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Authors: Antonio Skármeta

Tags: #Relato

El cartero de Neruda (7 page)

BOOK: El cartero de Neruda
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Habían alcanzado el portón y lo abrió con gesto rotundo. Pero hasta la barbilla de Mario se puso pétrea cuando fue empujado levemente hacia el camino.

—Poeta y compañero —dijo decidido—. Usted me metió en este lío, y usted de aquí me saca. Usted me regaló sus libros, me enseñó a usar la lengua para algo más que pegar estampillas. Usted tiene la culpa de que yo me haya enamorado.

—¡No, señor! Una cosa es que yo te haya regalado un par de mis libros, y otra bien distinta es que te haya autorizado a plagiarlos. Además, le regalaste el poema que yo escribí para Matilde.

—¡La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa!

—Me alegra mucho la frase tan democrática., pero no llevemos la democracia al extremo de someter a votación dentro de la familia quién es el padre.

En un arrebato, el cartero abrió su bolsón y extrajo una botella de vino de la marca predilecta del poeta. El vate no pudo evitar que a la sonrisa siguiera una ternura muy semejante a la compasión. Avanzaron hasta la sala, levantó el fono y discó.

—¿Señora Rosa viuda de González? Le habla otra vez Pablo Neruda.

Aunque Mario quiso oír la réplica por el auricular, ésta sólo alcanzó el sufrido tímpano del poeta.

—«Y aunque fuera Jesús con sus doce apóstoles. El cartero Mario Jiménez jamás entrará en esta casa».

Acariciándose el lóbulo, Teruda hizo vagar su mirada hacia el cenit.

—Don Pablo, ¿qué le pasa?

—Nada, hombre, nada. Sólo que ahora sé lo que siente un boxeador cuando lo noquean al primer round.

10

La noche del cuatro de septiembre, una noticia mareadora giró por el mundo: Salvador Allende había ganado las elecciones en Chile, como el primer marxista votado democráticamente.

La hostería de doña Rosa se vio en pocos minutos desbordada por pescadores, turistas primaverales, colegiales con licencia para hacer la cimarra al día siguiente y por el poeta Pablo Neruda, quien, con estrategia de estadista, abandonó su refugio sorteando los telefonazos de larga distancia de las agencias internacionales que querían entrevistarlo. El augurio de días mejores hizo que el dinero de los clientes fuera administrado con ligereza, y Rosa no tuvo más remedio que librar del cautiverio a Beatriz, para que la asistiera en la celebración.

Mario Jiménez se mantuvo a imprudente distancia. Cuando el telegrafista desmontó de su impreciso Ford 40 uniéndose a la fiesta, el cartero lo asaltó con una misión que la euforia política de su jefe recibió con benevolencia. Se trataba de un pequeño acto de celestinaje consistente en susurrarle a Beatriz, cuando las circunstancias lo permitieran, que él la esperaba en el cercano galpón donde se guardaban los aparejos de pesca.

El momento crucial se produjo cuando sorpresivamente el diputado Labbé hizo su entrada al local, con un terno blanco como su sonrisa, y, avanzando en medio de las pullas de los pescadores que le chistaban «sácate la cola» hasta el mesón donde Neruda aligeraba unas copas, le dijo con un gesto versallesco:

—Don Pablo, las reglas de la democracia son así. Hay que saber perder. Los vencidos saludan a los vencedores.

—Salud entonces, diputado —replicó Neruda, ofreciéndole un vino y levantando su propio vaso para chocarlo con el de Labbé. La concurrencia aplaudió, los pescadores gritaron «Viva Allende», luego «Viva Neruda», y el telegrafista administró con sigilo el mensaje de Mario, casi untando con sus labios el sensual lóbulo de la muchacha.

Desprendiéndose del chuico de vino y el delantal, la chica recogió un huevo del mesón, y fue avanzando descalza bajo los faroles de esa noche estrellada a la cita.

Al abrir la puerta del galpón, supo distinguir entre las confusas redes al cartero sentado sobre un banquillo de zapatero, el rostro azotado por la luz naranja de una lamparilla de petróleo. A su vez, Mario pudo identificar, convocando la misma emoción de entonces, la precisa minifalda y la estrecha blusa de aquel primer encuentro junto a la mesa del futbolito. Como concertados con su recuerdo, la muchacha alzó el oval y frágil huevo, y tras cerrar con el pie la puerta, lo puso cerca de sus labios. Bajándolo un poco hacia sus senos lo deslizó siguiendo el palpitante bulto con los dedos danzarines, lo resbaló sobre su terso estómago, lo trajo hasta el vientre, lo escurrió sobre su sexo, lo ocultó en medio del triángulo de sus piernas, entibiándolo instantáneamente, y entonces clavó una mirada caliente en los ojos de Mario. Éste hizo ademán de levantarse, pero la muchacha lo contuvo con un gesto. Puso el huevo sobre la frente, lo pasó sobre su cobriza superficie, lo montó sobre el tabique de la nariz y al alcanzar los labios se lo metió en la boca afirmándolo entre los dientes.

Mario supo en ese mismo instante, que la erección con tanta fidelidad sostenida durante meses era una pequeña colina en comparación con la cordillera que emergía desde su pubis, con el volcán de nada metafórica lava que comenzaba a desenfrenar su sangre, a turbarle la mirada, y a transformar hasta su saliva en una especie de esperma. Beatriz le indicó que se arrodillara. Aunque el suelo era de tosca madera, le pareció una principesca alfombra, cuando la chica casi levitó hacia él y se puso a su lado.

Un ademán de sus manos le ilustró que tenía que poner las suyas en canastilla. Si alguna vez obedecer le había resultado intragable, ahora sólo anhelaba la esclavitud. La muchacha se combó hacia atrás y el huevo, cual un ínfimo equilibrista, recorrió cada centímetro de la tela de su blusa y falda hasta irse a apañar en las palmas de Mario. Levantó la vista hacia Beatriz y vio su lengua hecha una llamarada entre los dientes, sus ojos turbiamente decididos, las cejas en acecho esperando la iniciativa del muchacho. Mario levantó delicadamente un tramo el huevo, cual si estuviera a punto de empollar. Lo puso sobre el vientre de la muchacha y con una sonrisa de prestidigitador lo hizo patinar sobre sus ancas, marcó con él perezosamente la línea del culo, lo digitó hasta el costado derecho, en tanto Beatriz, con la boca entreabierta, seguía con el vientre y las caderas sus pulsaciones. Cuando el huevo hubo completado su órbita el joven lo retornó por el arco del vientre, lo encorvó sobre la abertura de los senos, y alzándose junto con él, lo hizo recalar en el cuello. Beatriz bajó la barbilla y lo retuvo allí con una sonrisa que era más una orden que una cordialidad. Entonces Mario avanzó con su boca hasta el huevo, lo prendió entre los dientes, y apartándose, esperó que ella viniera a rescatarlo de sus labios con su propia boca. Al sentir por encima de la cáscara rozar la carne de ella, su boca dejó que la delicia lo desbordara. El primer tramo de su piel que untaba, que ungía, era aquel que en sus sueños ella cedía como el último bastión de un acoso que contemplaba lamer cada uno de sus poros, el más tenue pelillo de sus brazos, la sedosa caída de sus párpados, el vertiginoso declive de su cuello. Era el tiempo de la cosecha, el amor había madurado espeso y duro en su esqueleto, las palabras volvían a sus raíces. Este momento, se dijo, éste, este momento, este este este este este momento, este este este momento, éste. Cerró los ojos cuando ella retiraba el huevo con su boca. A oscuras la cubrió por la espalda mientras en su mente una explosión de peces destellantes brotaban en un océano calmo. Una luna inconmensurable lo bañaba, y tuvo la certeza de comprender, con su saliva sobre esa nuca, lo que era el infinito. Llegó al otro flanco de su amada, y una vez más prendió el huevo entre los dientes. Y ahora, como si ambos estuvieran danzando al compás de una música secreta, ella entreabrió el escote de su blusa y Mario hizo resbalar el huevo entre sus tetas. Beatriz desprendió su cinturón, levantó la asfixiante prenda, y el huevo fue a reventar al suelo, cuando la chica tiró de la blusa sobre su cabeza y expuso el dorso dorado por la lámpara de petróleo. Mario le bajó la trabajosa minifalda y cuando la fragante vegetación de su chucha halagó su acechante nariz, no tuvo otra inspiración que untarla con la punta de su lengua. En ese preciso instante, Beatriz emitió un grito nutrido de jadeo, de sollozo, de derroche, de garganta, de música, de fiebre, que se prolongó unos segundos, en que su cuerpo entero tembló hasta desvanecerse. Se dejó resbalar hasta la madera del piso, y después de colocarle un sigiloso dedo sobre el labio que la había lamido, lo trajo húmedo hasta la rústica tela del pantalón del muchacho, y palpando el grosor de su pico, le dijo con voz ronca:

—Me hiciste acabar, tonto.

11

La boda tuvo lugar dos meses después —expresión del telegrafista— de que se hubiera abierto el marcador. Rosa viuda de González, tallada en maternal perspicacia no pasó por alto que las lides, a partir de la regocijada inauguración del campeonato, empezaban a tener lugar en enfrentamientos matutinos, diurnos y nocturnos. La palidez del cartero se acentuó y no precisamente por los resfríos, de los cuales parecía haberse curado por obra de magia. Beatriz González, por su parte, según el cuaderno del cartero y testigos espontáneos, florecía, irradiaba, destellaba, resplandecía, fulguraba, rutilaba y levitaba. De modo que cuando un sábado por la noche, Mario Jiménez se hizo presente en la hostería a pedir la mano de la muchacha con la honda convicción de que su idilio sería tronchado por un escopetazo de la viuda que le volaría tanto la florida lengua cuanto los íntimos sesos, Rosa viuda de González, adiestrada en la filosofía del pragmatismo abrió una botella de
champagne
Valdivieso
demi-sec
, sirvió tres vasos que se rebalsaron de espuma, y dio curso a la petición del cartero sin una mueca, pero con una frase que reemplazó a la temida bala: «A lo hecho, pecho».

Esta consigna tuvo una suerte de colofón en la misma puerta de la iglesia, donde iba a santificarse lo irreparable, cuando el telegrafista, erudito en indiscreciones, miró el traje azul de tela inglesa de Neruda y exclamó cachondo:

—Se lo ve muy elegante, poeta.

Neruda se ajustó el nudo de la corbata de seda italiana, y dijo con marcada nonchalance:

—Es que estoy en ensayo general. Allende me acaba de nombrar embajador en París.

La viuda de González recorrió la geografía de Neruda, desde su calvicie hasta los zapatos de festivo brillo, y dijo:

—¡Pájaro que come, se vuela!

Mientras avanzaban por el pasillo hacia el altar, Neruda le confidenció a Mario una intuición.

—Mucho me temo, muchacho, que la viuda González está decidida a enfrentar la guerra de las metáforas con una artillería de refranes.

La fiesta fue breve por dos motivos. El egregio padrino tenía taxi en la puerta para transportarlo al aeropuerto, y los jóvenes esposos alguna prisa para debutar en la legalidad tras meses de clandestinaje. El padre de Mario, no obstante, se las amañó para infiltrar en el tocadiscos
Un vals para jazmín
de Tito Fernández el
Temucano
, mediante el cual echó un recio lagrimón evocando a su difunta esposa que «desde el cielo mira este día de dicha de Marito» y trajo a la pista de baile a doña Rosa, la cual se abstuvo de frases históricas mientras giraba en los brazos de ese hombre «pobre, pero honrado».

Los esfuerzos del cartero tendientes a conseguir que Neruda danzara una vez más
Wait a minute, Mr. Postman
por los Beatles, fracasaron. El poeta ya se sentía en misión oficial y no incurrió en deslices que pudieran alentar a la prensa de la oposición, que, a tres meses de gobierno de Allende, ya hablaban de un estrepitoso fracaso.

El telegrafista no sólo declaró la semana entrante feriado para su súbdito Mario Jiménez, sino que además lo liberó de asistir a las reuniones políticas donde se organizaba a las bases para movilizar las iniciativas del gobierno popular. «No se puede tener al mismo tiempo el pájaro en la jaula y la cabeza en la patria», proclamó con inhabitual riqueza metafórica.

Las escenas vividas en el rústico lecho de Beatriz durante los meses siguientes hicieron sentir a Mario que todo lo gozado hasta entonces era una pálida sinopsis del film, que ahora se ofrecía en la pantalla oficial en Cinerama y technicolor. La piel de la muchacha nunca se agotaba y cada tramo, cada poro, cada pliegue, cada vello, incluso cada rulo de su pubis, le parecía un nuevo sabor.

Al cuarto mes de estas deliciosas prácticas, Rosa viuda de González irrumpió una mañana en la habitación del matrimonio, tras haber aguardado con discreción el último gorjeo del orgasmo de su niña, y, sacudiendo las sábanas sin preámbulos, tiró al suelo los eróticos cuerpos que la cubrían. Dijo sólo una frase, que Mario oyó con terror tapándose lo que le colgaba entre las piernas.

—Cuando consentí que se casara con mi hija, supuse que ingresaba en la familia un yerno y no un cafiche.

El joven Jiménez la vio abandonar la pieza con un portazo memorable. Al buscar una mirada solidaria de Beatriz que apoyara su expresión ofendida, no encontró otra respuesta que un mohín severo de ella.

—Mi mamá tiene razón —dijo, con un tono que por primera vez le hizo sentir al muchacho que en sus venas corría la misma sangre de la viuda.

—¡Qué quieres que haga! —gritó con volumen suficiente, como para que toda la caleta se enterara—. Si el poeta está en París, no tengo a quién chucha repartirle cartas.

—Búscate un trabajo —le ladró su tierna novia.

—Yo no me casé para que me dijeran las mismas huevadas que me decía mi papá.

Por segunda vez la puerta fue amenizada con un golpe, que desprendió de la pared la carátula del disco de los Beatles obsequiada por el poeta. Pedaleó furioso su bicicleta hasta San Antonio, consumió una comedia de Rock Hudson y Doris Day en el rotativo, y deshizo las horas siguientes espiando las piernas de las colegialas en la plaza o bajando cervezas en la fuente de soda. Fue a procurar el compadrazgo del telegrafista, mas éste estaba arengando al personal con un discursito acerca de cómo ganar la batalla de la producción, y, tras dos bostezos, se fue de vuelta a la caleta. En vez de entrar a la hostería, se dirigió a la casa de su padre.

Don José puso una botella de vino en la mesa, y le dijo «cuéntame». Un vaso fue apurado por los hombres, y ya el padre aceleró su diagnóstico:

—Tienes que buscarte un trabajo, hijo.

Si bien la voluntad de Mario no daba para semejante epopeya, la montaña vino a Mahoma. El gobierno de la Unidad Popular hizo sentir su presencia en la pequeña caleta, cuando la dirección de Turismo elaboró un plan de vacaciones para los trabajadores de una fábrica textil en Santiago. Un cierto compañero Rodríguez, geólogo y geógrafo, de lengua y ojos encendidos, se hizo presente en la hostería con una propuesta a la viuda González. ¿Estaría ella dispuesta a ponerse a la altura de los tiempos, y a transformar su bar en un restaurante que diera almuerzo y cena a un contingente de veinte familias, que acamparían en las inmediaciones durante el verano? La viuda estuvo reticente sólo cinco minutos. Pero, en cuanto el compañero Rodríguez la puso al tanto de las ganancias que el nuevo oficio acarrearía, miró compulsivamente a su yerno, y le dijo:

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