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Authors: Antonio Skármeta

Tags: #Relato

El cartero de Neruda (5 page)

BOOK: El cartero de Neruda
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—Se le ha juntado mucha correspondencia a Neruda. Yo la ando trayendo para que no se pierda.

La mujer se cruzó de brazos y alzando su arisca nariz, dijo:

—Bueno, ¿y pa'qué me cuenta todo eso? ¿O acaso quiere meterme conversa?

Estimulado por este fraternal diálogo, en el crepúsculo del mismo día y cuando el sol naranja haría las delicias de aprendices de bardos y enamorados, sin darse cuenta que la madre de la muchacha le observaba desde el balcón de su casa, siguió los pasos de Beatriz por la playa y a la altura de los roqueríos, con el corazón en la mandíbula, le habló. Al comienzo con vehemencia, pero luego, como si él fuera una marioneta y Neruda su ventrílocuo, logró una fluidez que permitió a las imágenes tramarse con tal encanto, que la charla, o mejor dicho el recital, duró hasta que la oscuridad fue perfecta.

Cuando Beatriz volvió del roquerío directamente a la hostería, y levantó sonámbula de la mesa una botella a medio consumir que dos pescadores aligeraban tarareando el bolero
La vela
de Roberto Lecaros, provocándoles estupor, para luego avanzar con el mal habido licor hacia su casa, la madre se dijo que era hora de cerrar, condonó el pago del frustrado consumo a sus clientes, los acompañó hasta la puerta, y puso en acción el candado.

La encontró en la habitación expuesta al viento otoñal, la mirada acosada por la oblicua luna llena, la penumbra difusa sobre la colcha, la respiración alborotada.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Estoy pensando.

De un manotazo accionó el interruptor, y la luz agredió su rostro huido.

—Si estás pensando, quiero ver qué cara pones cuando piensas. —Beatriz se cubrió los ojos con las manos—. ¡Y con la ventana abierta en pleno otoño!

—Es mi pieza, mamá.

—Pero las cuentas del médico las pago yo. Vamos a hablar claro, hijita. ¿Quién es él?

—Se llama Mario.

—¿Y qué hace?

—Es cartero.

—¿Cartero?

—¿Que no le vio el bolsón?

—Claro que le vi el bolsón. Y también vi para qué usó el bolsón. Para meter una botella de vino.

—Porque ya había terminado el reparto.

—¿A quién le lleva cartas?

—A don Pablo.

—¿Neruda?

—Son amigos, pues.

—¿Él te lo dijo?

—Yo los vi juntos. El otro día estuvieron conversando en la hostería.

—¿De qué hablaron?

—De política.

—¡Ah, además es comunista!

—Mamá, Neruda va a ser presidente de Chile.

—Mijita, si usted confunde la poesía con la política, lueguito va a ser madre soltera. ¿Qué te dijo?

Beatriz tuvo la palabra en la punta de la lengua, pero la adobó algunos segundos con su cálida saliva.

—Metáforas.

La madre se aferró a la perilla del rústico catre de bronce, apretándola hasta convencerse de que podía derretirla.

—¿Qué le pasa mamá? ¿Qué se quedó pensando?

La mujer vino al lado de la chica, se dejó desvanecer sobre el lecho, y con voz desfalleciente, dijo:

—Nunca te oí una palabra tan larga. ¿Qué «metáforas» te dijo?

—Me dijo… Me dijo que mi sonrisa se extiende como una mariposa en mi rostro.

—¿Y qué más?

—Bueno, cuando dijo eso, yo me reí.

—¿Y entonces?

—Entonces dijo una cosa de mi risa. Dijo que mi risa era una rosa, una lanza que se desgrana, un agua que estalla. Dijo que mi risa era una repentina ola de plata.

La mujer humedeció con la lengua trémula sus labios.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Me quedé callada.

—¿Y él? .

—¿Qué más me dijo?

—No, mijita. ¡Qué más le hizo! Porque su cartero además de boca ha de tener manos.

—No me tocó en ningún momento. Dijo que estaba feliz de estar tendido junto a una joven pura, como a la orilla de un océano blanco.

—¿Y tú?

—Yo me quedé callada pensando.

—¿Y él?

—Me dijo que le gustaba cuando callaba porque estaba como ausente.

—¿Y tú?

—Yo lo miré.

—¿Y él?

—El me miró también. Y después dejó de mirarme a los ojos y se estuvo un largo rato mirándome el pelo, sin decir nada, como si estuviera pensando. Y entonces me dijo: «me falta tiempo para celebrar tus cabellos, uno por uno debo contarlos y alabarlos».

La madre se puso de pie y cruzó delante de su pecho las palmas de las manos, horizontales como los filos de una guillotina.

—Mijita, no me cuente más. Estamos frente a un caso muy peligroso. Todos los hombres que primero tocan con la palabra, después llegan más lejos con las manos.

—¡Qué van a tener de malo las palabras! —dijo Beatriz abrazándose a la almohada.

—No hay peor droga que el bla-bla. Hace sentir a una mesonera de pueblo como una princesa veneciana. Y después, cuando viene el momento de la verdad, la vuelta a la realidad, te das cuenta de que las palabras son un cheque sin fondo. ¡Prefiero mil veces que un borracho te toque el culo en el bar, a que te digan que una sonrisa tuya vuela más alto que una mariposa!

—¡Se
extiende
como una mariposa! —saltó Beatriz.

—¡Que vuele o que se extienda da lo mismo! ¿Y sabes por qué? Porque detrás de las palabras no hay nada. Son luces de bengala que se deshacen en el aire.

—Las palabras que me dijo Mario no se han deshecho en el aire. Las sé de memoria y me gusta pensar en ellas cuando trabajo.

—Ya me di cuenta. Mañana haces tu maleta y te vas unos días donde tu tía en Santiago.

—No quiero.

—Tu opinión no me importa. Esto se puso grave.

—¡Qué tiene de grave que un cabro te hable! ¡A todas las chiquillas les pasa!

La madre hizo un nudo en su chal.

—Primero, que se nota a la legua que las cosas que te dice se las ha copiado a Neruda.

Beatriz dobló el cuello y miró la pared como si se tratara del horizonte.

—¡No, mamá! Me miraba y le salían palabras como pájaros de la boca.

—Como «pájaros de la boca». ¡Esa misma noche haces tu maleta y partes a Santiago! ¿Sabes cómo se llama cuando uno dice cosas de otro y lo oculta? ¡Plagio! Y tu Mario puede ir a dar a la cárcel por andarte diciendo… ¡metáforas! Yo misma voy a telefonear al poeta, y le voy a decir que el cartero le anda robando los versos.

—¡Cómo se le ocurre, 'ñora, que don Pablo va a andar preocupándose de eso! Es candidato a la presidencia de la república, a lo mejor le dan el Premio Nobel, y usted le va a ir a conventillear por un par de metáforas.

La mujer se pasó el pulgar por la nariz igual que los boxeadores profesionales.

—«Un par de metáforas». ¿Te has visto cómo estás?

Agarró a la chica de la oreja y la trajo hacia arriba, hasta que sus narices quedaron muy juntas.

—¡Mamá!

—Estás húmeda como una planta. Tienes una calentura, hija, que sólo se cura con dos medicinas. Las cachas o los viajes. —Soltó el lóbulo de la muchacha, extrajo la valija desde abajo del catre y la derramó sobre la colcha—. ¡Vaya haciendo su maleta!

—¡No pienso! ¡Me quedo!

—Mijita, los ríos arrastran piedras y las palabras embarazos. ¡La maletita!

—Yo sé cuidarme.

—¡Qué va a saber cuidarse usted! Así como la estoy viendo acabaría con el roce de una uña. Y acuérdese que yo leía a Neruda mucho antes que usted. No sabré yo que cuando los hombres se calientan, hasta el hígado se les pone poético.

—Neruda es una persona seria. ¡Va a ser presidente!

—Tratándose de ir a la cama no hay ninguna diferencia entre un presidente, un cura o un poeta comunista. ¿Sabes quién escribió «amo el amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa, no vuelven nunca más»?

—¡Neruda!

—¡Claro, pu', Neruda! ¿Y te quedas tan chicha fresca?

—¡Yo no armaría tanto escándalo por un beso!

—Por el beso no, pero el beso es la chispa que arma el incendio. Y aquí tienes otro verso de Neruda: «Amo el amor que se reparte, en besos,
lecho
y pan». O sea, mijita, hablando en plata, la cosa es hasta con desayuno en la cama.

—¡Mamá! .

—Y después su cartero le va a recitar el inmortal poema nerudiano que yo escribí en mi álbum, cuando tenía su misma edad, señorita: «Yo no lo quiero, amada, para que nada nos amarre, para que no nos una nada».

—Eso no lo entendí.

La madre fue armando con sus manos un imaginario globito que comenzaba a inflarse sobre su ombligo, alcanzaba su cenit a la altura del vientre, y declinaba al inicio de los muslos. Este fluido movimiento lo acompañó sincopando el verso en cada una de sus sílabas: «Yo-no-lo-quie-ro a-ma-da pa-ra que na-da nos a-ma-rre pa-ra que no nos u-na na-da».

Perpleja la chica terminó de seguir el turgente desplazamiento de los dedos de su madre y entonces, inspirada en la señal de viudez alrededor del anular de su mano, preguntó con la voz de un pajarito:

—¿El anillo?

La mujer había jurado no llorar más en su vida después de la muerte de su legítimo marido y padre de Beatriz, hasta que hubiera otro difunto tan querido en la familia. Mas esta vez, por lo menos una lágrima pugnó por saltarle de sus córneas.

—Sí, mijita. El anillo. Haga su maletita tranquilita, no más.

La muchacha mordió la almohada, y después, mostrando que esos dientes, aparte de seducir, podían deshilachar tanto telas como carnes, vociferó:

—¡Esto es ridículo! ¡Porque un hombre me dijo que la sonrisa me aleteaba en la cara como una mariposa, tengo que irme a Santiago!

—¡No sea pajarona! —reventó también la madre—. ¡
Ahora
tu sonrisa es una mariposa, pero mañana tus tetas van a ser dos palomas que quieren ser arrulladas, tus pezones van a ser dos jugosas frambuesas, tu lengua va a ser la tibia alfombra de los dioses, tu culo va a ser el velamen de un navío, y la cosa que ahora te humea entre las piernas va a ser el horno azabache donde se forja el erguido metal de la raza! ¡Buenas noches!

9

Una semana anduvo Mario con las metáforas atragantadas en la garganta. Beatriz, o estaba presa en su habitación, o salía a hacer las compras o a pasear hasta las rocas con las garras de la madre en su antebrazo. Las seguía a mucha distancia escamoteándose entre las dunas, con la certidumbre de que su presencia era una roca sobre la nuca de la señora. Cada vez que la chica se daba vuelta, la mujer la enderezaba con un tirón de orejas, no por protector menos doloroso.

Por las tardes, oía inconsolable
La vela
desde las afueras de la hostería, con la esperanza de que alguna sombra se la trajera en esa minifalda que hasta alturas soñaba levantar con la punta de su lengua. Con mística juvenil, decidió no aliviar mediante ningún arte manual la fiel y creciente erección que disimulaba bajo los volúmenes del vate por el día, y que se prohibía hasta la tortura por las noches. Se imaginaba, con perdonable romanticismo, que cada metáfora acuñada, cada suspiro, cada anticipo de la lengua de ella en sus lóbulos, entre sus piernas, era una fuerza cósmica que nutría su esperma. Con hectólitros de esa mejorada sustancia haría levitar de dicha a Beatriz González, el día en que Dios se decidiera a probar que existía poniéndola en sus brazos, ya fuera vía infarto de miocardio de la madre o rapto famélico.

Fue el domingo de esa semana cuando el mismo camión rojo que se había llevado a Neruda dos meses antes, lo trajo de vuelta a su refugio de isla Negra. Sólo que ahora, el vehículo venía forrado en carteles de un hombre con rostro de padre severo, pero con tierno y noble pecho de palomo. Debajo de cada uno de ellos, decía su nombre: Salvador Allende.

Los pescadores comenzaron a correr tras el camión, y Mario probó con ellos sus escasas dotes de atleta. En el portón de la casa, Neruda, el poncho doblado sobre el hombro, y su clásico jockey, improvisó un breve discurso que a Mario le pareció eterno:

—Mi candidatura agarró fuego —dijo el vate, oliendo el aroma de ese mar que también era su casa—. No había sitio donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme ante aquellos centenares de hombres y mujeres del pueblo que me estrujaban, besaban y lloraban. A todos ellos les hablaba o les leía mis poemas. A plena lluvia, a veces, en el barro de calles y caminos. Bajo el viento austral que hace tiritar a la gente. Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones. Cada vez acudían más mujeres.

Los pescadores rieron.

—Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo, si salía elegido presidente de la república. Entonces llegó la buena noticia. —El poeta extendió su brazo señalando los carteles sobre el camión—. Allende surgió como candidato único de todas las fuerzas de la Unidad Popular. Previa aceptación de mi partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura. Ante una inmensa y alegre multitud, hablé yo para renunciar y Allende para postularse.

Su auditorio aplaudió con una fuerza superior al número allí congregado, y cuando Neruda descendió de la pisadera, ávido de reencontrarse con su escritorio, caracoles, versos interrumpidos y mascarones de proa, Mario lo abordó con dos palabras que sonaron como una súplica.

—Don Pablo…

El poeta hizo un sutil movimiento, digno de torero, y evadió al muchacho.

—Mañana —le dijo—, mañana.

Esa noche el cartero entretuvo su insomnio contando estrellas, mascándose las uñas, apurando un áspero vino tinto y rascándose las mejillas.

Cuando al día siguiente el telegrafista presenció el espectáculo de sus restos mortales, antes de entregarle la correspondencia del vate, apiadose, y le confidenció el único alivio realista que pudo pergueñar:

—Beatriz es ahora una belleza. Pero dentro de cincuenta años será una vieja. Consuélate con ese pensamiento.

Enseguida le extendió el paquete con el correo, y al soltar el elástico que lo ataba, una carta llamó de tal manera la atención del muchacho, que otra vez abandonó el resto sobre el mesón.

Encontró al poeta ambientándose con un opíparo desayuno en la terraza, mientras las gaviotas revoloteaban aturdidas por el reflejo del sol tajante sobré el mar.

—Don Pablo —sentenció con voz trascendente— le traigo una carta.

El poeta saboreó un sorbo de su penetrante café y levantó los hombros.

—Siendo tú cartero, no me extraña.

—Como amigo, vecino y compañero, le pido que me la abra y me la lea.

—¿Qué te lea una carta mía?

—Sí, porque es de la madre de Beatriz.

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