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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (6 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Sin embargo, ¿qué sabía él? Heidi llegó a Härjedalen después de la guerra, en 1946 o 1947. Tenía entonces diecisiete años, pese a que todos pensaban que era mayor. Encontró trabajo durante la temporada de invierno, como asistenta, limpiando y cambiando las sábanas de los huéspedes en las instalaciones de montaña de Vemdalsskalet. Cuando la conoció, Artur trabajaba transportando madera, y Heidi hablaba sueco con un divertido acento; en 1948, cuando ella sólo contaba dieciocho años, se casaron. Tuvieron que recopilar un sinnúmero de documentos, puesto que ella era ciudadana alemana y nadie sabía ya qué era Alemania, si existía siquiera o si había quedado reducida a una tierra carbonizada y destruida por las bombas, una tierra de nadie bajo vigilancia militar. Pero ella nunca participó del horror que había reinado bajo el nazismo; antes al contrario, había sido una víctima. En 1950 se quedó embarazada y, ese otoño, nació Louise. Heidi nunca reveló gran cosa de sus orígenes, salvo que su abuela era sueca y se llamaba Sara Fredrika y que llegó a Norteamérica en los años de la primera guerra mundial. Había llevado consigo a su hija, Laura, y salió adelante no sin grandes dificultades. A principios de los años treinta, cuando vivían en las afueras de Chicago, Laura conoció a un alemán, comerciante de ganado, y se marchó con él a Europa. Se casaron y, en 1931, nació Heidi, pese a que Laura era muy joven. Los padres de Heidi murieron durante la segunda guerra mundial víctimas de un bombardeo nocturno. Y ella vivió como un animal en fuga hasta que la guerra terminó y, por casualidad, se le ocurrió buscar asilo en Suecia, donde la guerra no había hecho estragos.

–A ver, una joven sueca se marcha a Norteamérica. De allí, su hija viaja hasta Alemania y la nieta cierra el círculo volviendo a Suecia, ¿es correcto?

–Sí, bueno, según ella solía decir, su historia no era insólita.

–¿De dónde era su abuela? ¿Llegó a conocerla?

–No lo sé. Hablaba del mar y de una isla cerca de alguna costa del país. Ella sospechaba que las razones por las que su abuela abandonó Suecia no eran del todo confesables.

–¿Y no queda ningún pariente suyo en Norteamérica?

–Heidi no tenía ningún documento, ninguna dirección. Decía que había salido de la guerra con vida. Y que eso era todo lo que le había quedado. No poseía nada. Todos los recuerdos se habían desvanecido. Todo su pasado había sido destruido por las bombas y había desaparecido en los incendios.

Regresaron junto al coche.

–¿Piensas tallar el rostro de Henrik?

Los dos rompieron a llorar. La galería cerró sus puertas con premura. Subieron al coche y, cuando él estaba a punto de girar la llave del contacto, ella posó la mano sobre su brazo.

–¿Qué pudo ocurrir? Es imposible que Henrik se quitase la vida.

–Tal vez estuviese enfermo. Siempre estaba viajando por países peligrosos.

–Eso tampoco me lo creo. Sé que hay algo que no encaja.

–Pero ¿qué crees que pudo pasar?

–No lo sé.

De regreso, la niebla que envolvía el bosque fue difuminándose hasta ceder el paso a un claro día otoñal de aire límpido. No se opuso cuando vio a su padre sentarse, teléfono en mano, con el envenenado propósito de no abandonar hasta haber dado con el paradero de Aron.

«Se parece a sus viejos perros de caza, aquella jauría de perros grises», se dijo, «aquellos perros que iban y venían, incansables, recorriendo los bosques hasta que murieron de viejos. Él se ha convertido en uno de ellos. Su barbilla y sus mejillas se han cubierto de una piel rasposa.»

Veinticuatro horas invirtieron en absurdos cálculos de diferencias horarias y de horarios de atención al público de la embajada sueca en Canberra, en innumerables esfuerzos por dar con algún responsable de la asociación sueco–australiana, que resultó contar con un número sorprendente de miembros. Pero no consiguieron localizar a Aron Cantor en ninguna parte. No se había inscrito en la embajada y no había tenido relación alguna con la asociación sueca. Ni siquiera un viejo jardinero de Perth, que se llamaba Karl–Håkan Wester y que tenía fama de conocer a todos los suecos que vivían en Australia, pudo aportar ningún dato sobre su paradero.

Hablaron de poner algún anuncio, de solicitar su búsqueda y captura. Pero Louise aseguraba que Aron era tan reservado que, para pasar inadvertido, podía incluso cambiar de color. Que era capaz de despistar a sus perseguidores convirtiéndose en su propia sombra.

No encontrarían a Aron. ¿No sería ése, en el fondo, el deseo de su hija? ¿No querría arrebatarle a Aron el derecho a acompañar a la tumba a su propio hijo, en venganza por todas las heridas que le había causado a ella?

Artur se lo preguntó sin ambages y ella le contestó con sinceridad que no lo sabía.

Aquellos días de septiembre, ella se pasó llorando la mayor parte del tiempo. Artur callaba ante la mesa de la cocina. No podía consolarla, lo único que podía ofrecerle era silencio. Pero el silencio era frío y con él sólo conseguía acentuar su desesperación.

Una noche, Louise entró en el dormitorio de Artur y se acurrucó en su cama, como hizo durante años, después de la muerte de Heidi en la solitaria laguna. Se quedó totalmente inmóvil, con la cabeza apoyada en su brazo. Ninguno de los dos dormía, los dos callaban. La ausencia de sueño era como una espera a que la espera terminase. Pero aquel amanecer, Louise sintió que no debía seguir impasible. Aunque no se creía con la energía suficiente, tenía que averiguar qué fuerzas ocultas le habían arrebatado a su único hijo.

Se levantaron temprano y se sentaron en la cocina. Fuera caía la lluvia con sordo repiqueteo otoñal. Las serbas lucían su rojo intenso. Ella le pidió prestado el coche, pues deseaba regresar a Estocolmo esa misma mañana. Artur se inquietó al oírla, pero su hija lo tranquilizó. Conduciría despacio y no pensaba dejarse caer con el coche por ningún precipicio. Ya no moriría nadie más, por ahora. Pero necesitaba volver al apartamento de Henrik. Estaba convencida de que él le había dejado alguna pista. No había ninguna carta, pero Henrik no escribía cartas, dejaba otros mensajes que sólo ella podría interpretar.

–No me queda otra alternativa –declaró al fin–. Tengo que hacerlo. Después, volveré aquí.

Artur dudó un instante antes de mencionar algo inevitable. ¿Qué pasaría con el entierro?

–Ha de celebrarse aquí –contestó Louise–. ¿Dónde, si no? Pero tendrá que esperar.

Louise partió una hora después. El coche olía a antiguas penurias, a cacería y a herramientas engrasadas. En el maletero había todavía una vieja manta de las que su padre utilizaba para los perros. Condujo despacio por entre los espesos bosques y, cerca del límite con la región de Dalarna, creyó ver un alce en un claro del bosque. Llegó a Estocolmo bien entrada la tarde. Circuló por las frías y resbaladizas calles y, mientras intentaba concentrarse en la conducción, se decía que era su último deber para con Henrik. Ella tenía que mantenerse con vida. Ninguna otra persona se molestaría en averiguar qué había sucedido. Su muerte le exigía que siguiese viva.

Se alojó en un hotel situado en el barrio de Slussen, demasiado caro, y dejó el coche aparcado en un garaje subterráneo. Hacia el atardecer, volvió a la calle de Tavastgatan. Para armarse de valor, abrió la botella de whisky que había comprado en el aeropuerto de Atenas. «Igual que Aron», constató. «Nunca me gustó que bebiese directamente de la botella, y ahora resulta que yo hago lo mismo.» Abrió la puerta. La policía no la había precintado.

En el suelo del vestíbulo había unos folletos publicitarios, pero ninguna carta. Tan sólo una postal de alguien llamado Vilgot que, con gran entusiasmo, le describía unas murallas de Irlanda. La postal representaba una amplia y verde pendiente que iba a morir a un inmenso mar gris, pero, curiosamente, no había ni rastro de murallas. Permaneció inmóvil en el vestíbulo, conteniendo la respiración, hasta que fue capaz de controlar el pánico y el deseo de salir corriendo de allí. Después se quitó el abrigo y los zapatos. Recorrió despacio el apartamento. Se habían llevado las sábanas de la cama. Volvió al vestíbulo y se sentó en el taburete que había junto al teléfono. El piloto del contestador automático parpadeaba. Ella pulsó el botón de escucha de los mensajes grabados. Oyó entonces, en primer lugar, la voz de un tal Hans, que preguntaba a Henrik si le apetecía ir al Museo Etnográfico para ver una exposición de momias peruanas. Después oyó el clic correspondiente a una llamada sin mensaje. La cinta siguió avanzando. Entonces reconoció su propia voz en el mensaje que dejó cuando llamó desde la casa de Mitsos. Oyó su regocijo ante el futuro encuentro que, no obstante, no llegaría a producirse. Después ella una vez más, ya desde Visby. Rebobinó la cinta y volvió a escucharla. En primer lugar, la llamada de Hans; después, la de alguien que no había dejado mensaje y, finalmente, las suyas. Se quedó inmóvil junto al teléfono. El piloto había dejado de parpadear. Pero, en su lugar, una luz empezó a brillar en el interior de Louise, una luz de alerta, similar a la que se encendía en el contestador automático cuando había mensajes. En su interior, también había un mensaje. Contuvo la respiración e intentó no dejar escapar la idea. Que alguien llamase y dejase grabada su respiración sin decir nada antes de colgar era algo que sucedía constantemente, también ella lo hacía, al igual que, con toda probabilidad, el propio Henrik. Lo que había llamado su atención eran sus propias llamadas. ¿Habría llegado Henrik a oírlas?

De repente, tuvo la certeza de que él nunca las escuchó. Las señales resonaron sin hallar un destinatario.

Sintió miedo, pero necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para encontrar alguna pista. Sin duda Henrik le había dejado algún mensaje. Entró en la habitación que él solía utilizar para trabajar y donde tenía, además, el equipo de música y el televisor. Se colocó en el centro y observó con atención a su alrededor.

No parecía faltar nada. «Está demasiado ordenada», advirtió. «Henrik no solía limpiar mucho. Siempre estábamos discutiendo sobre la importancia de ser ordenado.» Volvió a recorrer todo el apartamento. ¿No lo habría ordenado la policía? Tenía que preguntarles. Buscó el número de teléfono que Göran Vrede le había dado y logró contactar con él. Por el ruido, dedujo que el policía estaba muy ocupado, de modo que no le hizo ninguna otra pregunta.

–Nosotros no ordenamos nada –aseguró Göran Vrede–. Aunque sí intentamos reestablecer el orden que nosotros mismos rompemos.

–Las sábanas no están en la cama.

–Si había, nosotros no nos las llevamos. No nos llevamos ningún objeto, pues tampoco había sospecha de robo.

Se disculpó aduciendo que tenía prisa y le dijo la hora a la que podía llamarlo al día siguiente. Louise se levantó para observar la habitación. Después fue a mirar el cubo de la ropa sucia que había en el cuarto de baño. Allí no había sábanas, tan sólo un par de vaqueros. Rebuscó metódicamente por todo el apartamento, pero no halló las sábanas sucias. Se sentó en el sofá y observó la habitación desde ese lugar. Había algo en aquel orden que no encajaba. No supo determinar qué era lo que se apartaba de lo que ella esperaba encontrar. «Henrik no querría enviarme ningún mensaje con esta limpieza», se dijo. No lograba distinguir lo que la llenaba de inquietud. Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Estaba casi vacío, tal y como ella había supuesto.

Después, volvió al escritorio. Abrió los cajones y halló papeles, fotografías, viejas tarjetas de embarque rasgadas… Eligió una, al azar. El 12 de agosto de 1999, Henrik viajó a Singapur con la compañía Qantas. Ocupó el asiento 37 K. En el reverso de la tarjeta de embarque había una anotación: «Ojo, la llamada telefónica». Y eso era todo.

Continuó aproximándose cautamente a la vida de su hijo o, al menos, a los aspectos que desconocía. Le dio la vuelta al cartapacio, que tenía la fotografía de unos cactus en el desierto. Y allí había una única carta. Enseguida vio que era de Aron. Reconoció su letra enmarañada, siempre garabateada a toda prisa. Dudó de si debía o no leerla. ¿Deseaba, en verdad, saber qué tipo de relación habían mantenido? Tomó el sobre y le dio la vuelta. La dirección era prácticamente ilegible.

Se colocó junto a la ventana de la cocina e intentó imaginar cómo reaccionaría Aron ante esa tragedia, un hombre que no derrochaba sentimientos, que siempre se esforzaba por mantenerse impasible ante la vida y sus contrariedades.

«Tú me necesitas», se dijo. «Del mismo modo que te necesitábamos tanto Henrik como yo. Pero nunca venías cuando llamábamos. Al menos, no cuando llamaba yo»

Volvió al escritorio y miró la carta, pero, en lugar de leerla, se la guardó en el bolsillo.

En uno de los cajones del escritorio estaban las agendas y los diarios de Henrik. Ella sabía que su hijo escribía con regularidad. Sin embargo, temía comprobar en los diarios que ella nunca había conocido realmente a su hijo. Tendría que enfrentarse a ello más tarde. También encontró varios discos compactos; según se leía en el disco, eran copias de archivos de un ordenador. No obstante, no halló ningún ordenador. Aun así, se guardó los discos en el bolso.

Abrió la agenda de 2004 y la hojeó hasta llegar a la última anotación, escrita pocos días antes de que ella partiese de Grecia. «Lunes 13 de septiembre. Intentar comprender.» Eso era todo. ¿Qué era lo que su hijo tenía que comprender? Siguió hojeando hacia atrás, pero las anotaciones de los últimos meses eran escasas. Avanzó, entonces, en el tiempo, hasta los días que Henrik no llegaría a vivir nunca. Y halló una única anotación. «Día 10 de octubre. A B.»

«No te encuentro», se lamentó, «y sigo sin lograr interpretar tus pistas. ¿Qué ocurrió en este apartamento? ¿Qué sucedía en tu interior?» De pronto, cayó en la cuenta. Alguien había estado en el apartamento después de que hubiesen retirado el cuerpo de Henrik y todos se hubiesen marchado. Alguien había entrado allí, igual que ella.

Por lo tanto, no era que le resultara difícil hallar las pistas que Henrik le hubiese dejado, sino que la distraían las de otros. Las agujas de la brújula giraban sin detenerse.

Continuó inspeccionando metódicamente el escritorio y todas las estanterías. Pero no halló nada.

De improviso, se sintió cansada. «Alguna pista tuvo que dejar.» Volvió a experimentar la misma sensación: alguien había estado en el apartamento, pero ¿quién iba a entrar a ordenarlo todo y llevarse las sábanas de la cama? Debía de faltar algo más, algo que ella no lograba descubrir. ¿Y por qué las sábanas? ¿Quién se las habría llevado? Se puso a revisar los armarios. En uno de ellos, encontró varios archivadores gruesos, sujetos con un pequeño cinturón. En la tapa, Henrik había escrito con rotulador negro las iniciales «C.K.». Sacó los archivadores y los colocó sobre la mesa. El primero estaba lleno de documentos impresos y fotocopias. El texto estaba en inglés. Los hojeó y empezó a leerlos. Lo que leyó la llenó de asombro. Trataba sobre el cerebro de Kennedy, el presidente estadounidense. Siguió leyendo con el ceño fruncido y empezó de nuevo, esta vez con más atención.

BOOK: El cerebro de Kennedy
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