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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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Fierro, un especialista en trabajos ilegales al servicio de la banca, prepara por encargo el crimen perfecto, planificado al detalle, en el que incluye la fabricación de un culpable conveniente a los intereses financieros que le han contratado: el asesinato de los marqueses de Urbina. El crimen, que tiene lugar mientras las víctimas duermen plácidamente en sus camas, convulsiona la vida española de 1980, sometida al azote terrorista en plena transición democrática. A pesar de que todo se desarrolla según lo previsto, los planes de Fierro tienen consecuencias imprevisibles para él.

En
El asesinato de los marqueses de Urbina
, la ficción se pone al servicio de la realidad para desvelar la oscura maquinación, jamás investigada, que envolvió al, para muchos, misterio criminal más famoso de la España del siglo
XX
.

Mariano Sánchez Soler

El asesinato de los marqueses de Urbina

ePUB v1.1

Crubiera
31.03.13

Mariano Sánchez Soler, 2013.

Diseño portada: Roca Editorial

Editor original: Crubiera (v1.1)

ePub base v2.1

Para Ana Paula, siempre.

A Francisco J. Ortiz y Claudio Cerdán,

amigos generosos.

Por imperativo legal, los nombres verdaderos

de los protagonistas de esta historia

se han encubierto. Los crímenes

ocurrieron tal como se relata.

La primera vez que hablé con un sacerdote me dijo:

«Muchacho, noto algo extraño en ti; tú tienes algo que ver

con la muerte». Yo era muy joven y le creí.

Napoleón Wilson, en
Asalto a la comisaría del Distrito 13
.

Escrita y dirigida por John Carpenter en 1976

El dinero que mata y vivifica como la palabra,

el dinero que se adora, el

eucarístico dinero que se bebe y que se come.

Viático de la curiosidad vagabunda y viático de la muerte.

La sangre del pobre
, de Léon Bloy

… Que en el día de la fecha han practicado la autopsia a los cadáveres de don Martín de la Fonte García y doña María Eugenia de Urbina Goiti en el Instituto Anatómico Forense de Madrid, con los números 955 y 956, respectivamente, y donde ingresaron procedentes del depósito de Pozuelo de Alarcón.

Ambos cadáveres llegaron sin ropas y lavados, por lo que no se pudo realizar el estudio de los vestidos, manchas de sangre, pruebas de parafina o de los posibles estigmas de ahumados.

Se trata de dos cadáveres de personas que murieron a causa de las lesiones producidas por un arma de fuego. El arma es de idénticas características, e incluso pudiera tratarse de la misma, lo que se probará con el estudio balístico de los casquillos hallados en el lugar de los hechos y de los proyectiles extraídos de los cuerpos, que se aportaron a los servicios de investigación criminal asistentes a las autopsias.

Según el estudio conjunto de la temperatura rectal referida en el levantamiento de los cadáveres (de 35 grados y dos décimas) y los datos de la necropsia, las dos muertes se produjeron alrededor de las seis horas del día uno de agosto; si bien, por el corto espacio de tiempo que las separa, no puede precisarse cuál de las dos víctimas fue la primera en expirar, ya que el fallecimiento de ambas fue casi instantáneo a la agresión.

La causa de las muertes fue por lesión de centros vitales cerebrales; aunque en la mujer se produjera una abundante hemorragia por la herida cervical, pero ya una vez muerta.

El señor De la Fonte García recibió el disparo en la cama, tumbado sobre el lado izquierdo; la muerte le sorprendió dormido, sin ningún reflejo de defensa; y el óbito prácticamente fue instantáneo tras recibir el disparo que se efectuó a unos diez centímetros de distancia, de derecha a izquierda, de atrás adelante y de abajo arriba.

La señora De Urbina Goiti recibió dos disparos. El primero en la boca, con los labios cerrados. El disparo se ejecutó de arriba abajo y de delante atrás, también a una distancia aproximada de diez centímetros, y no fue mortal de necesidad, ya que no lesionó ningún órgano vital. El trayecto habla de que la víctima estaba en decúbito supino (boca arriba) y tumbada, ya que, de no ser así, no tendría ese trayecto oblicuo sin lateralización. Al recibir ese impacto, debió sobresaltarse e incorporarse, momento en que recibió el segundo disparo, casi acto seguido y a cañón tocante, es decir, aplicando la boca del arma sobre el cuello de la víctima, lo que hizo que el disparo se efectuara de delante atrás, de derecha a izquierda y de abajo arriba. Esa es la razón por la que el proyectil llegó desde el cuello hasta la cavidad craneal y rompió las vértebras, el agujero occipital, y destruyó el tronco cerebral y parte del hemisferio cerebral izquierdo, lo que le produjo la muerte inmediata.

Estos disparos hablan del ánimo frío y profesional del agresor o agresores, que actuó o actuaron con auténtico ánimo homicida, ya que los disparos se produjeron hacia la cabeza de ambas víctimas y en situación de indefensión y sorpresa.

Por último, es posible que los proyectiles, que carecían de camisa, fueran previamente estriados, como prueban las grandes lesiones óseas producidas.

Autopsia realizada por los forenses

Raimundo Durán Linares

y José Antonio García-Andrade,

el 2 de agosto de 1980.

Barrachina clausura el infierno

Casi todos los ricos dormían tranquilos. En La Moraleja, nada rompía esa sensación de seguridad que puede comprarse con dinero. Reinaba la calma y el silencio cuando la patrulla de vigilantes privados se detuvo, por un momento, frente al edificio Nínive. Una luz tenue perfilaba los contornos de una ventana en el segundo piso. Ninguna incidencia. Los visillos mantenían la intimidad del interior y ocultaban los movimientos de un hombre solitario que arrastraba sus cincuenta y dos años con una tristeza fatal.

En aquella habitación de muebles de diseño, Baltasar Barrachina, vestido con un suave batín sobre el pijama de seda, tomó su maletín de ejecutivo, lo depositó sobre la cómoda de metacrilato y marcó los números de su carné de identidad. Los cierres saltaron a la vez. Sacó unos papeles timbrados y los apiló en el suelo junto a otros documentos seleccionados para la ocasión. Acercó una silla y se derrumbó sobre ella sin fuerza. Pobre iluso. La dieta constante le producía depresiones de caballo, pero no conseguía su objetivo. Muy a su pesar, era un hombre demasiado obeso para su baja estatura.

Se miró a los ojos. La luminosidad íntima de la lámpara halógena difuminaba sus facciones en el espejo. Cogió un folio en blanco y comenzó a escribir con caligrafía clara y líneas ordenadas:

Madrid, 3 de mayo de 1986. Señor juez: Que Dios me perdone…

Baltasar Barrachina,
el Gordo
, iba a acabar con aquel infierno. Sobre la mesita de noche, dos pistolas Star usadas y discretas aguardaban el momento de su función mortal, cada una con una bala en la recámara.

… pero creo que para sufrir este calvario es mejor no vivir.

De repente, recordó que aquella misma mañana había concertado una cita con los abogados del Gran Hombre, por quien hasta entonces lo hubiera dado todo, sin importarle las consecuencias.

Al alzar la mirada, supo que debía terminar de una vez:

Mi jefe, don Jacobo Castellar de Urbina, es el verdadero culpable de esta desgracia. Tiene las manos manchadas de sangre, señor juez, y yo siempre he actuado siguiendo sus órdenes a rajatabla.

Sobre el espacioso lecho conyugal, desmesurado, Adela, esbelta y carnal, dormía con su larga cabellera rubia aplastada contra el almohadón, sin ese estilismo vulgar de peluquería para mujeres ricas y maduras que desplegaba durante las mañanas. A su lado estaba Raúl, en el centro de la cama, también dormido por efecto de los somníferos que le había hecho ingerir a la fuerza. ¿En qué sueña un muchacho de quince años que lo tiene todo?

Allí le esperaban, inconscientes y vulnerables, ajenos a sus maquinaciones.

… es un canalla. Me ha utilizado hasta el infinito. En cuanto yo no esté, seguro que intentará librarse de todo. Tenga cuidado, señor juez. Si de verdad se puede confiar en la justicia, haga algo, por favor, que sus crímenes no queden sin castigo…

Su pulso marcaba el compás de los hombres perdidos. Sudaba. Estaba desesperado.

A través del espejo de la cómoda se miró de soslayo. Descubrió su propio reflejo y se dijo:

—Debo hacerlo.

Se acercó a la cama y les tapó con la colcha. Sintió que un acto de amor le dominaba.

Al menos, si hay Cielo, mi adorado hijo, Raúl, y mi mujer, Adela, podrán disfrutar de una existencia mejor. Por lo que a mí respecta, que Dios se apiade de mí si puede…

Después de llenar cinco páginas con fechas, nombres y detalles que consideró relevantes, escribió el número de su carné de identidad y estampó su firma con una filigrana temblorosa: Baltasar Barrachina García.

Aturdido, comenzó a quemar documentos en el cuarto de baño. Papel tras papel, las hojas se reducían a cenizas sin que las llamas provocaran una pequeña hoguera. En el fondo del retrete quedaban unos restos negros e indescifrables que el agua insistía en mantener a flote. Se trataba de borrar las huellas, de crear pistas falsas, de acabar con esa chusma de pelo engominado y relojes de oro macizo; se trataba de darles una lección que jamás olvidarían.

El Gordo empuñó un arma en cada mano. Sus dedos gruesos y sudorosos rozaban los gatillos. Se acercó a la cama, apuntó con la derecha y descerrajó el primer disparo a quemarropa. El casquillo voló por el aire mientras un sonido sordo, apenas perceptible, llevaba el final instantáneo hasta la sien de Adela Vidal. El proyectil se incrustó en su cerebro de cuarenta años, y su carne cuidada con esmero se agitó en una sacudida seca.

Sin detenerse, manteniéndose en pie a duras penas, se dirigió al otro lado de la cama, dejó la pistola caliente en la mesita de noche, extendió el brazo y colocó el cañón de la otra Star en la sien izquierda de su hijo.

—¿Por qué…?

Casi cerró los párpados al apretar el gatillo; la cabeza del muchacho giró levemente hacia la derecha mientras el casquillo daba un brinco mecánico.

Con los ojos llenos de lágrimas, Baltasar Barrachina dejó el arma encima de la cómoda, se acercó a la mesa, introdujo la carta en un sobre y la guardó dentro del maletín.

Ahora le tocaba a él. El tiempo discurría de un modo diferente, congelado, difuso, como en una ensoñación. Así ocurre siempre. El Gordo lo había hecho, había matado a su familia; ¿qué pensarían de él las personas que realmente le conocieron? Estaba solo y armado ante su conciencia, convertido en un pelele. Nada quedaba de aquel hombre de acero capaz de hacer lo que fuera necesario para complacer a su excelentísimo jefe.

Las agujas del Rolex marcaban el último instante. Barrachina, dominado por una repentina agitación, sintió la necesidad de explicarlo todo, de comprender. Sin embargo, apenas articuló un murmullo indescifrable y un sollozo. Miró los rostros inertes de su mujer y de su hijo, sus mejillas recorridas por una telaraña de sangre. Se vio a sí mismo en ellos y descubrió lo que significaba.

—Nunca creí…

Se tumbó junto al cadáver de su hijo. Presionó sobre su frente con el cañón de su arma. Solo tenía que apretar el gatillo, pero entonces entró Fierro.

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