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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (2 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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—¿Qué guardián le vamos a poner? —gritó alguien al final del grupo.

—Ya te lo he dicho, cara fuco —respondió una voz chillona—. Es una clonc, así que será un deambulante, sin duda —el muchacho se rió como si hubiera dicho lo más gracioso del mundo.

Thomas sintió una vez más una persistente angustia debida a la confusión por oír tantas frases y palabras que no tenían sentido. Pingajo. Fuco. Guardián. Deambulante. Salían de las bocas de los chicos con tanta naturalidad que le parecía raro no entenderlas. Era como si su pérdida de memoria le hubiese robado una parte de su idioma. Era desorientador.

Diferentes emociones luchaban por el dominio en su mente y su corazón. Confusión. Curiosidad. Pánico. Miedo. Pero lo que las unía todas era la oscura sensación de completa desesperanza, como si el mundo hubiese acabado para él, como si hubiera sido borrado de su memoria y hubiese sido sustituido por algo horrible. Quería salir corriendo y esconderse de esa gente.

El chico de la voz áspera estaba hablando:

—… incluso eso es demasiado, me apostaría el hígado.

Thomas aún seguía sin verle la cara.

—¡He dicho que os calléis la boca! —gritó el moreno—. ¡Como sigáis dándole a la lengua, la siguiente interrupción la corto por la mitad!

Thomas se dio cuenta de que aquel debía de ser el líder. Como no soportaba que se le quedaran mirando embobados de aquella manera, se concentró en examinar el lugar que aquel chico había llamado el Claro.

El suelo del patio parecía estar hecho de enormes bloques de piedra, muchos de ellos agrietados, llenos de césped y hierbajos. Un extraño edificio de madera en ruinas, junto a una de las esquinas del cuadrado, contrastaba mucho con la piedra gris. Unos cuantos árboles lo rodeaban. Sus raíces eran como manos nudosas que se clavaban en el suelo de roca en busca de comida. En otra esquina del recinto había un huerto en el que Thomas distinguió, desde donde él estaba, maíz, tomateras y árboles frutales.

Al otro lado del patio había corrales de madera en los que se guardaban ovejas, cerdos y vacas. Un bosquecillo ocupaba la última esquina; allí, los árboles más cercanos parecían estar enfermos y al borde de la muerte. El cielo sobre sus cabezas era azul y estaba despejado, pero Thomas no vio ni rastro del sol, a pesar de la claridad del día. Las sombras que se movían lentamente por las paredes no revelaban la hora ni la dirección; podría haber sido temprano por la mañana o bien entrada la tarde. Al respirar hondo para intentar calmar sus nervios, le asaltó una mezcla de olores: tierra recién removida, estiércol, pino, algo podrido y algo dulce. De algún modo, supo que esos olores correspondían a una granja.

Thomas volvió a mirar a sus captores, incómodo pero a la vez desesperado por hacer preguntas.

«Captores —pensó—. ¿Por qué ha aparecido esa palabra en mi cabeza?».

Examinó sus caras, repasó todas sus expresiones, los juzgó. Los ojos de un muchacho reflejaban odio, lo que le dejó helado. Parecía tan enfadado que a Thomas no le habría sorprendido si se hubiera acercado a él con un cuchillo. Tenía el pelo negro y, cuando sus miradas se cruzaron, el chico sacudió la cabeza, se dio la vuelta y caminó hacia un poste de hierro grasiento con un banco de madera al lado. Una bandera multicolor colgaba débilmente de la punta del poste y, al no hacer viento, no se distinguía el dibujo que la decoraba. Conmocionado, Thomas permaneció con la vista clavada en la espalda del chico hasta que este se dio la vuelta para sentarse y, entonces, apartó la mirada enseguida.

De repente, el líder del grupo, que tendría unos diecisiete años, dio un paso adelante. Llevaba ropa normal: una camiseta negra, unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y un reloj digital. Por algún motivo, la ropa que llevaba le sorprendió; era como si todo el mundo tuviese que llevar puesto algo más amenazador, como el uniforme de un presidiario. El chico moreno tenía el pelo muy corto y la cara bien afeitada. Pero, aparte de un constante ceño fruncido, no había nada más en él que le asustara.

—Es una larga historia, pingajo —dijo el chico—. La irás aprendiendo poco a poco. Te llevaré de Visita mañana. Hasta entonces… no rompas nada —extendió la mano—. Me llamo Alby —sin duda, esperaba que le estrechara la mano. Thomas se negó. Una especie de instinto dominaba sus acciones y, sin decir nada, le dio la espalda a Alby y caminó hacia un árbol que había al lado, donde se dejó caer para sentarse con la espalda apoyada en la áspera corteza. El pánico volvió a crecer dentro de él hasta tal punto que apenas pudo soportarlo. Pero respiró hondo y se obligó a intentar aceptar la situación.

«Venga —pensó—, no averiguarás nada si te dejas llevar por el miedo».

—Pues cuéntamela —replicó Thomas, esforzándose por no alterar la voz—. Cuéntame esa historia tan larga.

Alby miró a los amigos que tenía más cerca y puso los ojos en blanco. Thomas volvió a examinar al grupo. Su cálculo original había estado cerca. Habría unos cincuenta o sesenta adolescentes y otros un poco mayores, como Alby, que parecía ser de los más viejos, en aquel momento, Thomas se dio cuenta con un estremecimiento tic que no tenía ni idea de cuántos años tenía. Al pensarlo, le dio un vuelco el corazón. Estaba tan perdido que ni siquiera sabía cuál era su edad.

—En serio —dijo, dejando de mostrar valentía—, ¿dónde estoy?

Alby fue hasta él y se sentó a su lado con las piernas cruzadas; el grupo de chicos le siguió y se quedó detrás. Se asomaron unas cuantas cabezas aquí y allá; los chavales se inclinaban en todas las direcciones para poder verlo mejor.

—Si no estuvieras asustado —respondió Alby—, no serías humano. Como actúes diferente, te tiraré por el Precipicio, porque entonces significará que eres un psicópata.

—¿El Precipicio? —preguntó Thomas mientras le desaparecía la sangre de la cara.

—Foder —contestó Alby, y se restregó los ojos—. No vamos a empezar ese tipo de conversación, ¿me captas? Aquí no matamos a los pingajos como tú, te lo prometo. Tan sólo evita que te maten, intenta sobrevivir o lo que sea —hizo una pausa, y Thomas se dio cuenta de que su cara debió de haberse puesto aún más blanca al oír la última parte—. Tío —añadió, y luego se pasó las manos por su corto pelo mientras soltaba un largo suspiro—, no se me da muy bien esto. Tú eres el primer judía verde desde que mataron a Nick.

Los ojos de Thomas se abrieron de par en par. Un chico salió del grupo y le dio una colleja a Alby.

—Espera a la puñetera Visita, Alby —dijo con una voz pastosa y un acento extraño—. Al chaval le va a dar un ataque al corazón y aún no ha oído nada —se agachó y le ofreció la mano a Thomas—. Me llamo Newt, verducho, y todos estaremos muy contentos si perdonas a nuestro nuevo líder, que por lo visto tiene una clonc en vez de cerebro.

Thomas extendió el brazo y estrechó la mano del chico. Parecía mucho más simpático que Alby. Newt también era más alto que Alby, pero tal vez un año o así más joven. Su pelo rubio y largo le caía por la camiseta y las venas se le marcaban en sus brazos musculosos.

—Cierra el pico, cara fuco —gruñó Alby, y tiró de Newt para que se sentara a su lado—. Al menos entiende la mitad de mis palabras.

Se oyeron unas risas aisladas y, entonces, todos se reunieron detrás de Alby y Newt, incluso más apiñados que antes, esperando a ver qué decían. Alby extendió los brazos con las palmas hacia arriba.

—Este lugar se llama el Claro, ¿vale? Es donde vivimos, donde comemos, donde dormimos… y nosotros nos llamamos los clarianos. Eso es todo lo que…

—¿Quién me ha enviado aquí? —preguntó Thomas, y el miedo por fin dio paso al enfado—. ¿Cómo…?

Pero Alby le interrumpió con la mano antes de que pudiera terminar y le agarró de la camiseta mientras se inclinaba hacia delante sobre sus rodillas.

—¡Levántate, pingajo, levántate!

Alby se puso de pie y arrastró a Thomas con él. El chico se levantó, asustado de nuevo. Retrocedió hacia el árbol, intentando apartarse de Alby, que estaba pegado a su cara.

—¡No me interrumpas, chico! —gritó Alby—. Atontado, si te lo contamos todo, te morirás aquí mismo, justo después de conclarte en los pantalones. Los embolsadores se te llevarán a rastras y entonces no nos servirás de nada, ¿te enteras?

—Ni siquiera sé de lo que me estás hablando —dijo Thomas despacio, sorprendido al oír lo firme que sonaba su voz.

Newt cogió a Alby por los hombros.

—Alby, relájate un poco. En vez de ayudar, lo estás estropeando, ¿sabes?

Alby soltó la camiseta de Thomas y retrocedió, con el pecho moviéndose por su respiración agitada.

—No tengo tiempo para ser amable, judía verde. Tu antigua vida se ha acabado y has empezado una nueva. Aprende rápido las reglas, escucha y no hables. ¿Lo pillas?

Thomas miró a Newt, esperando su ayuda. Todo en su interior se revolvía y le dolía; las lágrimas que aún no habían brotado hacían que le ardieran los ojos.

Newt asintió.

—Verducho, le entiendes, ¿verdad? —volvió a asentir.

Thomas estaba que echaba humo, quería darle un puñetazo a alguien. Pero se limitó a contestar:

—Sí.

—Muy bien —dijo Alby—. El Primer Día. Eso es lo que es hoy para ti, pingajo. Se está haciendo de noche y los corredores no tardarán en regresar. Hoy la Caja ha llegado tarde y no tenemos tiempo para la Visita. La dejaremos para mañana por la mañana, en cuanto nos despertemos —se volvió hacia Newt—. Consíguele una cama y que se vaya a dormir.

—Muy bien —respondió Newt.

Los ojos de Alby volvieron a mirar a Thomas y se entrecerraron.

—Al cabo de unas semanas, estarás contento, pingajo. Estarás contento y nos servirás de ayuda. Ninguno de nosotros, al igual que tú, sabía ni jota el Primer Día. Tu nueva vida empieza mañana.

Alby se dio la vuelta y se abrió camino entre los demás hacia el inclinado edificio de madera que había en la esquina. La mayoría de los chicos se dispersó, no sin antes detenerse un rato a mirar a Thomas.

El muchacho se cruzó de brazos, cerró los ojos y respiró hondo. El vacío que le consumía por dentro pronto fue reemplazado por una tristeza que le aguijoneaba el corazón. Era demasiado. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? ¿Era algún tipo de cárcel? Los chicos hablaban raro y a ninguno de ellos parecía importarle si él vivía o moría. Las lágrimas amenazaron de nuevo con inundar sus ojos, pero las contuvo.

—¿Qué he hecho? —susurró sin pretender que nadie le oyera—. ¿Qué he hecho para que me manden aquí?

Newt le dio una palmada en el hombro.

—Verducho, lo que estás sintiendo ahora, lo hemos sentido todos. Todos hemos tenido un Primer Día, cuando salimos de la caja oscura. Las cosas están mal, sí, y se pondrán mucho peor para ti pronto, esa es la verdad. Pero, al final, lucharás bien. Sé que no eres una nenaza.

—¿Es esto una cárcel? —preguntó Thomas. Profundizó en la oscuridad de sus pensamientos, tratando de encontrar una rendija a su pasado.

—Has hecho ya cuatro preguntas, ¿no? —contestó Newt—, Bueno, no hay respuestas para ti, aún no. Será mejor que por ahora estés callado y aceptes el cambio. Mañana será otro día.

Thomas no dijo nada y agachó la cabeza con los ojos clavados en el suelo rocoso y resquebrajado. Una hilera de maleza de hojas pequeñas recorría el borde de uno de los bloques de piedra, con florecitas amarillas asomándose como si buscaran el sol, que ya hacía rato que había desaparecido detrás de los enormes muros del Claro.

—Chuck te irá bien —dijo Newt—. Es un pingajo un poco gordito, pero cuando se le trata es buen chaval. Quédate aquí, ahora vuelvo.

Newt apenas había acabado la frase cuando, de improviso, se oyó un grito desgarrador en el aire. Agudo y estridente, el chillido, que apenas era humano, retumbó en el patio de piedra; todos los chicos que había a la vista se volvieron en dirección al ruido. A Thomas se le heló la sangre al darse cuenta de que aquel horrible sonido provenía del edificio de madera. Incluso Newt pegó un brinco, como si se hubiera sobresaltado, y arrugó la frente por la preocupación.

—Foder —exclamó—. ¿Es que los puñeteros mediqueros no pueden ocuparse del chico durante diez minutos sin mi ayuda? —negó con la cabeza y le dio una patada suave a Thomas en el pie—. Ve a buscar a Chucky y dile que él es el encargado de encontrarte un sitio para dormir —y entonces se dio la vuelta y se dirigió al edificio, corriendo.

Thomas se dejó caer por la áspera superficie del árbol hasta que volvió a sentarse en el suelo; se encogió contra la corteza y cerró los ojos, deseando poder despertarse de aquella terrible pesadilla.

Capítulo 3

Thomas permaneció allí sentado un momento, demasiado abrumado para moverse. Al final se obligó a mirar hacia el destartalado edificio. Un grupo de chicos se arremolinaba fuera, mirando con inquietud por las ventanas superiores, como si esperaran que una horrible bestia saliera en una explosión de madera y cristal.

Un ruidito metálico que provenía de las ramas sobre su cabeza atrajo su atención y le hizo alzar la vista; vio un destello de luz roja y plateada justo antes de que desapareciera al otro lado del tronco. Se puso de pie enseguida para dar la vuelta al árbol y estiró el cuello para ver si veía algo de lo que había oído; pero sólo había ramas peladas, grises y marrones, que se bifurcaban como los dedos de un esqueleto y parecían igual de vivas.

—Esa era una de las cuchillas escarabajo —dijo alguien.

Thomas se volvió hacia la derecha para ver al chico bajito y regordete que estaba a su lado, mirándolo fijamente. Era joven, puede que el más joven que había visto hasta ahora de todos los del grupo; tendría unos doce o trece años. El pelo castaño le caía por las orejas hasta el cuello y le rozaba los hombros; de no ser por aquellos brillantes ojos azules, sólo tendría una cara sonrojada, fofa y lastimera.

Thomas le hizo un gesto con la cabeza.

—¿Una cuchilla qué?

—Una cuchilla escarabajo —repitió el chico, señalando la copa del árbol—. No te hará daño, a menos que seas tan estúpido como para tocarla —hizo una pausa—. Pingajo.

No pareció muy cómodo al decir la última palabra, como si todavía no hubiese captado el argot del Claro.

Otro grito, este más largo y desquiciante, cortó el aire y a Thomas le dio un vuelco el corazón. El miedo era como rocío congelado sobre su piel.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó al tiempo que señalaba el edificio.

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