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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (3 page)

BOOK: El cebo
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—Es mi dormitorio —dijo—. Pasa.

Estaba todo tan limpio que pensé de inmediato en un quirófano. La cama era lisa como los pensamientos de un cadáver. Los escasos muebles consistían en una cómoda de superficie vacía y un armario de apertura electrónica, ambos en color blanco. Encima de la cómoda, el primer y único espejo que yo había visto hasta ese instante, de marco biselado, parecía cumplir tan bien su labor que habría reflejado hasta a un vampiro. Cortinas de tubos de acero cerraban el acceso a lo que podía ser una terraza.

—¿Qué te parece? —preguntó el hombre.

—No lo sé —contesté con toda sinceridad—. Desde luego, eres mucho más ordenado que yo.

Joaquín enrojeció como una cereza.

—Sí, me gusta el orden. Demasiado. —Y giró hacia el armario, que era de cuatro cuerpos. Empezó a teclear la combinación.

—¿Me pongo cómoda?

—No, espera —dijo.

Había algo en aquel ambiente que me preocupaba, y no sabía bien qué era. No me sorprendía no hallar nada religioso en su «refugio», ya que ello hubiese significado dejar que su conciencia penetrase hasta ese nivel. Pero toda aquella blancura y cierto olor a antisepsia en el ambiente me hacían pensar en una intensa relación con el decorado. Eso no cuadraba mucho con un fílico de Holocausto. Y además, no era cierto que no hubiese nada religioso: había dos cuadritos colocados en un rincón, junto al ordenador portátil de brazo plegable instalado en la cabecera de la cama, de manera que quien durmiese en ella pudiese verlos desde allí. Mientras Joaquín tecleaba la combinación del armario les eché un vistazo. Eran reproducciones de obras antiguas que mostraban a dos mujeres aureoladas en pleno martirio: una desnuda y arrodillada mientras dos ruedas de cuchillos parecían querer convertirla en lonchas de embutido; la otra con una túnica, a punto de ser atada a un potro en aspa. Ninguna de las dos muy contenta, desde luego.

—Es curioso —dijo el hombre, aún vuelto de espaldas, mientras la puerta del armario se descorría en silencio—. Fui al Orleans esta tarde a entrevistar a alguien para mi página, y te encontré a ti...

—Casualidades de la vida.

Eso era lo que me había contado. El Orleans era un club
pick-up
cutre de carretera que recientemente había sido reformado para convertirlo en algo aún más cutre, con aires de recinto medieval, vidrieras coloreadas y rubias del Este que miraban al suelo, fingían ser núbiles y adoptaban poses de doncellas. Pero admitían a chicas ajenas al local, siempre y cuando hicieras las cosas discretamente. Por eso lo elegí para terminar mi ronda, y porque era uno de los sitios de probabilidad media que podía visitar el Espectador. Me hallaba en la barra, tras hacer una visita al aseo, y había pedido un combinado llamado «Hoguera» cuando el tipo se me acercó con aquellos ojos de pez y me preguntó si conocía a un hombre, un inglés llamado Talbot. Me explicó que era el decorador que había reformado el local, y que él estaba allí para entrevistarlo. Mientras me hablaba, hice unas gesticulaciones simples y supuse que podía ser fílico de Holocausto. Decidí darle una oportunidad. Lo enganché mientras le proponía un «precio por mis servicios». Fue entonces cuando me invitó a venir a su casa.

Y allí me encontraba, mientras la puerta de su armario se descorría en silencio y él, vuelto de espaldas, seguía hablando.

—Quiero decir que te conozco desde hace apenas una hora... A mi mujer la conocí durante ocho años y solo me atreví a hablarle de esto al final de ese tiempo...

—Las mujeres casadas no conocen a sus maridos, eso lo tengo claro —dije.

—No sé... —Introdujo la mitad superior de su robusto cuerpo en el armario. Vi chaquetas oscuras alineadas como invitados en un funeral—. Ella era muy buena, que conste... No quiero decir nada en su contra. Muy buena persona, pero... no me comprendía. Y sin embargo tú... tú pareces comprenderme, aunque no sé por qué...

—Vaya, gracias. Quizá no soy tan buena.

Se había agachado para coger algo. Yo no podía ver qué era desde mi posición al otro lado de la cama. Su voz me llegaba ahogada por el angosto interior.

—Las tías sois curiosas... Os vemos y dejamos de ser nosotros mismos. Podemos pasarnos años trabajando o fingiendo trabajar... Años enteros ocultos... y de repente llega una de vosotras y... y lo cambia todo. Nos saca fuera. Nos saca
todo
lo que somos. —Emergió como una tortuga del fondo de un estanque, se puso en pie y dio la vuelta. Llevaba algo en las manos—. Todo. De arriba abajo. Y uno hace cosas que
jamás
hubiese pensado hacer...

Dejó el objeto sobre la cama impoluta, donde su apariencia cobró aires aún más ridículos. Era una caja de zapatos Bedford para caballero, negra, con el logotipo de una espada dorada en el costado. El hombre puso las manos sobre ella como si se tratara del Santo Grial mientras deslizaba la lengua por los labios. Luego dijo:

—Tú sabrás cómo lo has hecho, pero cuando te vi por casualidad caminando por el club esta tarde pensé que... era como si te conociera de toda la vida. Como si pudiera confiar en ti por completo. Fue solo una impresión. Luego, al hablarte, la confirmé.

Tan distraída me encontraba mirando aquella caja que, por un instante, no escuché lo que decía. Lo miré.

—¿Me viste por primera vez caminando?

—Sí, de espaldas. Creo que ibas al baño. —El hombre rió mientras quitaba la tapa de la caja con ambas manos, como si ejecutara un rito—. Pero no necesité verte la cara... Lo supe en ese instante.

Un enganche previo viéndome de espaldas no encajaba con lo que yo sabía sobre la filia de Holocausto. Eso me puso en guardia. Intenté desesperadamente recordar cómo era el pasillo que llevaba a los lavabos del Orleans: disposición de luces, contraste entre mi ropa oscura y el fondo... ¿Qué había al fondo? El aseo de mujeres. La puerta estaba... ¿abierta? ¿El interior era blanco? ¿Había luz? Mi silueta se recortaría sobre ese escenario. Blanco, negro. El pantalón de piel destellaría en mis nalgas al andar...

Mientras pensaba todo esto, el hombre extrajo de la caja el primer cuchillo.

—Son míos —dijo—. Los colecciono.

Asentí, pero mi mente ya no se hallaba concentrada en sus palabras: la blancura cegadora de la habitación, similar a la de un cuarto de baño; la holografía de la mujer con aspecto dominante; la presencia ridícula y doméstica de una caja de zapatos para encerrar su secreto íntimo, el deseo de su psinoma... Todos aquellos detalles por sí solos eran admisibles en una filia de Holocausto, pero en conjunto pertenecían a otra clase de cosa, bien distinta.

—¿Estás asustada? —preguntó el hombre mientras acariciaba el cuchillo.

—No, qué va, es lo normal. Quiero decir que es normal que le pagues a una chica para acostarse contigo y luego saques una caja llena de cuchillos.

De la cara colorada del hombre brotó algo que podía ser una risa o una arcada, pero enseguida recobró la seriedad y la mirada de pez suplicante.

—No debes asustarte, por favor. Solo los colecciono. Tengo verdaderas joyas, como este. Mira, es un Somerset, con mango de madera de Rosewood y hoja de aleación molibdeno-vanadio. Se llama Rosa Roja, las piezas están numeradas... Este otro es Rosa Blanca, tiene mango de asta de ciervo natural y repujados en marfil...

—Encantada —dije, pero el hombre no se rió. Tenía todo el rostro granate y sudoroso mientras iba depositando sus «joyas» sobre la cama. El brillo del acero de los cuchillos reflejaba las crudas luces del techo.

—Te diré lo que debes hacer. Y te pagaré más, si quieres.

Volvió a meter la mano en la caja, pero esta vez no sacó un cuchillo sino un rollo de cuerda fina de color rosado.

Cuerdas de cualquier clase eran esperables en una filia de Holocausto, y desde luego el Espectador las usaba. Pero el tipo que tenía ante mí no era fílico de Holocausto, y ahora lo sabía. Lo había catalogado mal. No era la primera vez que me ocurría, y resultaba casi lógico en una filia tan parecida a la de mi presa, pero me reproché a mí misma no haberme asegurado antes de que el enganche se produjera.

—Te pagaré lo que me pidas —repitió el hombre. Dos gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente mientras sacaba de la caja el último objeto: un rollo pequeño de cinta elástica. Todo tenía el aspecto de no haber sido usado en mucho tiempo—. Solo debes seguir mis instrucciones...

Un teléfono sonó en alguna parte, y ambos parpadeamos como si nos despertáramos del mismo sueño. La llamada enmudeció.

—Tengo los inhibidores activados. —Joaquín Ojos de Pez curvó los labios en una sonrisa—. Nadie nos molestará durante... Eh, ¿adónde vas?

Yo había aprovechado la pausa para colgarme el bolso del hombro y desplazarme hacia la puerta.

—Creo que... esto no es lo mío, Joaquín —contesté fingiendo inquietud.

—Te he dicho que no te asustes... No es lo que piensas. Déjame explicarte...

Observé que se ponía tenso y decidí esperar.

—De acuerdo —dije—. Pero no te prometo nada.

—Te aseguro que no es nada malo,
nada malo.

—No he dicho que lo sea.

—Si me dejas que lo explique... Si me permites... —Se le había secado la boca y necesitaba despegar la lengua del paladar para seguir hablando—. Yo soy
buena
persona. Y esto no es
malo.
Lo entenderás enseguida...

Yo ya lo entendía demasiado bien. El acento en las palabras «bueno» y «malo» era típico del texto de los fílicos de Repulsión, que gozaban de contrastes chocantes: pulcritud y cuadros de torturas, cajas de zapatos y cuchillos. Gens los comparaba a la Juana de Arco de la trilogía de
Enrique VI,
una de las primeras obras del dramaturgo inglés. La Juana de Shakespeare era un personaje lleno de contrastes: guerrera y doncella, puta y santa, bruja y salvadora. Hasta el propio rey Enrique era un ejemplo típico de Repulsión. Por supuesto, nada de lo que el hombre estaba diciendo tenía relación alguna con la moral: solo hablaba su psinoma, el deseo ardiente que brotaba por sus ojos.

—No quiero que te quites la ropa... Te quedarás así... tal como estás...

—Vale.

—Entonces... me atarás con esta cuerda... manos y pies.

—Sí.

—Luego cogerás a Rosa Roja y... me pincharás... Yo te diré dónde... Por favor, no te rías...

—No me estoy riendo.

—Puedes pincharme un poco... no mucho, pero lo bastante para... que me duela... —Endureció la voz—. ¿Te hace gracia?

—No.

Yo no había siquiera sonreído. Gens habría dicho que aquellos comentarios iban dirigidos hacia esa otra parte ridícula y burlona de su filia de Repulsión, a la «caja de zapatos» del interior de su conciencia, pero por supuesto los dirigía hacia mí. Temí una disrupción y aparté la vista para no mirarlo directamente.

—¿Lo harás? ¿Harás esto? Hace
mucho
tiempo que no se lo pido a nadie...

Lo único que yo quería era marcharme sin perturbarlo más. Fuera quien fuese el Señor Pulcro, le gustara lo que le gustase, lo cierto era que no se trataba de mi presa. Yo lo había enganchado por azar de espaldas, y el enganche se había reforzado con mis gestos de máscara de Holocausto, que podían atraer a otras filias, y sobre todo al imitar la postura de la mujer de la holografía, su ex, la Juana de Arco de su vida, bruja y santa, pasiva y dominante. Ahora tenía que intentar reparar mi error sin hacerle daño.

—Por favor —gimió.

No se me ocurría qué otra cosa hacer sino cerrar la tienda. «Apagar los focos y salir de escena», como diría Gens. Seguir interpretando para calmarlo era inútil. Mi propia ropa negra le ofrecía un contraste suculento con el fondo blanco del dormitorio. Y al hallarme tan próxima a los cuadros de santas martirizadas, me identificaba con un verdugo, lo cual le gustaba aún más. Pensé que su psinoma tenía que estar enviándole escalofríos de placer con la potencia de unas fiebres palúdicas. Pero lo peor no era eso.

Lo peor era que seguía sosteniendo a Rosa Roja mientras hablaba.

—Por favor, Elena, o como te llames... me dijiste... me dijiste que si te pagaba, harías cualquier cosa...

Relajé los músculos y moví las manos con suavidad, ya que la rigidez y los gestos violentos enganchaban más al deseador de Repulsión. Entregué un texto con voz natural mientras caminaba hacia la puerta:

—Lo siento, pero... creo que no quiero hacerlo. Lo lamento, Joaquín.

—Dime un precio. Tan solo dímelo.

—Lo siento de veras. Hasta luego.

Comprendí que le había dado la espalda demasiado pronto. Mi espalda lo enganchaba, lo había olvidado. Sentí sus jadeos acercándose.

—Oye, oye, oye... —Cada «oye» se aproximaba más y revelaba más furia. Una mano me cogió la manga de la cazadora cuando cruzaba el rellano hacia el último tramo de escalera—. ¿Adónde crees que vas, eh? ¿Adónde , eh?

—Suéltame. —Me liberé de un tirón, pero volvió a cogerme el brazo.

—Espera... Espera, coño... Me dijiste que harías lo que yo quisiera, ¿no?

—¡He dicho que me sueltes! —Intenté apelar a su respeto por la mujer dominante, pero eran arenas movedizas: mientras más me movía en ellas, más placer le causaba.

—¡Ya te he soltado! —exclamó, abriendo la mano—. ¡Ahora, escúchame!

Seguí bajando la escalera sin responder hasta que el chillido me paralizó.

—¡Espera, joder! ¡Me dijiste «lo que yo quisiera»! ¿No? ¿Qué ha pasado? ¿Ahora dices que no es lo tuyo? ¿Qué ha pasado? ¿Te parezco muy anormal? ¡Dime! ¿Te parezco un loco?

Me volví hacia él en la escalera y lo miré. No, no estaba loco, por supuesto. Era un pobre diablo. Pero estaba disrupcionando. De alguna manera el enganche había sido mayor del que esperaba, y al cerrar el teatro había empezado a disrupcionar. La disrupción es un estallido del deseo: te hundes tanto en el psinoma que es como si perforaras la tierra y, de improviso, ves ascender petróleo como un vómito negro y viscoso.

—¿Quién te crees que eres, puta de mierda? —vociferaba el bueno de Joaquín abriendo una boca que parecía más grande que toda su cabeza—. ¿Quién coño te crees que eres? ¡Toda mi vida he tenido que aguantar a putas como tú! ¡Primero sí, luego no! ¡Primero «ven», luego «lárgate»! ¡Dais asco! ¡Todas! ¡Asco!

Era inútil decirle que se calmara, o siquiera hablarle. Mi propia tensión e incluso los leves jadeos que me produciría el ejercicio de correr escalera abajo, elevarían a la quinta potencia aquella disrupción preliminar. Solo cabía esperar que se calmara perdiéndome de vista. Yo era su tentación, su placer: si salía de escena, quizá se detuviera.

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