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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (7 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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«¿Por qué me acuerdo de estos animales?», se preguntó Thomas. No veía nada nuevo ni interesante en ellos. Sabía cómo se llamaban, lo que solían comer y qué aspecto tenían. ¿Por qué ese tipo de cosas aún estaban alojadas en su memoria, pero no dónde había visto antes esos animales o con quién? Su pérdida de memoria le desconcertaba debido a su complejidad.

Alby señaló el gran establo que había en el rincón, cuya pintura roja descolorida se había quedado de un tono mate oxidado.

—Allí es donde trabajan los cortadores. Eso sí que es desagradable. Asqueroso. Si te gusta la sangre, puedes convertirte en cortador.

Thomas negó con la cabeza. Lo de ser cortador tenía muy mala pinta. Mientras seguían caminando, centró su atención en el otro lado del Claro, en la parte que Alby había llamado
los Muertos.
Los árboles eran más espesos y densos conforme se adentraban en aquella esquina, estaban más vivos y llenos de hojas. Unas sombras oscuras cubrían las profundidades de la zona boscosa, a pesar de la hora que era. Thomas alzó la vista, entrecerrando los ojos para ver el sol, que por fin era visible, aunque tenía un aspecto extraño; era más anaranjado de lo normal. Y pensó que aquel era otro ejemplo de lo extraña que era la memoria selectiva que tenía.

Volvió la mirada hacia los Muertos, con un disco brillante todavía en la retina. Parpadeó para que desapareciera y, de repente, volvió a ver las luces rojas que titilaban y se deslizaban en la oscuridad del bosque.

«¿Qué son esas cosas?», se preguntó, irritado porque Alby no le había contestado antes. Tanto secreto le molestaba.

Alby se detuvo y Thomas se sorprendió al ver que habían llegado a la Puerta Sur. Los dos muros que flanqueaban la salida se elevaban por encima de sus cabezas. Los gruesos bloques de piedra gris estaban agrietados y cubiertos de hiedra, tan antiguos como ninguna otra cosa que Thomas pudiera imaginar. Estiró el cuello para ver la parte superior de los muros, pero su mente empezó a dar vueltas con la extraña sensación de que estaba mirando hacia abajo, no hacia arriba. Retrocedió un paso tambaleándose, sobrecogido una vez más por la estructura de su nuevo hogar, y luego volvió a centrar su atención en Alby, que estaba de espaldas a la salida.

—Ahí fuera está el Laberinto.

Alby señaló con el pulgar por encima de su hombro y, después, se calló. Thomas clavó los ojos en aquella dirección, a través del espacio entre los muros que servía como salida del Claro. Los pasillos de allí fuera parecían similares a los que había visto por la ventana de la Puerta Este a primera hora de esa misma mañana. Aquella idea le produjo un escalofrío y se preguntó si el lacerador podría atacarlos. En cualquier momento. Retrocedió un paso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

«Cálmate», se reprendió, avergonzado.

Alby continuó:

—Llevo dos años aquí. Pocos han durado tanto tiempo. Casi todos han muerto —Thomas notó que los ojos se le abrían de par en par y el corazón le latía más rápido—. Hace dos años que intentamos resolver esta cosa, pero no ha habido suerte. Los fucos muros de allí fuera se mueven por la noche, igual que las puertas. Hacer un mapa no es nada fácil, nada fácil —señaló con la cabeza hacia el edificio de cemento en el que habían desaparecido los corredores la noche anterior.

Otra punzada de dolor atravesó la mente de Thomas; había demasiadas cosas que calcular a la vez. ¿Llevaban allí dos años? ¿Las paredes del Laberinto se movían? ¿Cuántos habían muerto? Caminó hacia delante, con la intención de ver el Laberinto con sus propios ojos, como si las respuestas estuvieran escritas en los muros de ahí fuera.

Alby extendió el brazo, empujó a Thomas en el pecho y le hizo tropezar hacia atrás.

—No vas a salir ahí, pingajo.

Thomas tuvo que tragarse su orgullo.

—¿Por qué no?

—¿Crees que he mandado a Newt antes de que los otros se despertaran nada más que por pura diversión? Pirado, esa es la Regla Número Uno, la única que no debes infringir nunca. Nadie, y digo nadie, puede salir al Laberinto, excepto los corredores. Como rompas esa norma, si no te matan los laceradores, te mataremos nosotros mismos, ¿te enteras?

Thomas asintió, refunfuñando para sus adentros, seguro de que Alby estaba exagerando. Esperaba que así fuera. De todos modos, si le quedaba alguna duda sobre lo que le había dicho a Chuck la noche anterior, ahora lo tenía clarísimo. Quería ser un corredor. Sería un corredor. En lo más profundo de su ser sabía que tenía que ir ahí fuera, al Laberinto. A pesar de todo lo que le habían contado y lo que había visto de primera mano, le llamaba tanto como el hambre o la sed.

Un movimiento arriba, en el muro a la izquierda de la Puerta Sur, atrajo su atención. Reaccionó enseguida, asustado, y miró justo a tiempo de ver un destello plateado. Un trozo de hiedra se agitó cuando la cosa desapareció por allí.

Thomas señaló el muro.

—¿Qué era eso? —preguntó antes de que le mandaran callar de nuevo.

Alby no se molestó en mirar.

—No hagas preguntas hasta el final, pingajo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —hizo una pausa y dejó escapar un suspiro—. Son cuchillas escarabajo; así nos vigilan los creadores. Será mejor que…

Fue interrumpido por una alarma retumbante que sonaba en todas las direcciones. Thomas se tapó los oídos con las manos, mirando a su alrededor mientras la sirena atronaba y su corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Pero, al volver a mirar a Alby, se detuvo.

Alby no estaba actuando como si estuviera asustado. Parecía… confundido. Sorprendido. La alarma resonó en el aire.

—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.

El alivio le inundó el pecho, pues al parecer su guía turístico no pensaba que se acabara el mundo; pero, aun así, Thomas estaba empezando a hartarse de ser asaltado por oleadas de pánico.

—Qué raro —fue todo lo que dijo Alby mientras examinaba el Claro con los ojos entrecerrados.

Thomas advirtió que había gente echando un vistazo en la Casa de la Sangre, por lo visto igual de confundida. Uno de ellos, un muchacho flaco y bajito empapado de barro, le gritó algo a Alby.

—¿Qué pasa? —preguntó el chico, mirando a Thomas por alguna razón.

—No lo sé —murmuró Alby con voz distante.

Pero Thomas no pudo soportarlo más:

—¡Alby! ¿Qué está ocurriendo?

—¡La Caja, cara fuco, la Caja! —exclamó Alby antes de salir a paso rápido hacia el centro del Claro, y a Thomas le dio la impresión de que estaba aterrado.

—¿Qué? —preguntó al tiempo que corría para alcanzarlo, pero en realidad lo que quería gritar era: «¡Háblame!».

Alby no contestó ni aminoró la marcha y, a medida que se acercaban a la Caja, Thomas vio a un montón de chicos correr por el patio. Se encontró con Newt y le llamó, mientras trataba de contener el miedo en aumento y se decía a sí mismo que todo iba a salir bien, que debía de haber una explicación razonable.

—Newt, ¿qué pasa? —gritó.

Newt le miró, le saludó con la cabeza y se acercó a él, extrañamente calmado en medio de aquel caos. Le dio un manotazo a Thomas en la espalda.

—Significa que va a llegar un puñetero novato en la Caja —hizo una pausa como si esperara que Thomas estuviera impresionado—. Ahora mismo.

—¿Y?

Cuando Thomas miró a Newt con más detenimiento, se dio cuenta de que lo que había confundido con calma era, en realidad, desconcierto. Quizás, incluso, entusiasmo.

—¿Y? —repitió Newt, abriendo un poco la boca—. Verducho, nunca hemos tenido a dos novatos en el mismo mes, y menos aún en dos días seguidos.

Y, al decir eso, salió corriendo hacia la Hacienda.

Capítulo 8

La alarma por fin paró, después de atronar durante dos minutos enteros. Una multitud se había reunido en medio del patio, alrededor de las puertas de acero por las que Thomas, como advirtió sorprendido, había llegado el día anterior.

«¿Fue ayer? —pensó—. ¿Hace tan sólo un día?».

Alguien le dio unos golpecitos en el codo y, al mirar, vio que Chuck estaba de nuevo a su lado.

—¿Qué tal, judía verde? —preguntó.

—Muy bien —contestó, aunque no podía estar más lejos de la verdad. Señaló las puertas de la Caja—. ¿Por qué está todo el mundo alucinando? ¿No es por eso por lo que todos estáis aquí?

Chuck se encogió de hombros.

—No sé, supongo que siempre ha sido muy regular. Una vez al mes, cada mes, el mismo día. A lo mejor el que está a cargo de todo esto ha decidido que tú eras un gran error y ha mandado a alguien para que te sustituya.

Le dio un codazo en las costillas y soltó una risita, una risa aguda que inexplicablemente hizo que el chico le cayera mejor. Thomas le lanzó una mirada asesina en broma.

—¡Estás hecho un incordio!

—Sí, pero ahora somos colegas, ¿no? —esta vez, Chuck se rió de verdad con una especie de resoplido chillón.

—Según parece, no me dejas muchas más opciones.

Pero la verdad era que necesitaba un amigo y Chuck le venía bien.

El niño se cruzó de brazos, con aire de estar muy satisfecho.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado, verducho. Todos necesitamos un colega en este sitio.

Thomas agarró a Chuck del cuello y siguió bromeando:

—Vale, colega, entonces llámame por mi nombre: Thomas. O te tiraré al agujero cuando se marche la Caja —aquello desencadeno una idea en su cabeza cuando soltó a Chuck—. Espera un momento, ¿alguna vez lo habéis…?

—¿Intentado? —le interrumpió Chuck antes de que Thomas pudiera terminar la frase.

—Intentar, ¿qué?

—Bajar a la Caja después de que deje la entrega —contestó Chuck—. No hace nada. No baja hasta que no está completamente vacía.

Thomas recordó que Alby le había contado lo mismo.

—Eso ya lo sé, pero ¿qué hay de…?

—Lo hemos intentado.

Thomas tuvo que reprimir un quejido; aquello le estaba resultando molesto.

—Tío, es difícil hablar contigo. ¿Qué es lo que habéis intentado?

—Atravesar el agujero que queda cuando se va la Caja. No se puede. Las puertas se abren, pero sólo hay vacío, oscuridad, nada. No hay cuerdas ni nada. No se puede hacer.

¿Cómo era posible?

—¿Lo habéis…?

—¿Intentado?

Thomas sí soltó un gruñido esta vez.

—Vale, ¿qué?

—Tiramos algunas cosas por el hueco y nunca las oímos ir a parar a ningún sitio, sino que cayeron durante mucho rato.

Thomas hizo una pausa antes de responder; no quería que le interrumpiera de nuevo.

—¿A ti qué te pasa, lees la mente o algo por el estilo? —puso todo el sarcasmo que pudo en aquel comentario.

—Soy brillante, eso es todo —el niño le guiñó el ojo.

—Chuck, no vuelvas a guiñarme el ojo —le dijo Thomas con una sonrisa. Chuck era un poco pesado, pero había algo en él que hacía parecer las cosas menos terribles. Thomas respiró hondo y miró al grupo que estaba reunido alrededor del agujero—. ¿Cuánto tiempo pasa hasta que llega el envío?

—Normalmente tarda una media hora después de la alarma.

Thomas se quedó pensando un segundo. Tenía que haber algo que no hubiesen intentado.

—¿Estás seguro de lo del hueco? ¿Alguna vez habéis…? —se calló para esperar una interrupción, pero no la hubo—. ¿Alguna vez habéis intentado hacer una cuerda?

—Sí, lo han hecho. Con la enredadera. La más larga que se podía hacer. Digamos que ese pequeño experimento no salió muy bien.

—¿A qué te refieres?

«Ahora, ¿qué?», pensó Thomas.

—Yo no estaba aquí, pero he oído que el chico que se ofreció voluntario sólo había bajado tres metros cuando algo pasó por el aire zumbando y le partió por la mitad.

—¿Qué? —Thomas se rió—. No me lo creo.

—¿Ah, no, chico listo? He visto los huesos de ese imbécil. Le cortaron por la mitad como un cuchillo corta la mantequilla y lo guardaron en una caja para advertir a los chicos de que en el futuro no fueran tan estúpidos.

Thomas esperó que Chuck se riera o sonriera, pues aún creía que era una broma. ¿Quién había oído alguna vez que hubieran cortado a alguien por la mitad? Pero no se rió.

—¿Lo dices en serio?

Chuck se le quedó mirando fijamente.

—Yo no miento, verd…, eeeh, Thomas. Vamos, acerquémonos a ver quién viene. No puedo creer que sólo hayas sido judía verde por un día. ¡Qué giliclonc!

Mientras caminaban, Thomas hizo la única pregunta que no había planteado hasta entonces:

¿Cómo sabes que no son provisiones o cualquier otra cosa?

—Entonces, no hubiera sonado la alarma —contestó Chuck Simplemente—. Los suministros llegan todas las semanas a la misma hora. Eh, mira —Chuck se calló y señaló a alguien del grupo. Era Gally, que tenía los ojos clavados en ellos—. Foder —dijo—. No le gustas ni en pintura, tío.

—Ya —masculló Thomas—. Me he dado cuenta.

Y el sentimiento era mutuo.

Chuck le dio un golpecito a Thomas con el codo y ambos siguieron caminando hacia el grupo; luego esperaron en silencio. Cualquier pregunta que tuviera Thomas se le había olvidado. Se le habían quitado las ganas de hablar al ver a Gally.

A Chuck, por lo visto, no:

—¿Por qué no vas y le preguntas qué problema tiene? —preguntó, intentando sonar duro.

Thomas quería pensar que era lo bastante valiente para hacerlo, pero en aquel momento le parecía la peor idea del mundo.

—Bueno, por lo pronto, tiene más aliados que yo. No es alguien a quien me quiera enfrentar.

—Sí, pero tú eres más inteligente. Y seguro que más rápido. Podrías con él y con todos sus colegas.

Uno de los chicos que estaba delante de ellos miró por encima del hombro con cara de enfado. «Debe de ser uno de los amigos de Gally», pensó Thomas.

—¿Quieres callarte? —le espetó a Chuck entre dientes.

Una puerta se cerró a sus espaldas. Thomas se dio la vuelta para ver a Alby y Newt acercándose desde la Hacienda. Ambos parecían agotados. Al verlos, Ben le vino a la cabeza, así como la horrible imagen de él retorciéndose en la cama.

—Chuck, tío, me tienes que contar qué es todo eso del Cambio. ¿Qué han estado haciendo ahí dentro con el pobre Ben?

Chuck se encogió de hombros.

—No conozco los detalles. Los laceradores te hacen cosas malas y tu cuerpo pasa por algo espantoso. Cuando se acaba, eres… diferente.

Thomas sintió que era la oportunidad para conseguir una respuesta en firme.

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