El corredor de fondo (43 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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Al día siguiente me separé del grupo y volví en coche a Prescott. Les dije a todos que no se acercaran para nada a mí en las siguientes 48 horas y me obedecieron. Encontré la casa tal y como la habíamos dejado. El setter irlandés, a quien durante todo aquel tiempo había estado cuidando uno de los empleados de mantenimiento del campus, salió corriendo a recibirme, saltando y ladrando de alegría; la bicicleta de Billy seguía en el porche; en el parterre, florecían unos cuantos lirios blancos, áster y polemonios; en el jardín de atrás, las tomateras estaban un poco mustias por la falta de agua, aunque ya tenían unos cuantos tomates. Como si fuera un autómata, coloqué el aspersor junto a las plantas y abrí el grifo del agua.

En la casa, encontré sus viejas Tiger, las que llevaba cada día, cubiertas de polvo junto a la puerta. Su máquina de escribir seguía sobre la mesa que había junto a la ventana, rodeada de carpetas llenas de papeles del programa de estudios gay. En la cocina, los cereales y los frutos secos seguían sobre la estantería y en la nevera había unas cuantas patatas que empezaban a echar brotes. Sus cinturones y sus vaqueros viejos seguían colgados en el armario y la vieja cama de madera de nogal, cuya colcha estaba ahora cubierta de polvo, seguía en la habitación.

Cerré la puerta con llave y me quedé a solas el resto del día, sin comer, sin apenas moverme. La urna con las cenizas estaba sobre la mesita de noche. Me costaba recordar que Billy hubiera existido alguna vez. Sin embargo, allí estaban sus cenizas, y todas sus cosas seguían en la casa, y en alguna clínica guardaban una docena de muestras congeladas de su semen, y había también un récord mundial y un montón de titulares de periódicos, y mucha gente que conservaba recuerdos de Billy en la memoria.

Anocheció. Había dado orden a la centralita del campus de desviar todas las llamadas, así que ningún sonido perturbó el silencio de la casa. Me tumbé sobre la cama, completamente vestido y a oscuras. A través de la ventana, me llegaba el suave murmullo de la brisa entre los abetos. Horas después, escuché el ruido de las gotas de lluvia que caían desde los aleros de la casa. Llovía: una lluvia otoñal fina y cálida. La urna con las cenizas seguía sobre la mesita de noche. Me quedé dormido, supongo que de puro agotamiento, y desperté de repente, sobresaltado. Había oído un ruido. Me apoyé sobre un codo y escuché atentamente. Volví a oír el ruido, en mitad del silencio de la casa. Era un tintineo metálico que procedía de la cocina, como si alguien hubiera tocado una taza. Me eché a temblar violentamente y un sudor pegajoso cubrió todo mi cuerpo. Probablemente, en aquel momento estuve a un paso de la locura. Me levanté de la cama a toda prisa y me dirigí al salón. Se oyó de nuevo el ruido y yo me estremecí de alegría. A pesar de que las piernas me temblaban, me dirigí a la cocina, sin saber muy bien qué esperaba encontrar allí. Vi una sombra oscura que se movía y se acercaba a mí: era el perro. Había estado husmeando en su plato de comida, que era de porcelana, y la placa metálica en la que habíamos grabado su nombre había golpeado suavemente el plato. El pobre estaba hambriento y triste: se acercó, gimiendo lastimeramente, y apoyó el morro en mi mano. Me dejé caer en una silla de la cocina y esperé hasta que mi cuerpo dejó de temblar. Luego encendí la luz, abrí una lata de comida para perros y le di de comer.

A través de las ventanas, se colaron los primeros rayos de luz gris. Ahora que la estación estaba bastante avanzada, amanecía más tarde. Vagamente, esperé oír el alegre y despreocupado canto de los pájaros, pero ya estábamos en otoño y muy pocos pájaros cantaban. Me levanté y me puse los zapatos. Apenas eran las cinco y media de la mañana, pero cogí la urna de las cenizas, dejé al perro encerrado en la casa y salí, sin preocuparme siquiera de ponerme un impermeable. Lo primero que hice fue acercarme a la vieja pista de ceniza: esparcí unos cuantos puñados de cenizas de Billy, para que las zapatillas de mis estudiantes de primer año pisaran un terreno más suave. No sentí dolor al tocar sus cenizas. En realidad, no sentí nada. Luego recorrí los casi cinco kilómetros de la pista que se adentraba en el bosque y noté en el rostro la frialdad de la neblina. Nadie había usado la pista principal desde que Billy y yo habíamos ido a correr allí por última vez, en julio. Hacía ya mucho tiempo que la lluvia había borrado las huellas de nuestras zapatillas de clavos. Giré al llegar a la pista secundaria y seguí caminando: daba un pequeño rodeo cuando me encontraba con hiedra venenosa y me detenía cada vez que los pantalones se me enganchaban en los zarzales. Finalmente, bajé la pendiente que descendía entre los laureles de montaña, cuyas vainas colgaban como si fueran pequeños racimos de uvas verdes. En el claro, los helechos empezaban a amarillear: se estaban marchitando. Las hojas de las hayas habían adquirido ya un tono marrón y la cascada que caía sobre las piedras cubiertas de musgo se había secado y ahora no era más que un hilo de agua.

En aquel lugar esparcí el resto de las cenizas de Billy. Después cavé un pequeño agujero en el suelo, enterré la urna, por último, me quité la tierra y las cenizas de las manos en el chorro de agua que caía entre las piedras. Los budistas habrían dicho que Billy había regresado al ciclo de la vida.

Dos semanas más tarde, la universidad abrió sus puertas y yo regresé a mi puesto de entrenador. Joe Prescott había sugerido que mis ayudantes se ocuparían de todo durante aquel semestre, para que yo pudiera irme a alguna parte a descansar, pero yo sabía que aquello no me serviría de nada. Una semana después de que llegara el grueso de estudiantes, di mi habitual charla a todo el campus, acompañada de un pase de diapositivas, para conseguir que los chicos se interesaran por el atletismo. La charla no estuvo a la altura de anteriores ocasiones: no hice bromas y, en realidad, fue bastante más sosa de lo habitual, pero conseguí que ciento quince chicos y chicas se apuntaran de inmediato. Jamás había entrenado a tanta gente. Por otro lado, llegaron bastantes corredores buenos de otras universidades. Por primera vez, Prescott iba a tener un equipo fantástico en conjunto, y no sólo fantástico porque en él hubiera superestrellas como Billy o Vince. Los chicos se me acercaban con las miradas cargadas de ambición. Muchos se solidarizaban conmigo por lo que le había ocurrido a Billy y algunos hasta querían hablar de los Juegos Olímpicos de 1980.

Llegaron también dos corredores gay, dos corredores de maratón procedentes de la UCLA. Tenía que darles cobijo porque si no lo hacía yo… ¿quién lo haría? Si los hubiera rechazado a causa de mi dolor, la muerte de Billy habría sido en vano.

—Yo os entreno, pero bajo vuestra propia responsabilidad —les dije—. Quiero que lo entendáis.

Cada día iba a la pista y, bajo el cálido sol otoñal, cronometraba tiempos con mi Harper Split. Los corredores pasaban junto a mí a toda velocidad y sus zapatillas de clavos crujían sobre la pista de ceniza, pero, por primera vez en mi vida, ya no veía a aquellos corredores como mitos sexuales. Para mí, no eran más que objetos que se movían, capacidad pulmonar, deficiencias de glucógeno…

Me esforcé por recordar a Billy en la pista, cuando estaba junto a la grada descubierta secándose el sudor con una toalla; me esforcé por recordar el vapor que emanaba de sus hombros y de sus piernas bajo el sol de invierno. Pero los recuerdos que yo tenía de Billy en vida habían desaparecido. Cuando contemplaba la pista, lo único que veía era a Billy tendido en la calle 1 y las gafas rotas junto a él. Cuando entraba en el vestuario, veía a Billy estirado en uno de los bancos, con una pierna colgando a un lado y con los clavos de su zapatilla rozando el suelo de cemento, mientras la sangre manaba de su cabeza y formaba un charco en el suelo. Cada rincón del campus era para mí una fuente de recuerdos y, en cambio, sólo veía su muerte. La imagen de su cadáver se había atascado en mi mente igual que una diapositiva en color se atasca en el proyector. En el salón de nuestra casa, Billy estaba sentado en su silla, con la cabeza apoyada sobre la máquina de escribir, rodeado de papeles empapados de sangre. En nuestro jardín, Billy yacía muerto sobre el césped sin cortar, junto al último áster en flor del parterre.

En Nueva York, cuando John y yo nos reuníamos para hablar de negocios, me ocurría lo mismo. Pasábamos junto a Central Park y, entre los árboles, veía el tiovivo: Billy se había desplomado sobre el caballo dorado y tenía la cabeza apoyada en la barra. Las gotas de sangre resbalaban por la barra, mientras el tiovivo giraba lentamente y sonaba Cuando termine el baile. Pasábamos junto a los cines de películas para hombres y lo veía tumbado en una butaca, con la cabeza inclinada hacia atrás y la camisa desabrochada. La luz de la pantalla iluminaba la sangre que manaba de su herida.

Por primera vez en mi vida, maldije mi autocontrol, ese autocontrol que durante los primeros cinco meses me había impedido disfrutar de su amor. Le recé a Dios:

—Dios, me estás ayudando demasiado. Me has hecho demasiado fuerte. Descansa un poco, deja que me hunda en mi dolor, permíteme llorar y lamentarme, permíteme enloquecer y gritar y darme cabezazos contra la pared.

Cada día corría quince kilómetros, preparaba al equipo de cross para las competiciones en las ciudades del este y esquivaba a los periodistas morbosos. Ahora que ya no estaban ni Vince ni Billy, el programa de estudios gay iba un poco a la deriva. Joe contrató rápidamente a un joven activista de Nueva York, Jan Van Deusen, para que se hiciera cargo: con la ayuda del psicoterapeuta y varios estudiantes, pronto consiguió reorganizar el programa. No era, sin embargo, una tarea fácil, puesto que la compasión y la personalidad de Billy habían sido el alma del aquel programa. Van Deusen se mostró de acuerdo conmigo y con Joe en que aquel programa debía tener valor por sí mismo, independientemente de las personas que lo dirigieran. Muy pronto, el servicio gay de atención telefónica se puso en marcha otra vez; atendía llamadas esporádicas pero desesperadas procedentes de otros campus. Algunos de los que llamaban eran atletas desconsolados.

Aquel otoño vi muy poco a Vince. Tras la muerte de Billy, Vince perdió el control por completo. En cierta manera, envidiaba su gran capacidad de sentir dolor. Anunció que no quería seguir corriendo, abandonó el circuito profesional y colgó las zapatillas. Se instaló en Nueva York y muy pronto se vio involucrado en el activismo más radical. Gracias a su condición de mejor amigo de Billy, a su propia condición, a su profundo y desesperado dolor, y a su físico imponente, pronto estuvo en primera fila con los líderes gay más radicales. Muy pronto, también, mostró el carisma de un revolucionario. Cuando Vince venía a verme a Prescott, o cuando nos encontrábamos en Nueva York, hablaba tanto de Billy que yo me alegraba cuando al fin se iba. Era el único, en mi círculo de amistades, que no se había dado cuenta de que yo ni siquiera soportaba oír el nombre de Billy.

En plena temporada de cross, tuve que enfrentarme a la «caza de la chica», como había dicho Billy en Montreal. Me pregunté, sin mucho entusiasmo, si tal vez tener un niño cerca me convertiría de nuevo en un ser humano. Era una cuestión bastante dolorosa y supongo que la habría ido retrasando, pero el doctor de la clínica me advirtió que el semen sólo podía conservarse durante dos años y medio. Si encontrábamos pronto a la mujer adecuada, tal vez podríamos conseguir dos niños con aquellas muestras. Una tarde de finales de octubre, Betsy vino a verme a mi despacho del edificio de instalaciones deportivas. Llevaba un impermeable verde muy largo, sujeto con un cinturón, y un maletín en la mano. Tenía el pelo mojado. Se sentó en el sillón de madera de roble, junto a mi escritorio, y hablamos sobre su rendimiento. Me dijo que tenía verdaderos problemas para seguir los entrenamientos de la categoría en la que yo creía que ella debía correr.

—Lo que me pasa —confesó— es que no soy una persona muy competitiva. Creo que en el fondo sólo lo hago para sentirme bien y tener un cuerpo bonito. La verdad es que no estoy muy motivada.

—La motivación es importante —le dije.

—Como Billy —dijo—. Él sí que tenía motivación.

Bajé la vista y contemplé el escritorio.

—Lo siento, Harlan —susurró ella suavemente, segundos después.

—Es culpa mía —dije—. Todavía no me he hecho a la idea.

Betsy siguió allí sentada, contemplando el maletín que reposaba sobre su regazo. Tenía un aspecto frágil y contenido. De los amigos de Billy, ella era la que peor había asumido la tragedia. Tras la muerte de Billy, se había vuelto más silenciosa, había dejado de ser aquella oradora callejera. Se había concentrado en sus estudios de último año y ni siquiera había asistido a las competiciones de puertas abiertas del equipo.

—Harlan —dijo—, perdóname, pero hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Fuera, los alumnos desfilaban por el pasillo para asistir a una clase. Me puse en pie, colgué el cartel de «Entrenador reunido» en la puerta y la cerré.

—He oído que buscas a una mujer para… para…

—¿Quién te lo ha dicho? —ladré. Yo estaba muy preocupado por si aquello empezaba a circular por ahí.

—Vince. No te preocupes, no se lo ha contado a nadie más. Ni yo tampoco.

—Vince siempre habla demasiado —dije, amargamente.

—No te enfades con él. Sólo quiere ayudar. Da igual, lo que yo quería decirte es que… —jugueteó con el asa de su maletín—. Billy era el mejor amigo que he tenido en toda mi vida. Era el único hombre con el que no me sentía amenazada. Te aseguro que, hasta que lo conocí a él, odiaba a los hombres, porque siempre he creído que son muy egoístas y sólo buscan su propia satisfacción. Pero Billy me enseñó que los hombres también pueden ser amables y que pueden ser unos amigos maravillosos.

Seguí sentado, rígido e inmóvil, con la vista clavada en la pila de papeles que había sobre mi escritorio: horarios, solicitudes de inscripción para las competiciones, revistas de atletismo…

—Bueno —prosiguió Betsy—, el caso es que he estado pensando y… yo siempre he querido tener un hijo, pero… bueno, no soporto la idea de follar con un tío, ni siquiera para eso y… —se ruborizó un poco—. Si se trata de inseminación artificial… creo que, si existe un hombre con el que yo quiera tener un hijo, es Billy. ¿Entiendes lo que quiero decir? Era mi amigo y quiero hacerlo por él.

Me cubrí la cara con ambas manos y descubrí, en aquel preciso instante, la inmensa capacidad que tenía para experimentar dolor. Ella seguía allí sentada, en la misma silla en que se había sentado Billy el día que nos conocimos. Me esforcé por recordarlo vestido con su vieja chaqueta de cuello Mao, quise recordar la forma en que me había mirado con aquellos ojos claros y la forma en que había dicho «Somos gay», pero no pude recordar nada. En aquel momento, incluso las imágenes de su muerte habían desaparecido. Billy no había existido nunca. Sólo había sido una fantasía, una de esas fantasías de las películas gay, en las que los amantes siempre son jóvenes, guapos y fogosos, en las que la muerte no existe.

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