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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (9 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»Como a mí —dijo Sir Charles, tratando de impresionar—, no puede pasarles inadvertida la importancia de todo esto. De acuerdo con el testamento, a la muerte de Sir Eustace, Lady Pennefather se convertiría en una mujer relativamente rica. Pero he aquí que le llegan rumores de que su marido contempla un nuevo matrimonio tan pronto como se efectúe el divorcio. ¿No es probable que en tal eventualidad se redacte un nuevo testamento?

»El carácter de Lady Pennefather queda demostrado por su disposición a aceptar el soborno del testamento como condición previa al divorcio. Evidentemente se trata de una mujer codiciosa, ávida de dinero. Para una mujer de esta clase, el asesinato es tan sólo un medio, y, en el caso de Lady Pennefather, su única esperanza. No creo necesario —terminó diciendo Sir Charles— entrar en mayores detalles.

—La teoría es sumamente convincente —dijo Roger con un suspiro—. ¿Piensa usted entregar todo este testimonio a la policía, Sir Charles?

—Considero que el no hacerlo significaría una flagrante evasión de mis deberes como ciudadano —replicó Sir Charles, con una pomposidad que no ocultaba la alta satisfacción que de sí mismo sentía.

—¡Hum! —murmuró Mr. Bradley, que, evidentemente, no compartía el entusiasmo de Sir Charles—. ¿Y los bombones? ¿Opina usted que los preparó aquí, o que los trajo ya preparados desde Francia?

Sir Charles hizo un gesto con la mano.

—¿Le parece a usted muy importante ese punto?

—Yo diría que es de gran importancia relacionar a Lady Pennefather con el veneno, por lo menos.

—¿Con el nitrobenceno? Sería tan fácil como establecer una relación entre Lady Pennefather y la compra de los bombones. Nadie podría tener dificultad alguna en obtenerlos. En realidad, considero la elección del veneno como totalmente de acuerdo con el ingenio que desplegó al planear los detalles del crimen.

—Comprendo —Mr. Bradley acarició su bigotillo y miró a Sir Charles con aire combativo—. Ahora que pienso en ello, Sir Charles, usted no ha probado realmente la culpabilidad de Lady Pennefather. Lo único que ha establecido es el móvil y la oportunidad.

Inesperadamente apareció otro aliado de Bradley.

—¡Exactamente! —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. Es lo que iba a señalar yo misma. Si usted entrega las pruebas que ha reunido, Sir Charles, no creo que la policía se lo agradezca. Como dice Mr. Bradley, no ha probado que Lady Pennefather es culpable, ni nada que se le aproxime. Hasta me atrevo a afirmar que está usted completamente equivocado.

Sir Charles se sintió tan desconcertado, que durante unos instantes sólo pudo mirarla fijamente.

—¿Equivocado? —repitió por fin. Aquella posibilidad no se le había ocurrido en ningún momento.

—Bueno, tal vez deba decir que está usted en la pista equivocada —repuso Mrs. Fielder-Flemming bruscamente.

—Pero, mi querida señora… —Por esta vez las palabras faltaron a Sir Charles—. Pero ¿por qué? —preguntó por fin.

—Porque estoy segura de ello —respondió Mrs. Fielder-Flemming, sin que su respuesta aclarase mucho las cosas.

Roger escuchó este diálogo con un sentimiento de satisfacción creciente. Luego de haber caído bajo el sortilegio del poder de persuasión de Sir Charles, hasta convencerse casi de la exactitud de su teoría, estaba pasando gradualmente al otro extremo. Era innegable que sólo Bradley había mantenido una actitud objetiva. Y tenía razón. En la teoría de Sir Charles había muchos puntos débiles que el abogado mismo, de haber sido nombrado defensor de Lady Pennefather, no habría vacilado en aprovechar ampliamente.

—Sin duda —dijo con aire pensativo— el hecho de que antes de ausentarse al extranjero Lady Pennefather haya tenido una cuenta corriente en Mason e Hijos no constituye una prueba. Tampoco lo es que Mason e Hijos acostumbre enviar notas de agradecimiento con sus recibos. Como lo ha dicho el mismo Sir Charles, muchas firmas antiguas de buena reputación lo hacen. Y el hecho de que la hoja de papel en que fue escrita la carta haya sido usada anteriormente para tal fin no sólo no es sorprendente, sino que resulta obvio, si nos detenemos a pensar en ello. Quienquiera que haya sido el asesino, el problema de obtener la hoja de papel habría sido el mismo. En consecuencia, las tres preguntas iniciales de Sir Charles han tenido respuestas afirmativas por una simple casualidad.

Sir Charles se volvió hacia su nuevo antagonista con la furia de un toro herido.

—¡Pero las probabilidades están en contra de tal coincidencia! —exclamó—. Si se trata de una coincidencia, es la más increíble que he encontrado en todo el curso de mi experiencia jurídica.

—Lo que sucede, Sir Charles, es que usted ha tenido ideas preconcebidas —observó Mr. Bradley suavemente—. Además, exagera usted mucho. Según su cálculo, las probabilidades son de un millón contra uno. Yo, en cambio, diría que son de seis contra uno. Como usted no lo ignora, hay aquello de la ley de transposiciones y combinaciones.

—¡Al diablo con sus transposiciones, Bradley! —explotó Sir Charles—. ¡Y con sus combinaciones!

Mr. Bradley se dirigió a Roger.

—Señor presidente, ¿está permitido a un miembro del Círculo hacer alusiones a la ropa interior de otro miembro? Además, Sir Charles —agregó, dirigiéndose a aquel paladín de la justicia— nunca llevó combinaciones, por lo menos desde que tenía uno o dos años.

Dada la dignidad de su investidura, Roger no se hizo eco de las risas ahogadas que se oyeron de todos lados. Era necesario, por la conservación de la integridad del Círculo, verter aceite sobre aguas tan revueltas.

—Bradley, me parece que está usted fuera de la cuestión. No es mi deseo echar por tierra su teoría, Sir Charles, o menoscabar en modo alguno la forma brillante en que la ha defendido; pero, para que permanezca en pie, debe resistir todos los argumentos que le opongamos. Eso es todo. La verdad es que me inclino a pensar que usted atribuye una importancia un tanto exagerada a las respuestas a sus tres preguntas. ¿Qué opina usted, Miss Dammers?

—Estoy de acuerdo —respondió Miss Dammers lacónicamente—. La forma en que Sir Charles ha subrayado la importancia de esas respuestas me recuerda un procedimiento favorito de los autores de novelas policiales. Sir Charles dijo, si mal no recuerdo, que si las preguntas tenían respuestas afirmativas, sabría que la persona de quien sospecha es culpable, con tanta certeza como si la hubiese visto, con sus propios ojos, poniendo el veneno en los bombones, ya que las probabilidades de una coincidencia en la respuesta afirmativa eran muy lejanas. En otros términos, se limitó a hacer una afirmación categórica, sin apoyarla en pruebas o argumentos.

—¿Y es esto lo que hacen los escritores de novelas policiales, Miss Dammers? —preguntó con sorna Mr. Bradley.

—Invariablemente, Mr. Bradley. Con frecuencia lo he observado en sus libros. Usted afirma un hecho tan terminantemente, que al lector no se le ocurre poner en duda su exactitud. «He aquí —dice el detective— una botella de tinta roja y otra de tinta azul. Si resulta que el contenido de ambas botellas es tinta, sabemos que fueron adquiridas para llenar los tinteros de la biblioteca, con tanta certeza como si hubiésemos leído los pensamientos de la víctima.» Entretanto, la tinta roja podría haber sido comprada por una de las mucamas para teñir una tricota, y la tinta azul, por la secretaria para llenar su estilográfica. Y así podríamos dar muchas otras explicaciones. Pero siempre el lector olvida estas posibilidades. ¿No es exacto lo que afirmo?

—Absolutamente exacto —respondió Bradley sin inmutarse—. No perder el tiempo en detalles triviales. Basta decir al lector lo que debe pensar, para que lo piense sin vacilaciones. Ha comprendido usted la técnica perfectamente. ¿Por qué no intenta escribir una novela policial? Le aseguro que es un negocio muy lucrativo.

—Puede que lo haga algún día. De cualquier manera, debo admitir, Mr. Bradley, que los detectives de sus novelas descubren cosas. No se limitan a quedarse quietos esperando a que otra persona les diga quién cometió el asesinato, como lo hacen los llamados detectives de otras novelas que he leído.

—Muchas gracias —dijo Mr. Bradley—. Entonces, ¿es verdad que lee usted novelas policiales?

—Desde luego —respondió Miss Dammers—. ¿Por qué no?

Con la misma rapidez con que había respondido al desafío de Bradley, Alicia Dammers desvió su atención del novelista, y desde aquel momento lo ignoró totalmente.

—¿Y la carta, Sir Charles? —preguntó—. Me refiero a la escritura a máquina. ¿No atribuye usted ninguna importancia a esto?

—Como detalle, debe ser tenido en cuenta, sin duda; yo me he limitado a delinear el caso a grandes rasgos. —Sir Charles había depuesto su actitud agresiva—. Entiendo que la policía es la encargada de estudiar pruebas tan materiales como ésa.

—Creo que tendrá alguna dificultad en relacionar a Pauline Pennefather con la máquina utilizada para escribir la carta —observó Mrs. Fielder-Flemming intencionadamente.

Gradualmente, la corriente de opiniones se estaba volviendo contra Sir Charles.

—Pero ¿y el móvil? —insistió; era un espectáculo patético verlo ahora en la posición defensiva—. Deben admitir ustedes que el móvil es innegable.

—Usted no conoce a Pauline, a Lady Pennefather, ¿no es verdad, Sir Charles?

—No, no la conozco.

—¡No está usted de acuerdo con la teoría de Sir Charles, Miss Dammers? —se aventuró a preguntar Mr. Chitterwick.

—No —dijo aquélla categóricamente.

—¿Podría preguntarle por qué razón? —volvió a preguntar Mr. Chitterwick.

—Ciertamente que sí. Y me temo que sea concluyente, Sir Charles. En la época del asesinato yo estaba en París, y, aproximadamente a la hora en que fue despachada la encomienda, estuve conversando con Pauline Pennefather en uno de los salones de la Ópera.

—¿Cómo? —exclamó desolado Sir Charles, viendo derrumbarse con estrépito los restos de su hermosa teoría.

—Debo disculparme por no haber mencionado este dato con anterioridad —dijo Miss Dammers con la mayor calma—, pero quería saber qué clase de argumentos podía usted invocar en favor de su teoría. En verdad le felicito, porque ha presentado usted un notable ejemplo de razonamiento inductivo. Si no hubiese sabido de antemano que estaba basado en una falacia, me habría convencido.

—Pero…, pero ¿por qué el secreto?… Y… ¿por qué se hizo personificar por la doncella, si su visita a Inglaterra era inocente? —tartamudeó Sir Charles, pensando desesperadamente en aeroplanos particulares, y en el tiempo en que éstos podrían cubrir la distancia entre la plaza de la Ópera y la de Trafalgar.

—Yo no dije que fuese una visita inocente —respondió Miss Dammers con displicencia—. Sir Eustace no es el único que espera el divorcio para volver a casarse. Y mientras tanto, Pauline, con toda razón, no ve por qué ha de perder un tiempo precioso. No olvidemos que ya no es tan joven. Por último, tampoco debemos olvidar a ese siniestro funcionario llamado el Procurador del Rey que nos llama a rendir cuentas cada vez que olvidamos pagar nuestros impuestos.

Al instante, el presidente del Círculo debió apresurarse a clausurar la sesión. Y lo hizo porque no quería que uno de sus miembros muriese de apoplejía en sus brazos.

CAPÍTULO VII

M
RS.
Fielder-Flemming estaba nerviosa, visiblemente nerviosa. Continuamente agitaba las páginas de su cuaderno, y parecía que no podría esperar a que se tratasen los asuntos de interés general, antes de que Roger la autorizase a presentar su solución. Según había dicho confidencialmente a Alicia Dammers, la suya era sin duda la interpretación correcta del asesinato de Mrs. Bendix. Con semejante información en su poder, podría creerse que, por una vez en su vida, Mrs. Fielder-Flemming aprovecharía aquella oportunidad, realmente enviada por el cielo, de causar impresión; pero, por una vez en su vida, ella no supo usarla. Si no se hubiese tratado de Mrs. Fielder-Flemming, hasta se habría podido decir que estaba atemorizada.

—¿Está usted lista, Mrs. Fielder-Flemming? —preguntó Roger, divertido ante esta maravillosa revelación.

Mrs. Fielder-Flemming arregló su poco favorecedor sombrero, se frotó la nariz, que, carente de polvos, no mejoró ni empeoró luego de tan enérgico tratamiento, sino que brilló más intensamente que de costumbre. Por último, dirigió una mirada disimulada alrededor de la mesa. Roger continuaba contemplándola, atónito. No podía creer que Mrs. Fielder-Flemming tratase deliberadamente de eludir el lugar de honor. Por alguna razón oculta parecía encarar la tarea que la esperaba, con verdadera aprensión, más aún, con un desagrado fuera de toda proporción con la importancia de lo que iba a decir.

—Tengo que cumplir un deber sumamente ingrato —comenzó diciendo en voz baja, luego de toser nerviosamente—. Anoche apenas pude dormir. Es imposible imaginar algo más desagradable para una mujer como yo que lo que tengo que comunicarles. —Aquí hizo una pausa, humedeciéndose los labios.

—Vamos, vamos, señora —dijo Roger, sintiéndose obligado a animarla—. A todos nos pasa lo mismo. Además, recuerdo haber oído un magnífico discurso suyo en uno de sus estrenos teatrales.

Mrs. Fielder-Flemming lo miró, pero no pareció cobrar ánimos.

—No me refería a ese aspecto de mi declaración, Mr. Sheringham —señaló, algo ofendida—, sino a la responsabilidad que me cabe al revelar este secreto, y al terrible deber que debo cumplir a consecuencia de ello.

—¿Quiere usted decir que ha resuelto nuestro pequeño problema? —preguntó Mr. Bradley irrespetuosamente.

Mrs. Fielder-Flemming lo miró con expresión sombría.

—Lamento decirles —dijo con voz baja, pero a la vez muy femenina— que lo he resuelto. —Poco a poco parecía recobrar su aplomo.

—Luego de consultar su cuaderno, comenzó a hablar en tono más firme.

—Siempre he encarado la criminología con un criterio casi profesional. Para mí, su principal interés ha residido siempre en sus enormes posibilidades como fuente de material para la producción dramática. Lo inevitable del asesinato, la víctima predestinada, luchando inconsciente e inútilmente contra su destino, el predestinado asesino, moviéndose al principio inconscientemente, y luego con una conciencia absoluta e implacable del cumplimiento fatal de su suerte; los móviles ocultos, desconocidos tal vez para la víctima y para el victimario, que todo el tiempo estimulan el cumplimiento del destino.

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