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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (8 page)

BOOK: El ángel rojo
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–¿Habéis encontrado otras distintas a las de Prieur? – pregunté, señalándolas

–No. Pero tenemos algo muy, muy interesante.

Me acerqué a él, pupilas dilatadas, respiración agitada.

–Observe ese cuadro -dijo, indicándome el poster de un faro azotado por un mar desencadenado, enmarcado tras un cristal virgen de cualquier marca digital.

–Parece… polvo. ¿Es lactosa?

–Así es. Cuando uno cuelga un cuadro, por fuerza lo sostiene, en un momento dado, por los cantos. Si se fija con atención, hay rastros de lactosa en las esquinas superiores izquierda y derecha. ¿Y qué se ve en los otros, a su alrededor?

Me volví en dirección a los otros dos cuadros moteados de islotes digitales en las esquinas.

–Bajo el cristal del faro, no hay ninguna huella. Sólo los residuos de lactosa. En cambio, en los demás hay un montón de huellas, las de Prieur, pero no lactosa. Eso significaría que…

–Hemos rastreado la presencia de alcohol, isopropilo, sobre el cristal, así que lo limpiaron antes de colgarlo. Además, los técnicos han vuelto a la escena del crimen. El clavo que aguantaba ese marco estaba clavado al bies, contrariamente a los otros. La dimensión y materia también son diferentes.

–Así que lo colgó otra persona…

–Sí. Podemos concluir que ese cuadro lo colgó el asesino.

La luz negra confería a los ojos azules de Dussolier una extraña luminosidad, casi transparencia, como los de un conejo deslumbrado por faros. De su cuerpo vestido de blanco irradiaba un áurea viva, luminiscente.

Saqué la primera conclusión que, dados los descubrimientos, era obvia.

–El asesino habría traído él mismo ese cuadro. Eso nos da otra pista.

–¿Perdón?

–Creo que ha escogido voluntariamente los guantes empolvados con la intención de orientarnos a través de los rastros hasta ese cristal.

–¿Y por qué no ha dejado una nota «He traído esto», si quería que nos diésemos cuenta?

–¡Porque está poniéndonos a prueba! ¡Al igual que con el agua hallada en el estómago! Quiere llevarnos a alguna parte, evaluar a qué velocidad progresamos. Nos calibra, disecciona nuestra capacidad de análisis y de organización. Es bastante listo y posee gran conocimiento de nuestras técnicas de investigación.

–Está usted generalizando un poco, ¡cree que todos sus gestos son voluntarios cuando quizá no lo sean!

–¡Pues claro que sí! ¿Por qué no hemos encontrado lactosa en la víctima? Se puso esos guantes especialmente para el cuadro, antes o después de trabajarse a Prieur, pero no durante.

–Tiene razón.

Mientras observaba el poster, algo se me hizo brutalmente evidente.

–Dígame si voy descaminado, pero ese faro está constituido por granito rosa, ¿no es así?

El ingeniero hizo desaparecer las manos en los bolsillos de su bata. Con los juegos de luces, parecía como si las hubiesen cortado de cuajo y que sólo los puños colgaran del final de los brazos.

–Al cien por cien -dijo, asintiendo con la cabeza-. No es un faro, sino más exactamente una luz de posición, construida por completo con granito rosa. Se encuentra en Ploumanac'h, en los confines de Bretaña, en la costa de granito rosa, justamente. Un lugar magnífico, un verdadero remanso de paz. Pero ¿qué tiene eso que ver?

La sangre afluía como lava a mis mejillas.

–Oiga, usted que conoce la zona, ¿podría decirme si hay allí canteras de granito?

–Sí, unas cuantas, sobre todo alrededor de Ploumanac'h. De hecho la costa de Armor es la cuna del granito; la mayoría de nuestras lápidas vienen de ahí… ¡o de China!

Cuando salí del laboratorio, apenas empezaba a percatarme de hasta qué punto la escena del crimen había sido pensada, trazada sobre papel milimetrado. La perfecta correlación del agua en el estómago y del poster tenía como único objetivo llevarme a Bretaña, en busca de algo o alguien en una cantera de granito. Si ése era el caso, si realmente descubría pistas en las costas de Armor, entonces me estaba enfrentando a un ser demoníaco de inteligencia apabullante.

Consigné en un informe breve las primeras conclusiones de la investigación y lo deposité, mientras la noche derramaba sus estrellas, sobre el escritorio de Leclerc.

Tras haber embutido dos trajes y algunas mudas en una maleta que dejé en la entrada del salón, saqué, de debajo de la cama, el balasto de corcho sobre el que se amarraba mi red ferroviaria -un bucle simple de raíles ROCO, con un túnel y una estación- y coloqué con delicadeza a
Poupette
sobre su nuevo espacio de libertad. Serpetti había dejado una notita garabateada en la que indicaba el modo de poner en marcha la pequeña y graciosa locomotora.

Con una pipeta llené el depósito de agua y el de aceite, encendí el quemador de origen y dejé que la caldera aumentara la presión antes de empujar la palanca situada en la cabina.

La magia entró en escena. Cilindros, pistones, bielas y manivelas se activaron en un silbido de vapor.
Poupette,
la tímida, se lanzó al asalto del raíl, dubitativa en un primer momento, con más fuerza al cabo de unos segundos. Escupía agua, silbaba, humeaba con alegría. Los efluvios de las épocas pasadas, de las jornadas húmedas, se esparcían por la habitación, como un perfume que oliera a fuego y humedad. Un olor que me transportó por una vez lejos de mi vida, que se había vuelto negra como el esquisto.

En el momento en que cerraba los ojos, se me apareció la imagen de Suzanne. Llevaba el vestido de novia y me sonreía…

Capítulo 3

La costa de Granito Rosa era un testigo doloroso de la furia de la tierra y de la fuerza viva de la erosión. Rocas inmensas, enmarañadas en un desafío al equilibrio, rasgaban las aguas turquesas como figuritas armoniosas, a las que habían dado nombres evocadores: la Cabeza de Muerto, la Tortuga, el Tío Trébeurden o también la Mujer Durmiente. De ese caos sin orden aparente emergía la belleza palpable del fanal de Ploumanac'h, poderosamente anclado en su zócalo de granito, la mirada de piedra orientada hacia los ojos ultramarinos del alta mar.

Bordeé la costa hacia el este y atravesé un viejo puente que salvaba un curso de agua seco antes de llegar a Perros-Guirec, donde, según las indicaciones del mapa topográfico desplegado sobre el asiento del acompañante, se encontraba la mayor cantera de granito de la región. Una lógica decidida por el asesino me había empujado hasta aquí, y esperaba que los seiscientos kilómetros de trayecto no se me quedaran atravesados en la garganta como un hueso de pollo.

A la entrada de la obra, pasé por alto los paneles de aviso destinados a ahuyentar a los turistas y aparqué en la proximidad inmediata de la sima, sobre una extensión terrosa y desecada donde excavadoras, camiones volquetes y perforadoras neumáticas arrancaban la corteza rosada de los lienzos de pared abruptos.

En cuanto puse un pie en el suelo, un tío encasquetado me cortó el paso con su corpulencia gorda y olor de tonel de roble:

–¿Es que no sabe leer los carteles? – vociferó.

–Comisario Sharko, policía criminal de París. ¿Es usted el encargado?

Me miró de arriba abajo con expresión de animal salvaje.

–No. El encargado 'tá al fondo. ¿Pueo ver su placa?

–Lléveme hasta él -pedí, metiéndole la placa bajo las narices.

Me tendió un casco amarillo y espetó, sin mirarme:

–¿Ha ocurrió algo grave?

–Eso estoy intentando descubrir -repuse, comiéndomelo con los ojos.

Echó un escupitajo en el polvo.

–Háblelo con el jefe, yo, no m'ocupo d'eso.

La sima se abrió ante mis ojos como una gigantesca herida sangrienta. Todos los matices del rosa se agarraban a las paredes en movimientos de torsiones y grietas. Una cabina de metal, movida por un sistema de poleas, nos depositó al fondo tras un descenso vertiginoso. Las minúsculas hormigas encasquetadas, tal como se veían desde arriba, recuperaron sus formas redondeadas de humanos. Mi mirada se asió a los charcos que cubrían el suelo polvoriento. Aguas estancadas de lluvia moteadas de polvo de granito y pequeñas algas. Una copia compulsada de lo que habían hallado en el estómago de la víctima. Una voz aguda en mi fuero interno me dijo que andaba por buen camino.

Para mi gran decepción, la densa batería de preguntas que planteé al personal no reveló nada en concreto. Cuando uno no sabe lo que quiere, es difícil obtener resultados. Un poco como un investigador en una gran habitación vacía que se pregunta: «¿Qué voy a hacer hoy?». Quizás esperaba la evidencia, pero la señora Evidencia había decidido quedarse acurrucada lejos de mí, de modo que debía arreglármelas.

Estaba anocheciendo, de manera que mi escapada solitaria llegaba momentáneamente a su término. No me lamentaba por ello. Las ocho horas de trayecto me habían destrozado la espalda, hinchado los ojos como bombonas de butano y sentía la necesidad imperiosa de dormir. Me instalé en el hotel más cercano y me dejé llevar por las llanuras verdes del sueño, sin que nada, esta vez, consiguiese interferir en él.

Estaba muy harto: dos canteras más visitadas, dos fracasos.

Al mediodía del día siguiente me zampé un bocadillo de cangrejo en una cervecería en primera línea de mar y me precipité a la última cantera que quedaba por explorar en los alrededores de Ploumanac'h, la de Trégastel. Psicológicamente, me había preparado para regresar a París con el peso de la decepción en los bolsillos.

Cuando me depositaron al fondo de la cantera, el ingeniero de la obra, un tío alto y delgado de facciones angulosas, como si hubiese arrebatado sus rasgos a la roca a golpe de buril, no consideró necesario venir a mi encuentro. Me disponía a caerle encima, pero tras un intercambio de susurros y miradas desconfiadas con uno de sus jefes de equipo, me hizo un señal para que me acercase.

–Comisario Sharko, policía criminal de París.

–¿La criminal aquí, en este antro en medio de un antro? ¿A qué se debe este honor?

–¿Podríamos hablar en otro sitio? ¡No oigo mi propia voz!

A pocos metros, una excavadora oruga tiró un morrillo de granito al suelo provocando un estruendo ensordecedor. Nadie reaccionó. Nos hallábamos muy lejos del ambiente silencioso de las oficinas parisinas.

Entramos en una caseta de obras, una caja de metal arrugado más polvorienta que una bolsa de aspiradora llena. Preferí quedarme de pie, por miedo a ensuciarme el traje.

–Dígame qué quiere, comisario, y procuremos ser rápidos, por favor. Me quedan unos veinte metros cúbicos por sacar hoy y los chicos son menos responsables que las almejas, de modo que no puede dejárseles demasiado tiempo solos.

Repetí la explicación que ya había dado el día anterior y esa misma mañana.

–Me gustaría saber si ha observado algún acontecimiento extraño, algún hecho llamativo, algo que se salga de lo ordinario, aproximadamente entre más o menos mayo de 2002 y hoy.

Sopló sobre la parte superior de su casco para quitar el polvo de roca. Mi chaqueta quedó moteada de islotes polvorientos.

–¡Ostras! ¡Discúlpeme! – soltó en un tono casi divertido-. Un traje no es lo más adecuado para visitar el fondo de una explotación.

–¡Haga el favor de contestar a la pregunta que le he hecho! – exclamé, fulminándolo con la mirada.

–No, nada especial. Mire, aquí uno está, y disculpe por la expresión, en el agujero del culo del mundo. Lo único que vemos del exterior son los aviones por encima de nuestras cabezas o las gaviotas, que se cagan en nuestros cascos.

–¿Nada de robos ni deterioros? ¿Ningún comportamiento sospechoso entre los obreros?

–Nada de nada.

–¿Ha sorprendido a alguien recogiendo agua en los charcos del suelo?

–Pero… ¡No tengo ni idea! Dígame, ¿por qué ha venido usted aquí?

–Por un caso de asesinato.

Un velo de terror le recubrió el rostro.

–¿Un asesinato? ¿En esta región?

–En París, pero indicios muy claros me han conducido hasta aquí.

Le formulé aún otras preguntas que no me llevaron a nada; me había preparado para eso.

–Bueno, siento haberle entretenido.

–No pasa nada.

Me tendió la mano, que estreché al tiempo que le decía:

–De todas formas, voy a interrogar a sus obreros para seguir el procedimiento. Nunca se sabe. Podrían acordarse de repente de algún detalle.

–¡No, no tienen tiempo! Los plazos que tenemos son muy ajustados. Si empieza a interrogarlos a todos, ¡nos retrasaremos espantosamente! He de extraer mis veinte metros cúbicos antes de las seis de la tarde, ¿lo entiende?

–Por supuesto, pero sólo serán unos minutos…

En el momento en que apoyaba el pie fuera, la palabra mágica me paralizó.

–Espere…

–¿Acaba de recordar algo? – pregunté volviéndome hacia él.

–Cierre la puerta, por favor.

Obedecí. Sus cejas pobladas traslucían una inquietud franca.

–El pasado dieciséis de julio, Rosance Gad tuvo un accidente y quedó aplastada contra el fondo de la cantera. Se cayó de la vertiente norte, por la que usted ha llegado. Gad fue contratada el año pasado, en febrero de 2001, como técnica informática, encargada de pilotar las máquinas por ordenador, sierras circulares, por ejemplo, para cortar bloques en adoquines.

Conexión intersináptica. Secreción de adrenalina en masa. Fuego ardiente por todo el cuerpo. Tenía algo.

–¡Pues menudo detalle se había olvidado usted de mencionarme! ¿Qué tipo de accidente?

–Gad era una deportista experimentada, amante de las sensaciones fuertes. Si observa con atención las paredes de la cara norte, descubrirá mosquetones y pitones. Subía por ellas dos tardes a la semana. Unos sesenta metros de ascenso.

–¿Este tipo de práctica no está prohibido en una cantera en explotación? ¿Qué opinaba la inspección del trabajo?

–Algunos de nuestros hombres están habilitados para trabajar sobre pared, ahí donde los brazos mecánicos no llegan. La escalada, el trabajo sobre lienzos de pared verticales, forma parte del oficio.

–¿Disponía Gad de esa autorización? ¿Cumplía las normas de seguridad? ¿Qué material utilizaba?

Me miró fijamente con mirada de felino. Un felino que lanzaba la pata frente a un oso grizzli mucho más fuerte que él.

–Escuche, comisario, tuvimos que aguantar un desfile de inspectores, del trabajo y de la policía. Estábamos absolutamente en regla. Ya se lo expliqué todo a ellos, así que, por favor, vaya al grano.

BOOK: El ángel rojo
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