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Authors: Italo Calvino

El caballero inexistente (8 page)

BOOK: El caballero inexistente
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Se ejercitaba en tirar con el arco, delante de su tienda, cuando Rambaldo, que iba buscándola ansiosamente, le vio por primera vez la cara. Vestía una pequeña túnica corta; los brazos desnudos tensaban el arco; el rostro con el esfuerzo estaba un poco hosco; los cabellos estaban atados en la nuca y caían después en una gran cola desparramada. Pero la mirada de Rambaldo no se detuvo en ninguna observación detallada: vio en conjunto a la mujer, su cuerpo, sus colores, y no podía ser sino ella, aquella a la que, casi sin haberla visto todavía, deseaba desesperadamente; y ya para él no podía ser distinta.

La flecha salió del arco, se clavó en el palo del blanco en la línea exacta de otras tres que ya había hincado.

—¡Te desafío con el arco! —dijo Rambaldo corriendo hacia ella.

Así corre siempre el joven hacia la mujer: pero ¿es realmente amor por ella lo que lo empuja? ¿O es más bien amor de sí mismo, búsqueda de una certeza de que existe que sólo la mujer puede darle? Corre y se enamora el joven, inseguro de sí, feliz y desesperado, y para él la mujer es aquella que con seguridad existe, y sólo ella puede darle esa prueba. Pero la mujer, también ella existe y no existe: hela aquí frente a él, temblorosa también ella, insegura, ¿cómo puede el joven no entenderlo? ¿Qué importa cuál de los dos es el fuerte y cuál el débil? Son iguales. Pero el joven no lo sabe porque no quiere saberlo: aquella de quien tiene hambre es la mujer que existe, la mujer cierta. Ella, en cambio, sabe más cosas; o menos; sea como fuere sabe cosas distintas; ahora es una distinta manera de ser lo que busca; realizan juntos una competición de arqueros; ella le regaña y no lo considera; él no sabe que es por jugar. A su alrededor, los pabellones del ejército de Francia, los estandartes al viento, las filas de caballos que comen finalmente cebada. Los sirvientes preparan la mesa de los paladines. Éstos, esperando la hora de comer, forman corrillos por allí cerca, viendo a Bradamante que tira al arco con el muchacho. Bradamante dice:

—Das en el blanco, pero siempre por casualidad.

—¿Por casualidad? ¡Si no fallo ni una!

—¡Aunque acertaras cien flechas, sería siempre por casualidad!

—Entonces ¿qué es lo que no ocurre por casualidad? ¿Quién sale airoso que no sea por casualidad?

Por un extremo del campamento pasaba lentamente Agilulfo; de la armadura blanca colgaba un largo manto negro; caminaba por allí como quien no quiere mirar, pero sabe que lo miran y cree que debe demostrar que no le importa mientras que en cambio sí que le importa, pero de otra forma a como los demás podrían entender.

—Caballero, ven tú a demostrar cómo se hace… —La voz de Bradamante ya no tenía su habitual tono despreciativo, e incluso su actitud había perdido altivez. Había dado dos pasos hacia adelante en dirección a Agilulfo, tendiéndole el arco con una flecha ya armada.

Lentamente Agilulfo se acercó, tomó el arco, se echó para atrás el manto, clavó los pies uno delante y otro atrás, y movió hacia adelante brazos y arco. Sus movimientos no eran los de los músculos y los nervios que tratan de aproximarse al punto de mira: él ponía en su lugar unas fuerzas en un orden deseado, fijaba la punta de la flecha en la línea invisible del blanco, movía el arco lo necesario y no más, y tiraba, la flecha no podía más que alcanzar el objetivo. Bradamante gritó:

—¡Éste sí que es un disparo!

A Agilulfo no le importaba nada, apretaba en sus firmes manos de hierro el arco que aún vibraba; luego lo dejaba caer; se amparaba en el manto, manteniéndolo cerrado con los puños sobre el peto de la coraza; y de este modo, se alejaba. No tenía nada que decir y no había dicho nada.

Bradamante recogió el arco, lo alzó con los brazos extendidos mientras sacudía su cola sobre la espalda.

—¿Quién, qué otro podrá tirar con el arco con tanta nitidez? ¿Quién podrá ser preciso y absoluto en todos sus actos como él? —y hablando así pegaba patadas a terrones herbosos, rompía flechas contra las empalizadas. Agilulfo ya estaba lejos y no se volvía; la cimera iridiscente estaba doblada hacia adelante como si caminase inclinado, con los puños cerrados sobre el peto, arrastrando el negro manto.

De entre los guerreros que se habían juntado por allí, alguno se sentó en la hierba para deleitarse con la escena de Bradamante que desvariaba.

—Desde que le dio por enamorarse de Agilulfo, desgraciada, no vive tranquila…

—¿Cómo? ¿Qué habéis dicho? —Rambaldo, cogiendo al vuelo la frase, agarró por un brazo al que había hablado.

—Eh, pichón, ¡ya puedes hinchar el tórax con nuestra paladina! ¡A ella, ahora, ya sólo le gustan las corazas limpias por dentro y por fuera! ¿No lo sabes que está enamorada como una loca de Agilulfo?

—Pero cómo puede ser… Agilulfo… Bradamante… ¿Cómo se entiende?

—Se entiende que cuando una ha satisfecho la apetencia de todos los hombres existentes, la única apetencia que le queda puede ser sólo la de un hombre que no existe en absoluto…

Para Rambaldo ya se había convertido en una tendencia natural, a cada momento de duda o descorazonamiento, el deseo de localizar al caballero de la blanca armadura. También ahora lo sintió, pero no sabía si era aún para pedirle consejo o ya para enfrentarse con él como un rival.

—Eh, rubia, ¿no es un poco endeble para la cama? —la increpaban los compañeros de armas. Esta de Bradamante debía de ser una bien triste decadencia: era imposible que antes hubiesen tenido el coraje de hablarle en ese tono.

—Di —insistían aquellos impertinentes—, y si lo desnudas, luego, ¿a qué echas mano? —y se reían a carcajadas.

En Rambaldo el doble dolor de oír hablar así de Bradamante y de oír hablar así del caballero y la rabia de comprender que en aquella historia él no tenía nada que ver, que nadie podía considerarlo parte litigante, se mezclaban en un mismo abatimiento.

Bradamante ahora se había armado de un látigo y empezó a voltearlo en el aire dispersando a los curiosos, y a Rambaldo con ellos.

—¿Y no creéis que soy lo bastante mujer como para conseguir de cualquier hombre que haga todo lo que debe hacer?

Aquéllos corrían, chillando:

—¡Huy! ¡Huy! ¡Si quieres que le prestemos algo nosotros, Bradamá, no tienes más que decírnoslo!

Rambaldo, empujado por los otros, siguió el cortejo de los guerreros ociosos, hasta que se dispersaron. De regresar con Bradamante ya no tenía deseos; e incluso la compañía de Agilulfo, ahora, le habría resultado molesta. Por casualidad se había encontrado a su lado a otro joven, llamado Torrismundo, hijo pequeño de los duques de Cornualles, que caminaba mirando al suelo, hosco, silbando. Rambaldo siguió caminando junto a este joven que le era casi desconocido. Y como quiera que sentía la necesidad de desfogarse, rompió a hablar.

—Yo soy nuevo aquí, no sé, no es como creía, todo se escapa, no se llega nunca, no se entiende.

Torrismundo no alzó los ojos, sólo interrumpió por un momento su sombrío silbido, y dijo:

—Todo es un asco.

—Hombre, ves —respondió Rambaldo—, yo no sería tan pesimista, hay momentos en que me siento lleno de entusiasmo, incluso de admiración, me parece entenderlo todo, por fin, y me digo: si ahora he encontrado el ángulo justo para ver las cosas, si la guerra en el ejército franco es toda así, esto es realmente lo que soñaba. En cambio no puedes estar nunca seguro de nada…

—¿Y de qué quieres estar seguro? —lo interrumpió Torrismundo—. Enseñas, grados, pompas, nombres… Todo es fachada. Los escudos con las hazañas y los emblemas de los paladines no son de hierro: son papel, que lo puedes atravesar de parte a parte con un dedo.

Habían llegado a una charca. Sobre las piedras de la orilla saltaban las ranas, croando. Torrismundo se había vuelto hacia el campamento e indicaba los estandartes altos sobre las empalizadas con un gesto como si quisiera borrarlo todo.

—Pero el ejército imperial —objetó Rambaldo, cuyo desahogo de amargura había quedado sofocado por la furia de negación del otro, y ahora trataba de no perder el sentido de las proporciones para volver a encontrar un sitio para sus propios dolores—, el ejército imperial, hay que admitirlo, combate por una santa causa y defiende a la cristiandad contra el infiel.

—No hay defensa ni ofensa, no hay sentido de nada —dijo Torrismundo—. La guerra durará hasta el final de los siglos y nadie ganará o perderá, nos quedaremos parados unos frente a otros para siempre. Y sin los unos los otros no serían nada, y a estas alturas tanto nosotros como ellos hemos olvidado por qué combatimos… ¿Oyes estas ranas? Todo lo que hacemos tiene tanto sentido y tanto orden como su croar, su saltar del agua a la orilla y de la orilla al agua…

—Para mí no es así —dijo Rambaldo—, para mí, al contrario, todo está demasiado encasillado, regulado… Veo la virtud, el valor, pero es todo tan frío… Que haya un caballero que no existe, te lo confieso, me da miedo… Y sin embargo lo admiro, es tan perfecto en todo lo que hace, da más seguridad que si existiera, y casi —enrojeció— comprendo a Bradamante… Agilulfo es sin duda el mejor caballero de nuestro ejército…

—¡Bah!

—¿Cómo bah?

—También él es una ilusión, peor que los demás.

—¿Qué quieres decir con ilusión? Todo lo que hace, lo hace en serio.

—¡Nada! Todo son cuentos… No existe ni él, ni las cosas que hace, ni las que dice, nada, nada…

—Pero entonces, ¿cómo se las apañaría, con la desventaja en que se encuentra respecto a los demás, para ocupar en el ejército el puesto que ocupa? ¿Sólo por el nombre?

Torrismundo permaneció un momento en silencio, luego dijo bajito:

—Aquí hasta los nombres son falsos. Si quisiera haría que todo se fuera al cuerno. No nos queda ni la tierra en que posar los pies.

—Pero entonces, ¿no hay nada que se salve?

—Quizá. Pero no aquí.

—¿Quién? ¿Dónde?

—Los caballeros del Santo Grial.

—¿Y dónde están?

—En los bosques de Escocia.

—¿Los has visto?

—No.

—¿Y cómo tienes noticias de ellos?

—Lo sé.

Callaron. Se oía sólo el croar de las ranas. A Rambaldo le estaba entrando miedo de que aquel croar lo dominase todo, lo ahogase también a él en un verde, viscoso, ciego latir de branquias. Pero se acordó de Bradamante, de cómo había aparecido en la batalla, con la espada alzada, y toda esta turbación estaba ya olvidada: no veía llegar la hora de batirse y llevar a cabo proezas ante sus ojos de esmeralda.

VII

Cada una cumple su penitencia, aquí en el convento, su manera de ganarse la salvación eterna. A mí me ha tocado ésta de escribir historias: es dura, muy dura. Fuera es soleado verano, del valle llega un vocerío y un chapotear de agua, mi celda está arriba y desde la pequeña ventana veo un recodo del río, y a jóvenes campesinos desnudos que se bañan, y, más allá, detrás de un grupo de sauces, a muchachas, que, sin ropas también ellas, bajan a bañarse. Uno, nadando bajo el agua, ha aparecido ahora de repente para verlas y ellas lo señalan con gritos. Podría estar allí yo también, y en buena compañía, con jóvenes iguales a mí, y criadas y sirvientes. Pero nuestra santa vocación quiere que se anteponga a los caducos goces del mundo algo que luego queda. Que queda… si es que este libro, y todos nuestros actos de piedad, realizados con el corazón reducido a cenizas, no son también ellos cenizas… más cenizas que los actos sensuales allá en el río, trepidantes de vida y que se propagan como círculos en el agua… Una se pone a escribir con ahínco, pero llega un momento en que la pluma no garabatea más que polvorienta tinta, y ya no fluye ni una gota de vida, y la vida transcurre toda fuera, fuera de la ventana, fuera de ti, y te parece que nunca más podrás refugiarte en la página que escribes, abrir otro mundo, dar el salto. Quizá es mejor así: quizá cuando escribías alegremente no era milagro ni gracia: era pecado, idolatría, soberbia. ¿Estoy libre de ellos, ahora? No, escribiendo no he cambiado para bien: sólo he consumido un poco de ansiosa e inconsciente juventud. ¿Qué me valdrán estas páginas desairadas? El libro, el voto, no valdrá más de lo que tú vales. Que escribiendo se salve el alma, nadie lo ha dicho. Escribes, escribes, y tu alma ya está perdida.

Entonces, ¿queréis que vaya a la madre abadesa y le suplique que me cambie de trabajo, que me mande sacar agua del pozo, hilar cáñamo, desgranar guisantes? Es inútil. Continuaré según mi deber de monja escribiente, lo mejor que pueda. Ahora me toca contar el banquete de los paladines.

Contra todas las reglas imperiales de etiqueta, Carlomagno iba a sentarse a la mesa antes de la hora, cuando todavía no había otros comensales. Se sienta y empieza a picar pan o queso o aceitunas o pimientos, en fin, todo lo que ya está en la mesa. Y no sólo eso, sino que se sirve con las manos. A menudo el poder absoluto hace perder todo freno incluso a los soberanos más templados y engendra la arbitrariedad.

Llegaban poco a poco los paladines, con los hermosos uniformes de ceremonia que entre brocados y encajes muestran, no obstante, las mallas de hierro de las cotas, pero de esas de agujeros más anchos, y corazas de las de paseo, brillantes como espejos, pero que basta una estocada para hacerlas añicos. El primero es Orlando que se pone a la diestra de su tío el emperador, después Reinaldo de Montalbán, Astulfo, Angelino de Bayona, Ricardo de Normandía y todos los demás.

A un extremo de la mesa se iba a sentar Agilulfo, siempre con su armadura de combate sin mácula. ¿Qué venía a hacer a la mesa, él que no tenía ni nunca tendría apetito, ni un estómago que llenar, ni una boca a la que acercar el tenedor, ni un paladar para regarlo con vino de Borgoña? Y sin embargo, nunca falta a estos banquetes que se prolongan durante horas —él que sabría emplearlas mucho mejor, esas horas, en operaciones pertinentes al servicio. Empero, tiene derecho, como todos los demás, a un puesto en la mesa imperial, y lo ocupa; y cumple con el ceremonial del banquete con el mismo cuidado meticuloso que despliega en cualquier otro ceremonial de la jornada.

Los platos son los habituales del ejército: pavo relleno, oca al asador, estofado de buey, lechones, anguilas, doradas. Los pajes apenas han tenido tiempo de presentar las bandejas y ya los paladines se echan encima, agarran con las manos, despedazan, se pringan las corazas, salpican salsa por todas partes. Hay más confusión que en la batalla: soperas que se vuelcan, pollos asados que vuelan, y los pajes retiran las fuentes antes de que un glotón las vacíe en su escudilla.

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