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Authors: Irène Némirovsky

El ardor de la sangre (12 page)

BOOK: El ardor de la sangre
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—En cuanto a mí —la atajé—, lo mejor que puedo hacer es marcharme cuanto antes.

Hélène me dijo todas las cosas que las mujeres suelen decir en estos casos: que no debía reprochárselo, que no había sido coqueta, pero que se sentía tan sola que para ella cualquier amistad era inestimable, que sería su amigo… Yo sólo veía una cosa, que amaba a otro, y sufría. Así acabó el idilio.

• • •

Era 1912. Volví a África y me quedé dos años. Regresé a Francia unos meses antes de la guerra. Mi madre había muerto. Mi primo Montrifaut seguía vivo. Le hice una visita; estaba muy enfermo y todos pensaban que moriría pronto. Se mantenía con vida a base de inyecciones; era de una exigencia insoportable, con estallidos de cólera rayana en la demencia.

—Sufre y hace sufrir a los demás —decían todos.

Y todos coincidían en elogiar la conducta de Hélène.

—Pero a ella ya no le queda mucho por sufrir —murmuraban las señoras del pueblo, y suspiraban con una mezcla de lástima y envidia, pensando en la herencia.

Pero yo me enteré de algo que la gente no sabía: el viejo señor Montrifaut sólo dejaba a su joven esposa una pequeña parte de su fortuna; el resto iría a manos de la familia de su hermano. Hélène estaba al tanto de esas disposiciones, pero era (y sigue siéndolo) una mujer de un desprendimiento absoluto y, en cierto modo, consustancial a ella. Hélène no sería Hélène si fuera capaz de actuar por interés personal, un rasgo de carácter que comparte con François.

De modo que ella sabía que su abnegación no obtendría recompensa, y era precisamente eso lo que la impulsaba a llevarla al extremo.

Tenía una enorme necesidad de valorarse a sí misma.

—Después de todo, ha sido bueno conmigo —me dijo.

El enfermo sufría agotadores ataques de asma, pero, cuando lo visité, se quejó sobre todo del insoportable insomnio. Estaba sentado en la cama de su dormitorio, que con el tiempo se convertiría en salón.

Llevaba un pañuelo anudado sobre la cabeza, a la antigua usanza; tenía un aspecto extraño y atemorizador, con su enorme y huesuda nariz, cuya sombra se recortaba en la pared. Junto a la cabecera de la cama había una lamparilla encendida. Hablaba con un soplo de voz.

Me dijo que no sabía lo que era dormir desde hacía dos meses. Para animarlo, le aseguré que a su edad no hacía falta dormir mucho para sentirse bien, que mi madre habría vivido más si no hubiera sido por sus frecuentes somnolencias, durante las cuales la sangre le invadía lentamente el cerebro, hasta que acabó matándola.

—Sí, sí —dijo él—. Pero piénselo un poco. Dos meses sin dormir… Es espantoso, porque vivo el doble.

—¿Y se queja? —exclamé—. ¡Yo no tendría suficiente con diez vidas!

Y era verdad. En aquella época me sentía tan fuerte que esperaba llegar a los cien.

Mientras hablábamos, miré a su mujer. Hélène suspiró, y ese suspiro involuntario quería decir muchas cosas. Estaba pálida y delgada. En esos dos años se había estropeado; se veía que necesitaba ejercicio y aire puro; vivía encerrada en aquella habitación de enfermo. Cuando me había visto, se había mostrado tan serena y sonriente como siempre, pero, al darme la mano y dirigirme unas palabras banales de bienvenida, la voz la había traicionado: de pronto, en sus amables y vagas frases se había abierto una fisura, una grieta. Fue una súbita y profunda alteración del timbre de su voz, como si la sangre se hubiera agolpado súbitamente en su corazón; y, al responderle, yo había oído la misma fractura en mi propia voz. Nos mirábamos, de pie junto al enfermo, yo con una sensación de triunfo mal disimulada y ella con una especie de consternación. ¡Y aquel suspiro…! Significaba que me entendía, que envidiaba mi libertad, que, en otras circunstancias, también ella habría deseado tener diez vidas para apurarlas todas, y en cambio veía pasar los días y huir los años, perdidos para el amor.

Cuando me acompañó a la puerta, le pregunté si tenía noticias de François.

Ella lanzó una mirada inquieta hacia el lecho del moribundo.

—Nunca me escribe —murmuró.

—¿Aún mantienen su acuerdo?

—Aún. François no cambia.

Ahora me pregunto si Hélène estaba en lo cierto. ¿Qué hacía François en aquella pequeña ciudad de Bohemia, durante aquella hermosa y ardiente primavera? ¿No habría, en el segundo plano de su vida, alguna bonita campesina, alguna atractiva criada? Después de todo, los tres éramos jóvenes. No se trata solamente de las exigencias de la carne. No, no es tan simple. La carne se conforma con poco. Pero el corazón es insaciable; el corazón necesita amar, desesperarse, arder en cualquier fuego… Eso era lo que queríamos. Arder, consumirnos, devorar nuestros días como el fuego devora los bosques.

Era de noche, en la primavera de 1914, que fue la más hermosa de las primaveras. Detrás de nosotros, la puerta estaba abierta y veíamos la sombra de una gran nariz huesuda en la pared. Estábamos en aquel pasillo blanco en el que, más adelante, con sus hijos agarrados a las faldas, Hélène saldría a mi encuentro tantas veces. Su voz cordial y tranquila me decía: «Eres tú, mi querido Silvio… Entra. Queda un huevo y una chuleta, ¿quieres comer?»

«Mi querido Silvio…» Aquella noche no me llamó así. Sólo dijo:

—¿Se quedará mucho tiempo aquí, Silvio?

Y el simple nombre ya era una caricia.

En lugar de contestar, señalé la sombra del enfermo y le pregunté:

—¿Es muy duro?

Ella se estremeció.

—Bastante duro, sí, pero no quiero que me compadezcan.

Yo insistí cruelmente:

—Pero no tardará en morir. Y François volverá.

—Volverá, sí —dijo ella—. Pero habría hecho mejor no yéndose.

—¿Sigue amándolo?

Los dos hablábamos mecánicamente. Nuestros labios se movían, pero mentían. Sólo nuestros ojos se interrogaban y se reconocían. Pero, cuando al fin la tomé entre mis brazos, nuestros labios fueron sinceros.

Jamás olvidaré ese instante. Fue entonces cuando vi la sombra de nuestras cabezas unidas en la pared encalada. Lámparas, mariposas de aceite por todas partes.

Por todas partes, sombras que danzaban, vacilaban, se alejaban por aquel largo y desnudo pasillo.

—Hélène —llamó el enfermo—. Hélène.

No nos movimos. Ella parecía sorber, beberse mi corazón. Cuando la dejé marchar, ya la quería menos.

IRÉNE NÉMIROVSKY era hija de un banquero judío ucraniano, Léon Némirovsky. Fue educada por una institutriz francesa de modo que el francés fue prácticamente su lengua materna.

Tras huir de la revolución bolchevique, su familia se estableció en París en 1919, donde Irène obtuvo la licenciatura de Letras en la Sorbona.

En 1926, se casó con Michel Epstein, un ingeniero transformado en banquero; tuvieron dos hijas: Denise, en 1929 y Élisabeth, en 1937. La familia Epstein se instaló en París.

En 1929 envió su primera novela,
David Golder
, a la editorial Grasset. Temiendo el rechazo, no incluyó en el sobre ni su nombre ni su dirección. El editor tuvo que publicar un anuncio en la prensa para poder conocer al autor de aquella obra audaz cruel y brillante. Su editor, Bernard Grasset, la proyectó entonces en los salones y medios literarios.

Irène Némirovsky llegó a ser muy famosa en el París de entreguerras. Algunas de sus obras fueron llevadas al cine y sus novelas alcanzaban grandes ventas. Todo eso terminó con la ocupación alemana y la aplicación de las leyes racistas que impedían a los judíos publicar, dar clases o ejercer muchas otras profesiones. Comenzó entonces un serie de intentos desesperados por sobrevivir y evitar su deportación.

Se refugiaron entonces en Issy-l’Évêque, donde habían mandado a sus hijas en 1939 junto a la familia de su niñera. Irène se dedicaría a escribir aunque no podía publicar. Ella y su marido llevaron la estrella amarilla.

El 13 de julio de 1942, Irène fue arrestada por la gendarmería francesa e internada en el campo de Pithiviers; muy pronto sería deportada a Auschwitz, donde murió de tifus el 17 de agosto de 1942. El mismo día del arresto, su marido emprendió innumerables gestiones para lograr su liberación y finalmente en octubre de 1942 fue arrestado, deportado a Auschwitz y al poco tiempo de llegar, asesinado en la cámara de gas el 6 de noviembre de 1942.

Su obra. Autora redescubierta:

La autora dejó una docena de libros escritos en su corta vida. Cada uno de ellos brilla como una obra maestra. Su amor por la literatura es evidente: miraba el mundo casi como un mero material literario.

Después del arresto de sus padres, Denise y Élisabeth Epstein vivieron escondidas durante la guerra, ayudadas por amigos de la familia y llevando siempre la valija con los manuscritos inéditos confiados por su madre, entre ellos la
Suite francesa
. La publicación de esta obra en en 2004 desencadenó un fenómeno editorial y cultural sin precedentes.

Gracias a esta edición, algunas de las primeras obras de la autora emergieron del olvido al que injustamente habían quedado relegadas.

Las dos hijas han conservado la memoria de su madre con varias reediciones. En 1992, su hija Élisabeth Gille, que dirigió en la editorial Denoel la colección «Présence du Futur», publicó la biografía soñada de su madre,
El Mirador
.

Ediciones en español:


El baile
(2006).


David Golder
(2006).


Fogatas
(1988).


Las moscas del otoño o La mujer de otrora
(1987).


Los perros y los lobos
(1997).


Suite francesa
(2007).


La vida de Chéjov
(1991).


El ardor de la sangre
(2007).


El maestro de almas
(2009).


Un niño prodigio
(2009).


El caso Kurílov
(2010).

Óperas

En marzo de 2010 se estrenó la ópera
Le Bal
(
El baile
) de Oscar Strasnoy en la Ópera de Hamburgo, con un libreto de Matthew Jocelyn.

Notas

[1]
Aquí se interrumpe el texto mecanografiado por Michel Epstein, el único conocido hasta 2005. (N. del E.)
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