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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (7 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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Cuando hubo concluido tan aleccionador recitado, me preguntó:

—¿Has comprendido?

—Sí —asentí—. Es verdad que nada dentro de mí va a cambiar aunque yo mude de lugar. Pero puede cambiar mi actitud, mi ánimo, si estoy resuelto a afrontar mi vida sin dejarme vencer por mis percepciones negativas o por las habladurías de la gente.

—Eso es —añadió—. Epicteto acaba de recordarte que a nadie debes culpar de tus desventuras, ni siquiera a ti mismo. En vez de formular quejas y buscar excusas, toma la realidad como es y endereza tu vida empezando por encaminar tus pasos hacia lo que se te pone por delante. Marcha pues a donde te parezca oportuno y no temas por lo que pueda o no pueda sucederte, pues eso sólo a Dios le corresponde saberlo.

Libro II

En que hace relación don Luis María Monroy

de la ausencia que Rizo de su casa para solicitar

ingreso en el sacro convento de San Benito de

alcántara, donde tiene la susodicha Orden la cabeza

de su priorato mayor y el noviciado para aprender

la Santa Regla
.

Capítulo 8

Cuando se es joven, los días son largos y el pasado queda muy pronto atrás. Abandoné yo mi casa con mayor pena que esperanza, pero tardó poco mi alma en darse cuenta de que siempre es mejor apretar el paso y seguir el camino que echarse a su vera para ver el discurrir de la vida con la indolencia propia de quien no sabe hacerse dueño de su destino. Y con esa resolución que otorga Dios a los que le confían su porvenir, resolví ir a poner mi persona y suerte bajo la obediencia de la Orden de Alcántara, para mejor servirle a Él, que es el dueño de cuanto hay en Cielo y Tierra, y al Rey nuestro señor temporal, único Gran Maestre y cabeza de las cuatro órdenes de caballería españolas, cuales son: la de Montesa, la de Calatrava, la de Santiago y la susodicha de Alcántara.

Para cumplir con ese menester, reuní mis escasas pertenencias, caballo, montura, armas y armadura, y dejando la quietud de aquella santa vida familiar —con sus gozos y bretes—, me fue forzoso poner tierra de por medio, por la vía que llaman «de la Plata», que es la natural ruta que une el sur con el norte, senda obligada de pastores y rebaños trashumantes, peregrinos, mercaderes, tropas de soldados y tropillas de aventureros, buscavidas y gentes transeúntes sin hacienda, oficios ni beneficios fijos.

Discurre tan transitado camino por bellos parajes donde abundan la encina, el alcornoque, el madroño y la jara; serpentea esquivando los montes y atraviesa dehesas pobladas de arboleda, en cuyos suelos las piaras de negros cerdos hozan hendiendo la tierra con sus agudos hocicos y husmean buscando las bellotas que engordan sus ricas carnes; luego se endereza el itinerario por los llanos, por tierra de labor, dejando atrás extensos trigales, majuelos y olivares; pasa por bonitas y populosas ciudades, Zafra, los Santos, Villafranca y Almendralejo; deja hacia oriente la altura imponente del castillo de Alange, encomienda de Santiago, y vuela sobre el río Guadiana por el viejo puente romano, en Mérida. Los bosques se espesan después, cerro tras cerro, hasta que se divisa Cáceres. ¡Qué maravilla! Los cielos estaban azules, los frutales en flor, el tomillo y el cantueso perfumaban el aire, y la calzada me llevaba entre cercas de piedra, huertos y casitas de campesinos, mientras me deleitaba con la portentosa visión a lo lejos de las torres y las murallas elevadas y gallardas de la ciudad sobre su loma.

Pasado Cáceres, abandoné la antigua vía militar que prosigue en dirección a Salamanca y encamíneme hacia poniente, por llanos y berrocales. Visité Arroyo de la Luz y Brozas, desde donde, en apenas media jornada de camino, llegueme hasta alcanzar a ver la villa de Alcántara.

A orillas del río Tajo, se alzan las murallas y el castillo que edificaran los moros siendo señores de España. De aquellos tiempos quedan aún en pie algunos viejos caserones de ladrillo, cuyos tejados de grandes saledizos, sobre entramados de madera y mampuesto, conservan la imagen de las construcciones de los ismaelitas. Pero abundan ya los palacios de buena fábrica, de piedra y granito, que en las fachadas lucen nobles balcones y recias portadas, sobre las cuales se contemplan los escudos de los linajes de glorioso pasado.

Toda la villa está rodeada de torres y baluartes, que se levantan sobre el altozano que mira al río, donde cruza el más grandioso y bello puente que pueda verse en parte alguna, mandado edificar por los emperadores romanos, y que en esta cristiana era fue coronado con el remate de un portentoso arco de triunfo que exhibe orgulloso el blasón del invicto César Carlos. Tiene seis ojos el puente, que descansan en cinco pilares, erguidos sobre aguas profundas, oscuras y turbulentas del Tajo. En la orilla opuesta, las laderas de los montes son abruptas, pedregosas, y las veredas se pierden por una inmensidad de bosques que se adentran, sierra tras sierra, en los territorios del reino de Portugal.

Hay en Alcántara hermosas iglesias, conventos de frailes y monjas murallas adentro y ermitas en los alrededores. Queda en pie todavía el que llaman el Convento Viejo, dentro del castillo, aunque en muy mal estado, derruido en algunas partes, abandonado y a merced de los menesterosos y gentes de mala vida que habitan en él. Aunque se ve la forma que tenía la iglesia, donde están sumidos en el olvido los sepulcros de los maestres y caballeros de tiempos lejanos, que moraron en esta primera casa de la Orden por más de doscientos y cincuenta años. Además de éste, hay otro convento que sirvió de morada a los caballeros, también abandonado hoy, por hallarse edificado lejos de la villa, en un lugar malsano e inhóspito.

Pero nada en Alcántara puede compararse al sacro convento nuevo de San Benito, que es cabeza y sede principal de la susodicha Orden, donde residen hoy los freiles, caballeros y clérigos.

Quédeme yo ciertamente admirado por la grandeza de este edificio, sólido y majestuoso, todo él de buena piedra labrada, construido por los más notables alarifes del reino.

Todavía por aquel tiempo estaban las obras inconclusas, permaneciendo compuestos los andamios, donde trabajaban los canteros bajo la atenta supervisión de los maestros.

Sería la hora sexta cuando llegué frente a la fachada principal, a cuyo flanco hacía guardia un joven caballero que vestía el blanco hábito de la Orden, armado con adarga y lanza corcesca.

—Alto, ¿a quién busca vuestra merced? —me preguntó.

—Traigo carta de presentación para el prior —respondí.

Avisó el guardián a un mozo que atendía la portería, el cual corrió presto a buscar al portero.

—Tome asiento vuestra merced mientras aguarda —me dijo amablemente el guardián—, que ya me ocupo yo del caballo.

En el amplio y austero recibidor no había más mobiliario que un recio banco, en el cual me senté. Reinaba una gran quietud entre aquellas adustas paredes de piedra, bajo los techos altísimos.

En esto, apareció un freile anciano por la puerta principal que se dirigió a mí y, sin mediar más palabra, me alargó la mano pidiendo:

—A ver esa carta, señor caballero.

Le extendí el pliego con la recomendación de don Francisco de Toledo y el freile la leyó con semblante grave. Cuando sus ojos se fijaban en los últimos párrafos, empezó a sonreír con una rara mueca, me miró de arriba abajo y observó:

—Vaya, un Monroy, ¡qué sorpresa! Ha tiempo que no pisaba un vástago de tan linajudo apellido esta casa. ¡Oh, aquel frey Alonso de Monroy Sotomayor, clavero que fue de la Orden, qué indómito y bizarro caballero!

Hecho este cumplido recibimiento, me informó el portero de que el prior andaba de viaje, visitando las encomiendas, y que no regresaría hasta pasadas un par de semanas.

—¿Y qué hago yo entonces? —pregunté pasmado.

—Pues hospedarse vuestra merced en esta santa casa —contestó él—. Que para ese menester cuenta con holgada hospedería, según manda la regla de San Benito. No podrá pasar de la clausura adentro, pues se reserva ese espacio para los que visten el hábito. Pero podrá vuaced participar en el oficio, que es público en la iglesia principal, y matar el tiempo en la biblioteca del convento, la cual es harto completa, muy rica tanto en libros de fe como profanos. A ninguna alma le viene mal un sano retiro de quince días, para reflexionar en calma, entregada a la oración y la lectura, que son ambas ocupaciones edificantes.

Capítulo 9

Obedeciendo al sabio consejo del portero, me acogí a la santa hospitalidad del convento. Acudía al rezo del oficio a las horas canónicas y me deleitaba escuchando el canto de los salmos por los freiles arriba en el coro, lo cual elevaba el alma y ayudaba mucho a rezar. Resonaban dulcemente las notas del salterio y a ellas se acomodaban las voces graves, melodiosamente aunadas, que sin ninguna prisa iban entonando los versos latinos en perfecta armonía, llenándolos de profundo sentido en cada alabanza, miserere o exaltación.

Como no estaba yo sometido a la disciplina de la regla monacal, disponía de todo el tiempo de la jornada para hacer lo que me viniera en gana. Aunque no podía penetrar en el reservado ámbito de la clausura, donde desenvolvían la vida cotidiana los freiles profesos y novicios, se me permitía recorrer los huertos, pasear por los claustros, así como salir y entrar en la hospedería, que era donde me aposentaba en una reducida pero confortable celda.

También, como oportunamente me recomendara el portero el día de mi llegada, pude acudir cada día a la biblioteca para entretenerme entregado a los muchos e interesantes libros que allí había. La misma regla de san Benito prescribe la lectura a ciertas horas de la mañana, todos los domingos y en las épocas de ayuno, por lo que los freiles consagraban una parte de su tiempo al trabajo de inclinarse sobre los grandes y gruesos códices que contenían obras de los Padres de la Iglesia, como asimismo las de los escritores profanos.

Trabé buena amistad con el bibliotecario mayor, frey Mateo de la Laguna se llamaba; era clérigo de mucha edad pero muy despierto y con una prodigiosa memoria. Nada más tener noción de que yo era un Monroy, se sorprendió mucho, como cuantos ancianos en el convento iban enterándose de mi apellido.

Por el bibliotecario supe muchas cosas de mis antepasados. Me contó la historia de don Hernando de Monroy, apodado
El Bezudo
, el cual fue hijo de don Rodrigo de Monroy y de doña Mencía Alonso de Orellana. Este aguerrido militar, famoso por su gran fuerza física, participó en la guerra de Granda con sus huestes y mesnadas, ganándose fama de buen luchador y arriesgado capitán. Resultó que este famoso caballero era mi tatarabuelo, por ser el padre de doña Beatriz de Monroy, mi abuela paterna.

Pero en el sacro convento de San Benito había dejado especial recuerdo aquel don Alonso de Monroy y Sotomayor, hijo del señor de Belvís, que llegó a ser clavero de la Orden de Alcántara, cargo que desempeñó hasta su muerte.

—¡Oh, cómo lo recuerdo! —me dijo frey Mateo—. Era el clavero un caballero alto de cuerpo y muy membrudo. ¡El hombre más recio que he visto! Llegó a ser famoso por su gran fuerza física, su habilidad con las armas y su indómito y rebelde espíritu, que le hizo enfrentarse nada menos que al Maestre de Alcántara, que por entonces era don Gómez de Solís, contra quien estuvo en lid por las rentas y beneficios de la Orden. ¡Qué tiempos aquéllos! ¡Guanta pendencia! Recuerdo que era yo apenas un muchacho imberbe de catorce años cuando conocí a don Alonso de Monroy, que ya peinaba canas, y era aún el más fornido caballero que pudiera verse…

Se me despertaba una gran curiosidad al saber esas viejas historias que nadie en mi familia relataba, supongo que a causa de cierta vergüenza por tratarse de una saga de pendencias sin cuento. Aunque ahora, pasado un siglo, ¿a quién podían perjudicar ya las banderías y guerras nobiliarias de los antepasados?

A finales de marzo regresó al fin el prior para celebrar la Semana Santa en el convento. Por entonces ostentaba ese cargo frey Miguel de Siles, el cual era hombre impetuoso, enérgico y autoritario. Me recibió en su despacho el sábado anterior al Domingo de Ramos y leyó delante de mí la carta que me envió don Francisco de Toledo, visiblemente admirado. Con agradable llaneza me dijo:

—El ingreso en nuestra Orden no ha de ser por motivos mundanos, como ganar aína fortuna y gloria. La regla de san Benito que obedecemos nos manda seguir la única finalidad de la vida monástica: el perfeccionamiento del cristiano.

—Lo sé —asentí—. He venido aquí con el solo propósito de servir a Dios y a la causa de nuestro católico rey.

—Confío en que sea tu corazón el que habla y no tu boca sin la aquiescencia del fuero interno.

—Vuestra paternidad sabrá que he sido cautivo —le dije—. Quien ha padecido esa situación, con el sufrimiento que conlleva, y ha sobrevivido, no tiene en el corazón otra cosa que agradecimiento al Creador. No he venido aquí con ánimo de engaño.

—Buena cosa es eso, señor Monroy, y me alegra escucharlo en estos difíciles tiempos. No todos los jóvenes de nobles linajes acuden a vestir los hábitos de las órdenes de caballería con sinceras y pías intenciones; sino que abundan también pretendientes con otros propósitos de los que guiaron el pensamiento de nuestro fundador san Benito. A los conventos acuden toda suerte de náufragos de la vida; muchachos díscolos desechados por sus casas, mozos segundones enviados al claustro para que no graven las haciendas familiares y muchos aprovechados que pretenden el beneficio perpetuo de las encomiendas sin ánimo de virtud y piedad.

—No es mi caso. No he dado yo pasos algunos para buscar el ingreso en la Orden. Fue don Francisco de Toledo animado por mi general don Álvaro de Sande quien tuvo a bien hacerme la propuesta.

—Lo sé. —Sonrió por primera vez, aunque de forma levísima—. Ambos caballeros me han informado muy bien acerca de vuestra merced. Ya tengo noticia de que es disciplinado y capaz de sufrir abnegadamente cualquier contrariedad. Mas no basta eso para ser freile de esta santa Orden. Se precisa además conocer bien la Regla y manifestar como candidato el deseo ferviente de ingresar en esta religión y caballería. Por lo cual se impone un tiempo de noviciado, aquí, en el sacro convento de San Benito de Alcántara. Por otra parte, la existencia del claustro, con sus votos y ascetismo, la vida en común, reglamentada para el servicio de Dios y para el trabajo, y la disciplina severa, tienen que imprimir por fuerza en aquel que mora aquí una manera especial de ser.

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