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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (10 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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Una ramita se partió en algún sitio a su derecha y él giró la cabeza en aquella dirección. Contuvo la respiración para escuchar. Se oyó otro chasquido, esta vez más alto, igual que si alguien hubiera roto un palo en su rodilla.

—¿Quién anda ahí? —gritó Thomas, y un cosquilleo provocado por el miedo le recorrió los hombros. Su voz rebotó en las copas de los árboles y resonó en el aire. Se quedó helado, clavado en el sitio, mientras todo quedaba cada vez más en silencio, salvo por el canto de unos pájaros a lo lejos. Pero nadie respondió a su pregunta. Ni tampoco oyó más sonidos que vinieran de aquella dirección.

Sin detenerse a pensarlo, Thomas se dirigió hacia el ruido que había oído. No se molestó en ocultar su avance y fue retirando las ramas mientras caminaba, para luego devolverlas a su posición inicial al soltarlas. Entrecerró los ojos para tratar de ver en la oscuridad en aumento, deseando tener una linterna. Pensó en las linternas y en su memoria. Una vez más, recordaba una cosa tangible del pasado, pero no podía nombrar un momento o un lugar específico ni relacionarlo con alguna persona o acontecimiento. Era frustrante.

—¿Hay alguien ahí? —volvió a preguntar un poco más calmado, puesto que el ruido no se había repetido. Lo más seguro era que fuese un animal, quizás otra cuchilla escarabajo. Pero, por si acaso, dijo—: Soy yo, Thomas. El nuevo. Bueno, el segundo más nuevo.

Hizo un gesto de dolor y sacudió la cabeza con la esperanza de que no hubiera nadie allí. Había sonado como un completo idiota.

De nuevo, no obtuvo respuesta.

Caminó alrededor de un gran roble y se paró en seco. Un escalofrío glacial le bajó por la espalda. Había llegado al cementerio.

No era un espacio muy grande, tal vez de unos treinta metros cuadrados, y estaba cubierto de una capa densa de malas hierbas que crecían cerca del suelo. Thomas vio varias cruces de madera dispuestas torpemente que asomaban entre los matojos, con la parte horizontal atada con cuerda a la vertical. Las lápidas de las tumbas habían sido pintadas en blanco por alguien que sin duda tenía prisa, pues estaban llenas de pegotes gelatinosos y lucían vetas sin pintar. Los nombres estaban tallados en la madera.

Thomas se acercó, vacilante, a la más próxima y se arrodilló para echar un vistazo. Había tan poca luz que parecía como si mirara a través de una niebla negra. Hasta los pájaros se habían callado, como si se hubieran ido a dormir porque era de noche, y el sonido de los insectos apenas era perceptible o, al menos, mucho menos de lo normal. Por primera vez, Thomas se dio cuenta de lo húmedo que era el bosque, del ambiente cargado que ya le cubría de sudor la frente y el dorso de las manos.

Se acercó más a la primera cruz. Parecía reciente y en ella estaba escrito el nombre de Stephen, con la
n
muy pequeña y en el borde porque el que lo había tallado no había calculado bien el espacio que iba a necesitar.

«¿A ti qué te pasó? ¿Chuck te molestó hasta matarte?».

Se incorporó y se acercó a otra cruz, esta casi totalmente llena de maleza, con el suelo firme en la base. Quienquiera que fuese, debía de haber sido uno de los primeros en morir, porque su tumba parecía la más vieja. El nombre que se leía era George.

Thomas miró a su alrededor y vio que había una docena de tumbas más. Un par parecía tan reciente como la primera que había examinado. Un destello plateado atrajo su atención. Era diferente al del escarabajo que, correteando, le había llevado hasta el bosque, pero igual de extraño. Se movió entre las lápidas hasta que fue a parar a una tumba cubierta con un plástico o un cristal mugriento, con los bordes llenos de porquería. Entrecerró los ojos para intentar averiguar qué había al otro lado y soltó un grito ahogado al verlo con claridad. Era una ventana a otra tumba, una que tenía los restos polvorientos de un cadáver en proceso de putrefacción. A pesar del miedo y del asco que le daba, Thomas, curioso, se acercó aún más para verlo mejor. La tumba era más pequeña de lo normal y en su interior guardaba sólo la mitad superior de la persona fallecida. Recordó la historia de Chuck sobre el chico que intentó descender por el agujero oscuro de la Caja tras bajar el ascensor, para acabar cortado en dos por algo que atravesó el aire. Había unas palabras grabadas en el cristal; Thomas apenas pudo leerlas:

Que todos vean la mitad de este pingajo

Y sirva para que otros no escapen por ahí abajo.

Le entraron unas extrañas ganas de reírse. Le parecía demasiado ridículo para ser verdad. Pero también se indignó consigo mismo por ser tan simplista y superficial. Negó con la cabeza y se apartó para leer más nombres de los muertos, cuando oyó otra ramita que se partía, esta vez justo delante de él, detrás de los árboles al otro lado del cementerio.

Luego hubo otro chasquido. Y otro. Se estaba acercando, pero estaba demasiado oscuro.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con una voz temblorosa y apagada que parecía estar hablando dentro de un túnel vacío—. En serio, esto es una estupidez —odiaba reconocer lo aterrorizado que estaba.

En vez de responder, la persona dejó de actuar con sigilo y echó a correr, haciendo ruido por todo el bosque alrededor del cementerio y moviéndose en círculo hacia donde estaba Thomas. Éste se quedó inmóvil; el pánico se había apoderado de él. Ahora que el visitante estaba a tan sólo unos metros, se le oía cada vez más fuerte, hasta que alcanzó a ver la sombra de un chico flacucho y cojo que corría de una forma extraña, como dando saltitos.

—¿Quién demo…?

El chico salió de entre los árboles antes de que Thomas pudiera acabar la frase. Sólo vio una piel pálida y unos ojos enormes, la imagen espeluznante de una aparición; gritó, intentó correr, pero era demasiado tarde. La figura saltó en el aire y se abalanzó sobre él. Le golpeó en los hombros y unas manos fuertes le agarraron. Thomas se cayó al suelo y notó cómo una lápida se le clavaba en la espalda antes de partirse en dos y arañarle profundamente la piel.

Empujó y le dio manotazos a su atacante, un implacable revoltijo de piel y huesos que brincaba sobre Thomas mientras trataba de hacerse con él. Parecía un monstruo sacado de una pesadilla, pero sabía que tenía que ser un clariano, alguien que había perdido totalmente la cabeza. Oyó unos dientes entrechocando, una mandíbula que se abría y cerraba con un espantoso clac, clac, clac. Entonces notó una irritante punzada de dolor cuando la boca del chico entró en contacto con el hombro de Thomas y le mordió profundamente.

Thomas gritó y sintió el dolor como una oleada de adrenalina en la sangre. Plantó las palmas de las manos contra el pecho del atacante y empujó, estirando los brazos y forzando los músculos contra la figura que luchaba encima de él. Al final, el muchacho cayó hacia atrás y se oyó un fuerte chasquido en el aire cuando otra lápida encontró su fin.

Thomas se escabulló sobre las manos y los pies, intentando recuperar el aliento, y por primera vez vio bien a su atacante enloquecido. Era el chico enfermo.

Era Ben.

Capítulo 11

Parecía que Ben se había recuperado sólo un poco desde que Thomas le había visto en la Hacienda. No llevaba más que unos pantalones cortos, y su piel, más blanca que el papel, se extendía por sus huesos como una sábana bien envuelta alrededor de un montón de palos. Unas venas como cuerdas le recorrían el cuerpo y latían, verdes, pero menos marcadas que el día anterior. Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en Thomas como si estuvieran viendo su próxima comida.

Ben se agachó, listo para saltar y comenzar otro ataque. En algún momento había aparecido un cuchillo, que agarraba con la mano derecha. A Thomas le embargó una sensación de mareo y miedo; no se acababa de creer que aquello estuviese ocurriendo de verdad.

—¡Ben!

Thomas miró hacia el sitio de donde procedía la voz y se sorprendió al ver a Alby en el límite del cementerio, como un mero fantasma bajo aquella luz tenue. El alivio inundó el cuerpo de Thomas. Alby sostenía un gran arco con una flecha lista para matar, apuntando directa a Ben.

—Ben —repitió Alby—, para ya o no llegarás a mañana.

Thomas volvió a mirar a Ben, que tenía la vista clavada en Alby con fiereza y se pasaba rápidamente la lengua por los labios para humedecerlos. «¿Qué le pasa a ese chaval?», se preguntó Thomas. El muchacho se había convertido en un monstruo. ¿Por qué?

—Si me matas —chilló Ben, escupiendo saliva por la boca, lo bastante lejos para no salpicarle a Thomas en la cara—, te habrás equivocado de tío —volvió a clavar los ojos en Thomas—, Él es el pingajo al que quieres matar —tenía la voz dominada por la locura.

—No seas tonto, Ben —dijo Alby con voz calmada mientras continuaba apuntándole con la flecha—. Thomas acaba de llegar, no tienes por qué preocuparte. Todavía estás molesto por el Cambio. No deberías haberte movido de la cama.

—¡No es uno de nosotros! —gritó Ben—. Le he visto. Es… es malo. ¡Tenemos que matarlo! ¡Déjame que le destripe!

Thomas retrocedió un paso involuntariamente, horrorizado por lo que Ben había dicho. ¿Qué quería decir con que le había visto? ¿Por qué pensaba que Thomas era malo?

Alby no había movido su arma ni un centímetro y aún seguía apuntando a Ben.

—Eso ya lo averiguaremos los guardianes y yo, cara fuco —sujetaba el arco con firmeza, casi como si lo tuviera apoyado en una rama para aguantarlo—. Ahora devuelve tu esquelético culo a la Hacienda.

—Él querrá llevarnos de vuelta a casa —dijo Ben—. Querrá sacarnos del Laberinto. ¡Será mejor que nos tiremos todos por el Precipicio! ¡Será mejor que nos saquemos las tripas los unos a los otros!

—¿De qué estás hablando…? —empezó a decir Thomas.

—¡Cállate la boca! —gritó Ben—. ¡Asqueroso traidor!

—Ben —intervino Alby, tranquilo—, voy a contar hasta tres.

—Es malo, es malo, es malo… —susurraba ahora Ben, en casi un canturreo. Se balanceaba adelante y atrás, cambiando el cuchillo de una mano a otra, con los ojos fijos en Thomas.

—Uno.

—Malo, malo, malo, malo, malo…

Ben sonrió y sus dientes parecieron brillar, verdosos bajo aquella luz pálida. Thomas quiso apartar la mirada, marcharse de allí, pero no pudo moverse; estaba demasiado absorto, demasiado asustado.

—Dos —Alby alzó la voz a modo de advertencia.

—Ben —dijo Thomas, intentando encontrarle sentido a todo aquello—, no soy… Ni siquiera sé qué…

Ben dio un grito ahogado de locura y saltó en el aire, agitando el cuchillo.

—¡Tres! —gritó Alby.

Se oyó el sonido del alambre al moverse, el zumbido de un objeto cortando el aire y el desagradable ruido húmedo al encontrar su objetivo. La cabeza de Ben giró con violencia hacia la izquierda y su cuerpo se retorció hasta que cayó sobre su estómago, con los pies apuntando a Thomas. No hizo ningún ruido.

Thomas se puso de pie de un salto y avanzó a trompicones. La larga saeta de la flecha estaba clavada en la mejilla de Ben y había menos sangre de lo que Thomas hubiese esperado, pero salía igualmente. Era negra en la oscuridad, como petróleo. Sólo se movió el dedo meñique de Ben, que se retorció. A Thomas le entraron ganas de vomitar. ¿Ben había muerto por él? ¿Era culpa suya?

—Vamos —ordenó Alby—. Los embolsadores se ocuparán de él mañana.

«¿Qué acaba de pasar aquí? —pensó Thomas, con el mundo inclinándose a su alrededor mientras contemplaba el cuerpo sin vida—. ¿Qué le había hecho yo a este chaval?».

Alzó la vista, queriendo respuestas, pero Alby ya se había marchado y una rama temblorosa era la única señal de que había estado allí.

• • •

Thomas apretó los ojos por la luz cegadora del sol al salir del bosque. Estaba cojeando, el tobillo le dolía muchísimo, aunque no recordaba habérselo lastimado. Llevó una mano con cuidado a la zona donde le habían mordido y con la otra se agarró el estómago como si aquello fuera a impedirle vomitar, lo que ahora creía inevitable. La imagen de la cabeza de Ben le vino a la memoria, ladeada de forma antinatural, la sangre bajando por la flecha hasta acumularla, goteando, salpicando el suelo…

Aquella imagen ya había sido el colmo. Se cayó de rodillas junto a uno de los esmirriados árboles de los alrededores del bosque y vomitó, haciendo arcadas mientras tosía y sacaba el último resto de la asquerosa bilis ácida que le quedaba en el estómago. Le temblaba todo el cuerpo y parecía que los vómitos no iban a cesar nunca.

Y entonces, como si su cerebro se burlase de él para empeorar las cosas, tuvo una idea. Llevaba en el Claro aproximadamente veinticuatro horas. Un día entero. Nada más y nada menos. ¡Y todo lo que había sucedido! Qué montón de cosas horribles.

Ahora seguro que sólo podía ir a mejor.

• • •

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