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Authors: Antonio Skármeta

Tags: #Relato

El cartero de Neruda (8 page)

BOOK: El cartero de Neruda
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—¿Usted estaría dispuesto a hacerse cargo de la cocina, Marito?

Mario Jiménez sintió que en ese momento envejecía diez años. Su tierna Beatriz estaba frente a él alentándolo con una sonrisa beatífica.

—Sí —dijo, tomándose su vaso de vino, y luciendo el mismo entusiasmo con que Sócrates bebió la cicuta.

A las metáforas del poeta, que continuó cultivando y memorizando, se unieron ahora algunos comestibles que el sensual vate ya había celebrado en sus odas: cebollas («redondas rosas de agua»), alcachofas («vestidas de guerreros y brumidas como granadas»), congrios («gigantes anguilas de nevada carne»), ajos («marfiles preciosos»), tomates («rojas vísceras, frescos soles»), aceites («pedestal de perdices y llave celeste de la mayonesa»), papas («harina de la noche»), atunes («balas del profundo océano», «enlutadas flechas»), ciruelas («pequeñas copas de ámbar dorado»), manzanas («plenas y puras mejillas arreboladas de la aurora»), sal («cristal del mar, olvido de las olas») y naranjas para tramar la «Chirimoya alegre», postré que sería el
hit
del verano junto a «Lolita en la playa» por los Minimás.

Al poco tiempo llegaron hasta la caleta algunos jóvenes obreros que fueron clavando postes desde el caserío hasta la carretera. Según el compañero Rodríguez, los pescadores tendrían electricidad en sus casas antes de tres semanas. «Allende cumple» dijo enrulándose la punta del bigote. Pero los progresos en el pueblo, traían aparejados problemas. Un día en que Mario preparaba una ensalada a la chilena digitando el puñal en un tomate, como un bailarín de la oda de Neruda («debemos por desgracia asesinarlo, hundir el cuchillo en su pulpa viviente»), observó que la mirada del compañero Rodríguez se había prendido del culo de Beatriz, de vuelta al bar tras haber puesto el vino en su mesa. Y un minuto después, al abrir ella los labios para sonreírle, cuando el cliente le pidió «esa ensalada a la chilena», Mario saltó por encima del mesón cuchillo en ristre, lo elevó entre ambas manos por encima de la cabeza como había visto en los westerns japoneses, se puso junto a la mesa de Rodríguez, y lo bajó tan feroz y vertical que quedó vibrando ensartado unos cuatro centímetros en la cubierta. El compañero Rodríguez, acostumbrado a precisiones geométricas y a mediciones geológicas, no tuvo dudas que el mesonero poeta había hecho el numerito a modo de parábola. Si este cuchillo penetrara así en la carne de un cristiano, meditó melancólico, se podría hacer un
gulasch
con su hígado. Solemne, pidió la cuenta, y se abstuvo de incurrir en la hostería por tiempo indefinido e infinito. Adiestrado a su vez en el refranero de doña Rosa, que siempre procuraba matar dos pájaros de un tiro, Mario le sugirió a Beatriz con un gesto, que constatara cómo el torvo cuchillo seguía rajando la noble madera de raulí, aun cuando el incidente había tenido lugar hacía ya un minuto.

—Caché —dijo ella.

Las ganancias del nuevo oficio permitieron que doña Rosa hiciera algunas inversiones que funcionaran cual cebo para amarrar nuevos clientes. La primera, fue adquirir un televisor pagadero en incómodas cuotas mensuales, que atrajo al bar un contingente inexplotado: las mujeres de los obreros del camping, quienes dejaban marcharse a las carpas a sus hombres para que descabezaran una siesta arrullada por las opíparas raciones del almuerzo convenientemente aliviadas por un tinto cabezón, y que consumían interminables agüitas de menta, tecitos de boldo, o agüitas perras, mientras glotonamente devoraban las imágenes de la teleserie mexicana
Simplemente María
. Cuando después de cada episodio surgía en la pantalla un iluminado militante del marxismo en la sección cultural denunciando el imperialismo cultural y las ideas reaccionarias que los melodramas inculcaban en «nuestro pueblo», las mujeres apagaban el televisor y se ponían a tejer o echaban una mano de dominó.

Aunque Mario siempre pensó que su suegra era tacaña —«usted parece que tuviera pirañas en la cartera, señora»— lo cierto es que al cabo de un año de rasmillar zanahorias, llorar cebollas y descuerar
jureles
había juntado suficiente plata como para empezar a soñar en hacer su sueño realidad: comprarse un pasaje aéreo y visitar a Neruda en París.

12

En una visita a la parroquia, el telegrafista hizo su planteo al cura que había casado a la pareja, y revisando las utilerías arrumbadas en la bodega del último vía crucis escenificado en San Antonio por Aníbal Reina padre, popularmente conocido como el «rasca Reina», apodo que heredó su talentoso y socialista hijo, encontraron un par de alas trenzadas con plumas de gansos, patos, gallinas y otros volátiles, que accionadas por un piolín batían angelicalmente. Con paciencia de orfebre, el cura montó un pequeño andamio sobre el lomo del funcionario de correos, le puso su visera de plástico verde, semejante a la de los gángsters en los garitos, y con limpiador Brasso le sacó brillo a la cadena de oro del reloj que le atravesaba la panza.

Al mediodía, el telegrafista avanzó desde el mar hasta la hostería dejando estupefactos a los bañistas que vieron atravesar sobre la inflamada arena el ángel más gordo y viejo de toda la historia hagiográfica. Mario, Beatriz y Rosa, ocupados en cuentas tendientes a confeccionar un menú que sorteara los precoces problemas del desabastecimiento, creyeron ser víctimas de una alucinación. Mas, en cuanto el telegrafista gritó a distancia: «Correo de Pablo Neruda para Mario Jiménez» alzando en una mano un paquete con no tantas estampillas como un pasaporte chileno, pero más cintas que un árbol de Pascua, y en la otra una pulcra carta, el cartero flotó sobre la arena y le arrebató ambos objetos. Fuera de sí, los puso en la mesa y los observó cual si fueran dos preciosos jeroglíficos. La viuda, repuesta de su arrebato onírico, increpó al telegrafista con tono británico:

—¿Tuvo viento a favor?

—Viento a favor, pero mucho pájaro en contra.

Mario se apretó ambas sienes, y parpadeó de un bulto al otro.

—¿Qué abro primero. La carta o el paquete?

—El paquete, mijo —sentenció doña Rosa—. En la carta sólo vienen palabras.

—No, señora, primero la carta.

—El paquete —dijo la viuda, haciendo ademán de tomarlo.

El telegrafista se echó aire con un ala, y levantó un dedo admonitorio ante las narices de la viuda.

—No sea materialista, suegra.

La mujer se echó sobre el respaldo de la silla.

A ver usted, que se las da de culto. ¿Qué es un materialista? Alguien que cuando tiene que elegir entre una rosa y un pollo, elige siempre el pollo —farfulló el telegrafista.

Carraspeando, Mario se puso de pie y dijo:

—Señoras y señores, voy a abrir la carta.

Puesto que ya se había propuesto incluir ese sobre, donde su nombre aparecía reciamente diagramado por la tinta verde del poeta en su colección de trofeos sobre la pared del dormitorio, lo fue rasgando con la paciencia y la levedad de una hormiga. Con las manos temblorosas, puso frente a sus ojos el contenido, y comenzó a silabearlo cuidando que no se le saltara ni el más insignificante signo:

—«Que-ri-do Ma-rio Ji-mé-nez de pies a-la-dos».

De un manotazo, la viuda le arrebató la carta y procedió a patinar sobre las palabras sin pausa ni entonaciones:

Querido Mario Jiménez, de pies alados, recordada Beatriz González de Jiménez, chispa e incendio de isla Negra, señora excelentísima Rosa viuda de González, querido futuro heredero Pablo Neftalí Jiménez González, delfín de isla Negra, eximio nadador en la tibia placenta de tu madre, y cuando salgas al sol rey de las rocas, los volantines, y campeón en ahuyentar gaviotas, queridos todos, queridísimos los cuatro.

No les he escrito antes como había prometido, porque no quería mandarles sólo una tarjeta postal con las bailarinas de Degas. Sé que ésta es la primera carta que recibes en tu vida, Mario, y por lo menos tenía que venir dentro de un sobre; si no, no vale. Me da risa pensar que esta carta te la tuviste que repartir tú mismo. Ya me contarás todo lo de la isla, y me dirás a qué te dedicas ahora que la correspondencia me llega a París. Es de esperar que no te hayan echado de correos y telégrafos, por ausencia del poeta. ¿O acaso el presidente Allende te ofreció algún ministerio?

Ser embajador en Francia es algo nuevo e incómodo para mí. Pero entraña un desafío. En Chile, hemos hecho una revolución a la chilena muy admirada y discutida. El nombre de Chile se ha engrandecido de forma extraordinaria. ¡Hmm!

—El ¡hmm! es mío —intercaló la viuda, sumergiéndose otra vez en la carta.

Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para alojar a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis días de alas azules en mi casa de isla Negra.

Los extraña y los abraza vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda. —Abramos el paquete —dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchillo cocinero las cuerdas que lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a revisar concienzudamente el final y luego el dorso.

—¿Eso era todo?

—¿Qué más quería, pues, yerno?

—Esa cosa con «PD» que se pone al terminar de escribir.

—No, pues, no tenía ninguna huevada con PD.

—Me parece raro que sea tan corta. Porque si uno la mira así de lejos, como que se ve más larga.

—Lo que pasa es que la mami la leyó muy rápido —dijo Beatriz.

—Rápido o lento —dijo doña Rosa, a punto de acabar con la cuerda y el paquete— las palabras dicen lo mismo. La velocidad es independiente de lo que significan las cosas.

Pero Beatriz no oyó el teorema. Se había concentrado en la expresión ausente de Mario, el cual parecía dedicarle su perplejidad al infinito.

—¿Qué te quedaste pensando?

—En que falta algo. Cuando a mí me enseñaron a escribir cartas en el colegio, me dijeron que siempre había que poner al final PD y después agregar alguna otra cosa que no se había dicho en la carta. Estoy seguro de que don Pablo se olvidó de algo.

Rosa estuvo escarbando en la abundante paja que rellenaba el paquete, hasta que terminó alzando con la ternura de una partera una japonesísima grabadora Sony de micrófono incorporado.

—Le debe haber costado plata al poeta —dijo solemne. Se disponía a leer una tarjeta manuscrita en tinta verde, pendiente de un elástico que circundaba al aparato, cuando Mario se la arrebató de un manotazo.

—¡Ah, no señora! Usted lee demasiado rápido.

Puso la tarjeta algunos centímetros delante, como si la calzara sobre un atril, y fue leyendo con su tradicional estilo silábico: «Que-ri-do Ma-ri-o dos pun-tos a-pri-e-ta el bo-tón del me-di-o».

—Usted se demoró más en leer la tarjeta, que yo en leer la carta —simuló un bostezo la viuda.

—Es que usted no lee las palabras, sino que se las traga, señora. Las palabras hay que saborearlas. Uno tiene que dejar que se deshagan en la boca.

Hizo una espiral con el dedo, y enseguida lo asestó en la tecla del medio. Aunque la voz de Neruda fue emitida con fidelidad por la técnica japonesa, sólo los días posteriores alertaron al cartero sobre los avances nipones de la electrónica, pues la primera palabra del poeta lo turbó cual un elixir: «Posdata».

—Cómo se para —gritó Mario.

Beatriz puso un dedo sobre la tecla roja.

—«Posdata» —bailó el muchacho e impregnó un beso en la mejilla de la suegra—. Tenía razón señora. PD ¡Posdata! Yo le dije que no podía haber una carta sin posdata. El poeta no se olvidó de mí. ¡Yo sabía que la primera carta de mi vida tenía que venir con posdata! Ahora está todo claro, suegrita. La carta y la posdata.

—Bueno —repuso la viuda—. La carta y la posdata. ¿Y por eso llora?

—¿Yo?

—Sí.

—¿Beatriz? —Está llorando.

—Pero cómo puedo estar llorando si no estoy triste. Si no me duele nada.

—Parece beata en un velorio —gruñó Rosa—. Séquese la cara, y apriete el botón del medio de una vez.

—Bien. Pero desde el comienzo.

Hizo devolver la cinta, pulsó la tecla indicada, y ahí estaba otra vez la pequeña caja con el poeta adentro. Un Neruda sonoro y portable. El joven extendió la mirada hacia el mar, y tuvo el sentimiento de que el paisaje se completaba, que durante meses había cargado una carencia, que ahora podía respirar hondo, que esa dedicatoria, «a mi entrañable amigo y compañero Mario Jiménez», había sido sincera.

—«Posdata» —oyó otra vez embelesado.

—Cállese —dijo la viuda.

—Yo no he dicho nada.

Quería mandarte algo más aparte de las palabras. Así que metí mi voz en esta jaula que canta. Una jaula que es un pájaro. Te la regalo. Pero también quiero pedirte algo, Mario, que sólo tú, puedes cumplir. Todos mis otros amigos o no sabrían qué hacer, o pensarían que soy un viejo chocho y ridículo. Quiero que vayas con esta grabadora paseando por isla Negra, y me grabes todos los sonidos y ruidos que vayas encontrando. Necesito desesperadamente aunque sea el fantasma de mi casa. Mi salud no anda bien. Me falta el mar. Me faltan los pájaros. Mándame los sonidos de mi casa. Entra hasta el jardín y deja sonar las campanas. Primero graba ese repicar delgado de las campanas pequeñas cuando las mueve el viento; y luego tira de la soga de la campana mayor, cinco, seis veces. ¡Campana, mi campana! No hay nada que suene tanto como la palabra campana, si la colgamos de un campanario junto al mar. Y ándate hasta las rocas, y grábamela reventazón de las olas. Y si oyes gaviotas, grábalas. Y si oyes el silencio de las estrellas siderales, grábalo. París es hermoso, pero es un traje que me queda demasiado grande. Además, aquí es invierno, y el viento revuelve la nieve como un molino la harina. La nieve sube y sube, me trepa por la piel. Me hace un triste rey con su túnica blanca. Ya llega a mi boca, ya me tapa los labios, ya no me salen las palabras. Y para que conozcas algo de la música de Francia, te mando una grabación del año 38 que encontré entumida en una tienda de discos usados del Barrio Latino. ¿Cuántas veces la canté cuando joven? Siempre había querido tenerla y no pude. Se llama
J'attendrai
, la canta Rina Ketty, y la letra dice: «Esperaré, día y noche, esperaré siempre que regreses».

Un clarinete introdujo los primeros compases, grave, sonámbulo, y un xilofón los repitió leve, más o menos nostálgico. Y cuando Rina Ketty rezó el primer verso, el bajo y la batería la acompañaron, sordo y calmo uno, susurrante y arrastrado la otra. Mario supo esta vez que su mejilla estaba otra vez mojada, y aunque amó la canción a primeras oídas, se fue discreto rumbo a la playa hasta que el estruendo del oleaje hizo que la melodía ya no lo alcanzara.

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