada carga de un idilio difícil y de un padre gravemente enfermo, Theodore empezó a evolucionar, dejando de ser un joven de miras bastante estrechas para convertirse en un hombre más tolerante y accesible. Nunca llegó a ser un tipo mundano, desde luego, pero en cada uno de nosotros llegamos a descubrir dimensiones filosóficas que nos permitieron pasar juntos muchas veladas, bebiendo y conversando. No tardamos en efectuar algunas incursiones en la sociedad de Boston, tanto en la alta como en la baja, y sobre estos fundamentos empezó a desarrollarse una sólida amistad.

Mientras tanto, otro amigo mío de la infancia, Laszlo Kreizler, que había realizado sus estudios en el Columbia Medical College a una velocidad sin precedentes, abandonó un trabajo de ayudante auxiliar en el manicomio de Blackwells Island para asistir al nuevo curso de psicología que el doctor William James impartía en Harvard. Este profesor, sociable y con pinta de terrier, que iba a conseguir la fama como filósofo, había creado recientemente el primer laboratorio de psicología de Estados Unidos en unas pequeñas aulas en Lawrence Hall. También enseñaba anatomía comparada para estudiantes universitarios no graduados, y en el otoño de 1877, cuando me enteré de que James era un profesor divertido y comprensivo por lo que se refería a las notas, me matriculé en su asignatura. El primer día me encontré sentado al lado de Theodore, que mantenía su interés por todos los temas relacionados con la vida salvaje, un interés que le había consumido desde su infancia. Aunque Roosevelt entablaba a menudo animadas discusiones con James sobre algún aspecto insignificante de la vida animal, no tardó en sentirse cautivado, al igual que todos nosotros, por el aún joven profesor, el cual acostumbraba a tumbarse en el suelo cuando la participación de sus alumnos languidecía, declarando que la enseñanza era un proceso mutuo.

Las relaciones de Kreizler con James eran mucho más complejas. Aunque Laszlo respetaba enormemente las obras de James y sentía un afecto cada vez mayor por el hombre como tal (en realidad era imposible no sentirlo), en cambio no aceptaba las famosas teorías de James sobre el libre albedrío, que constituían la piedra angular de la filosofía de nuestro profesor. James había sido un muchacho sensible y enfermizo, y en más de una ocasión, durante su juventud, había pensado en suicidarse, pero había vencido su tendencia gracias a la lectura de las obras del filósofo francés Renouvier, quien enseñaba que mediante la fuerza de voluntad un hombre era capaz de superar todas las dolencias psíquicas, e incluso muchas de las físicas. ¡Mi primer acto de libre albedrío consistirá en creer en el libre albedrío!, había sido su precoz grito de batalla: una actitud que seguía dominando su pensamiento en 1877. Esta filosofía estaba destinada a chocar con la naciente fe de Kreizler en lo que denominaba contexto: la teoría de que las acciones de cada hombre se ven en gran medida influidas por sus primeras experiencias, y que no se puede analizar o alterar el comportamiento humano sin conocer tales experiencias. En las aulas de laboratorio de Lawrence Hall, repletas de aparatos para analizar y diseccionar los sistemas nerviosos de los animales y las reacciones de los humanos, James y Kreizler habían discutido sobre cómo se formaban los modelos de conducta humanos y si alguno de nosotros era o no lo bastante libre para determinar qué vida llevaría como adulto. Estos encuentros se volvieron progresivamente más acalorados— por no calificarlos de tema de chismorreo dentro del campus—, hasta que por fin, una noche, a principios del segundo semestre, ambos decidieron debatir en la sala de conferencias de la universidad la pregunta ¿Es el libre albedrío un fenómeno psicológico?.

Estaba presente la mayor parte del alumnado, y aunque Kreizler argumentaba bien, la audiencia estaba decidida a rechazar sus afirmaciones. Además, en aquel entonces el sentido del humor de James estaba mucho más desarrollado que el de Kreizler, y los chicos de Harvard disfrutaron con las frecuentes bromas de su profesor a expensas de Kreizler. Por otro lado, las referencias de Laszlo a filósofos del pesimismo como el alemán Schopenhauer, así como su confianza en las teorías evolucionistas de Charles Darwin y Herbert Spencer explicando que la supervivencia era el objetivo mental del hombre tanto como su desarrollo físico, provocaron frecuentes y prolongadas protestas por parte de los universitarios. Confieso que incluso yo me sentía dividido entre la lealtad a un amigo cuyas creencias siempre me habían inquietado, y el entusiasmo por un hombre y una filosofía que parecían ofrecer la promesa de ilimitadas posibilidades no sólo para mi propio futuro sino para el de toda la humanidad. Theodore— que aún no conocía a Kreizler y que, como James, había sobrevivido a muchas y muy graves enfermedades en la infancia gracias a lo que él consideraba como pura fuerza de voluntad— no se sentía turbado por ninguno de mis escrúpulos, así que vitoreó acaloradamente la inevitable victoria final de James.

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