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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El diamante de Jerusalén (10 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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Se habían detenido en una cafetería al aire libre, en Jericó. Al otro lado de una pared de piedra, un anciano árabe vestido con traje oscuro y fez caminaba entre sus naranjos.

Se sentaron y tomaron el café a sorbos. Harry pensó en los hombres que habían huido de la muerte procurando aislar su religión en agujeros abiertos en el suelo.

—Eligieron bien los escondites —comentó—. Uno de ellos duró casi mil años, y el más profundo casi logra superarlo.

—Se ha recuperado muy poco —señaló Leslau—. He pasado meses estudiando el manuscrito. Hace nueve años, en una cueva de Jerusalén se descubrieron unas soberbias vasijas de bronce y plata. Estoy seguro de que uno de los pasajes, en su estilo retorcido y enigmático, se refiere a este escondite. Pero creo que los objetos realmente importantes, el Arca, el Tabernáculo, tal vez las mismísimas Tablas, se encuentran en algún sitio bajo tierra, no muy lejos de aquí, esperando ser descubiertos.

Mientras viajaban de regreso a Jerusalén, cada uno iba concentrado en sus pensamientos.

—Quiero trabajar con usted —declaró Harry.

—No —Leslau cambió de marcha violentamente—. No lo necesito. Tengo acceso a los mejores eruditos de Israel. Dependo de usted para comprar el diamante.

»Tal vez mañana podríamos descifrar el manuscrito y encontrar todos los objetos que describe. Es casi seguro que no lo haremos. Quizá nunca encontremos nada concreto. Pero el entusiasmo por el segundo manuscrito de cobre me asegurará la renovación de la subvención durante algunos años, y estoy dispuesto a pasarme la vida investigando. —Se encorvó sobre el volante y apartó la vista de la carretera para mirar a Harry a los ojos—. El diamante vale una enorme cantidad de dinero. Pero eso me importa un bledo. Quiero que lo compre porque proviene del Templo. ¡El Templo, amigo! ¡Imagínese!

Harry se lo imaginó, y lo miró fijamente.

—Si no encuentra las cosas enumeradas en el manuscrito, ¿se quedará aquí y seguirá buscando?

Leslau asintió.

—Ha hecho un trabajo importante. En caso de que fracasara, ¿por qué no pasa a otra cosa?

—Cuando estuvo en el Vaticano, ¿tuvo la oportunidad de observar el traslado de los restos mortales de santos?

Harry sonrió y sacudió la cabeza.

—En el Palacio Apostólico hay una sala recubierta de estanterías llenas de recipientes que contienen cenizas, trocitos de huesos y otros restos de los primeros santos y mártires cristianos. Un bibliotecario coloca una pizca de polvo de estos recipientes en sobres que se despachan como cartas certificadas a las nuevas iglesias de todo el mundo. Según el derecho canónico, estos restos deben guardarse en el altar de cada iglesia. —Harry gruñó.

Leslau dejó a un lado los remilgos.

—Usted ve restos terrenales. Yo veo el motivo de que exista la ley. La Iglesia reconoció la absoluta necesidad de que el hombre moderno esté en contacto directo con los inicios de su fe.

—¿Y eso qué tiene que ver con usted?

—Yo he reconocido el valor del polvo —explicó Leslau—. Pero no estoy hablando de pasarme la vida buscando polvo. Lo que intento encontrar es el marco mismo sobre el que se apoya el Antiguo Testamento.

Harry bajó del coche y se detuvo.

—Me gustaría estudiar el manuscrito original.

Leslau pareció molesto.

—Creo que no —repuso—.
Shalom
.

Cerró la puerta de un golpe y el coche se alejó bamboleándose.

Harry observó cómo se alejaba, deprimido por la brusquedad. De pronto sintió todo el cansancio y la tensión del viaje. Cerca de allí, un anciano tironeaba rítmicamente de una cuerda, moviendo un abanico que espantaba las moscas de su carretilla cargada de dátiles. Harry compró medio kilo y se quedó de pie, pensando en la perspectiva de regresar a su solitaria habitación.

Akiva le había dado instrucciones de que esperara en el hotel hasta que Yosef Mehdi se pusiera en contacto con él, pero en lugar de eso echó a andar hacia el oeste, comiendo dátiles. Se aventuró por las estrechas calles laterales, y sintió que su tensión se aliviaba poco a poco. Detrás de la propaganda turística y de la exagerada publicidad comercial sobre Jerusalén la Dorada, había un núcleo de verdad que conmocionaba su alma.

La ciudad era maravillosa.

8
J
ERUSALÉN

Harry caminó despacio, observando los alrededores, mirando los rostros. Enseguida se perdió y caminó sin rumbo fijo, pero luego todo se volvió conocido; se dio cuenta de que estaba cerca de la universidad, y decidió ir al Museo de Israel.

Fue directamente hasta una pintura que ya había visto en tres ocasiones anteriores, se sentó en un banco y contempló
Cosecha en Provenza
como si mirara un diamante: primero como un todo, luego un pequeño fragmento por vez. Los colores eran casi un ultraje, el amarillo del campo, los haces naranja de cereales, el cielo azul verdoso como un destino amenazador bajo el cual un hombre menudo se esfuerza. Casi podía pasearse por el campo y palpar la demencia que había llevado al suicidio a Vincent Van Gogh dos años después de pintarlo.

Finalmente se apartó del cuadro y fue a contemplar una exposición de antiguos tesoros de cobre hallados en 1960 en una cueva de la pared de un acantilado, a trescientos metros de altura, por un arqueólogo que había estado buscando otros manuscritos del mar Muerto en el desierto de Judea. Los tesoros incluían hachas, cabezas de mazas, coronas y cetros, magníficamente trabajados. Pertenecían al período calcolítico, una era pre–hebrea, y al contemplarlos experimentó un profundo resentimiento por David Leslau, y un intenso anhelo.

Mientras se paseaba por el museo reconoció su propio pecado mortal. Sentía el enorme deseo de encontrar todas las maravillas enterradas. Codiciaba para sí la locura creativa de Van Gogh. Perseguía ávidamente a cualquier mujer interesante del mundo. Era un glotón supremo, quería todo lo hermoso.

El sol se había puesto cuando Harry salió del museo y echó a andar por la King George V Street. Como mariposas nocturnas, las prostitutas vestidas con ropas de verano se paseaban en parejas. Harry se sintió como en casa: esa podría haber sido la Octava Avenida. Comió en un cuchitril en una calle lateral de Jaffa Road, donde el cocinero hablaba ruso: cuatro blinis y luego un mar de borscht frío con algunas islas de patata caliente. Una vez fuera, mientras cogía un taxi, se le acercaron dos prostitutas.


Chaver
—dijo una de ellas—, ¿nos pagas un taxi? —Eran atractivas y jóvenes, una rubia y la otra morena. Lo desafiaban con la mirada.

Él pensó en la habitación solitaria del hotel y abrió la puerta del coche de par en par.


Bona achayot
. Adelante, hermanitas —dijo.

La rubia se llamaba Therese, y era baja y regordeta. Kovacha, la morena, era delgada y parecía fuerte. Atravesaron el vestíbulo del hotel con gran dignidad y aplomo.

Al entrar en la habitación le sonrieron.

—Bueno —dijo él.

Alguien llamó a la puerta. Pero no se trataba de un detective israelí. No había nadie.

Volvieron a llamar.

El golpe sonaba en la puerta que daba a la habitación contigua. Cuando hizo girar la llave y abrió la puerta, vio a una mujer alta.

—¿Señor Harry Hopeman?

—Sí.

—Soy Tamar Strauss. He sido designada para trabajar con usted.

Hablaba con el acento semibritánico israelí. Tenía la piel tan oscura que a primera vista le pareció negra; tal vez de Irán, o de Marruecos, pensó. Tenía unos veintisiete años, y era fuerte; llevaba un vestido azul claro, de corte sencillo. Su boca era ligeramente grande, su nariz una curva huesuda, cruel y hermosa. Harry se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente.

—¿Puedo entrar? —preguntó. En ese momento, Therese, o tal vez Kovacha, susurró algo y lanzó una risita. La mujer miró hacia dentro por primera vez—. Ah, interrumpo —dijo en tono cortes. Su expresión permaneció invariable.

Él se sintió como un quinceañero cogido con las manos en la masa.

—En absoluto —respondió, pero ella ya había empezado a marcharse.

—Como ve, me alojo aquí. Hablaremos mañana por la mañana. Buenas noches.

—Buenas noches —repuso él, y cerró la puerta.

Cuando regresó junto a Therese y Kovacha, la fiesta había terminado antes de comenzar. Le llevó un buen rato hacerles comprender que quería que se marcharan. Les pagó generosamente y las acompañó hasta la puerta.


Shalom
—dijo Kovacha, esforzándose por parecer triste.


Shalom
, Therese.
Shalom
, Kovacha.
Shalom
,
Shalom
—repitió Harry, como si se tratara de la primera lección de un delirante libro elemental de hebreo: Therese y Kovacha salen. Harry golpea la puerta de la habitación contigua, la puerta se abre de par en par.

La mujer se había cambiado. El vestido azul estaba en una percha, en el armario abierto, y ahora llevaba puesta una bata azul oscuro, de corte formal. Tenía un cepillo de pelo en la mano. Su pelo, que había estado recogido en un apretado moño, caía sobre sus hombros como una piel gruesa y negra.

—Ahora puedo hablar.

—Un momento, por favor. —La puerta se cerró. Cuando volvió a abrirse, el armario estaba cerrado y el cepillo fuera de la vista. Los pies de ella, estrechos y morenos, con uñas como conchas, iban calzados con zapatillas—. Adelante.

—Gracias. —Él se sentó en la silla, y ella en la cama—. Señorita… ¿Strauss, dijo?

Ella asintió:

—Strauss.

—¿Por qué la eligieron para que trabaje conmigo?

—Se cree que puedo resultar útil.

—¿Quién puede creerlo?

Ella pasó por alto la pregunta.

—Soy anticuaria del Museo de Israel.

—¿Para qué necesito una anticuaria?

—Mi especialidad es refutar la autenticidad de objetos modernos que han sido manipulados para que parezcan antiguos.

—Estamos hablando de gemas, que son mi especialidad. Todas las gemas son antiguas. —De pronto comprendió cómo se sentía David Leslau—. No la necesito.

—Me temo que las instrucciones que he recibido no incluyen ofrecerle a usted la posibilidad de escoger —dijo ella en tono sereno.

—He venido aquí para hacer lo que acordé hacer. Y no me puse de acuerdo en trabajar con nadie.

—Consúltelo con la almohada —sugirió ella—. Mañana por la mañana podemos hablar de eso.

No tenía ganas de marcharse.

—Estuve en su museo toda la tarde —comentó. Se sintió molesto al ver que ella lo había obligado a acercarse a la puerta. Estaba dispuesto a hablar de Van Gogh con ella.

Por primera vez vio regocijo en los ojos de la joven.

—Espero que lo haya pasado bien. Buenas noches, señor Hopeman.

—Buenas noches, señorita Strauss.

—En realidad, soy la señora Strauss —lo corrigió mientras cerraba la puerta.

Una hora más tarde volvieron a llamar. Pero esta vez el golpe sonó en la puerta principal de la habitación de ella. Oyó que hacía pasar a alguien, un hombre de voz profunda. Hablaron en hebreo, pero Harry no pudo entender lo que decían.

Ambos reían a carcajadas.

Poco después encendieron el televisor.

Cuando llamaron por teléfono, Harry estaba tendido en la cama, oyendo la televisión de la habitación contigua, que sonaba a todo volumen.

—Aquí la recepción, señor Hopeman. Tenemos un paquete para usted.

—¿Ha llegado por correo?

—Creo que lo ha entregado alguien personalmente hace unos minutos. Venía en taxi.

—Volveré a llamarle —dijo, y colgó. Pero cuando marcó el número de recepción, lo atendió la misma voz—. ¿Quiere subírmelo?

—Sí, señor.

Pocos minutos después, un botones le entregaba un paquete de forma cúbica, de unos diez centímetros de lado, envuelto en papel marrón, con su nombre y el del hotel garabateados en dos de las caras.

Cuando el hombre se marchó, Harry colocó el paquete en medio de la mesa.

Se duchó y se puso el pijama. Cuando salió del cuarto de baño, la televisión se apagó repentinamente y en la habitación contigua todo fue silencio.

Se acercó el paquete a la oreja, pero no oyó nada. Tres semanas antes, una moto cargada de explosivos había estallado en Jaffa Road, matando a varias personas; esa tarde él había visto las señales en el pavimento. Aquí las bombas iban dentro de muñecas, libros, latas de café; en paquetes pequeños envueltos en papel marrón y en sobres blancos.

Colocó el paquete en un cajón de la cómoda y lo tapó con ropa interior y camisas. Delante de la cómoda puso una pesada silla de cuero.

Estaba cansado e intentó dormir, pero como no lo lograba se dedicó a repasar los acontecimientos del día. Finalmente se levantó y comió algunos dátiles. Eran muy dulces y jugosos. Sacó el paquete del cajón. No se produjo ninguna explosión al abrirlo. La caja contenía bolas hechas con papel de periódico árabe, que desenvolvió con sumo cuidado. Dentro no tenían nada, pero en medio de ellas había una piedra del tamaño de una uva.

Quitó todo lo que había sobre la mesa, salvo la piedra.

Tenía una pátina densa y oscura, pero alguien había raspado la cubierta, abriendo dos ventanas. Cuando la sostuvo junto a la luz eléctrica, vio que la mayor parte era traslúcida, pero no tan clara como el agua.

Cogió la lupa y los instrumentos de medición de la bolsa; movido por un impulso, sacó los cuadernos de su padre. Giró las páginas hasta llegar al último punto del último libro, y debajo escribió con letra grande y clara:

Éste es el final

del diario técnico

de Alfred Hopeman, hijo de Josué el Levita

(Aharon ben Yeshua Halevi)

Giró la página y escribió:

Éste es el comienzo

del diario técnico

de Harry Hopeman, hijo de Alfred el Levita

(Yeshua ben Aharon Halevi)

Los instrumentos eran viejos amigos que parecían funcionar por sí solos. Harry apuntó las medidas, y el informe le llevó poco tiempo.

Tipo de piedra, granate piropo. Diámetro, 19,05 mm. Peso, 138 quilates. Color rojo sangre. Gravedad especifica, 3,73. Dureza, 7,16. Forma cristalina, cúbica, un dodecaedro rombal (caras plenamente desarrolladas en todos los lados, y delicadamente estriadas).

Comentario: Es una piedra en bruto y sin engastar. Aproximadamente el setenta por ciento del granate está agrietado o empañado, probablemente con óxido ferroso. Su mala calidad no descartaría el hecho de que posee una historia; por el contrario en tiempos bíblicos poco se sabía sobre cómo juzgar la calidad de las gemas, y un granate encontrado en el desierto durante los vagabundeos de los israelitas y entregado por la tribu de Levi para que se incluyera en el peto del sumo sacerdote podría haber sido una piedra exactamente como ésta. Si se separara la zona defectuosa, podría obtenerse una piedra de unos 40 quilates, que sería una piedra fina de calidad media de segunda categoría, con un precio de venta de aproximadamente 180 dólares. No posee calidad suficiente para ser una piedra de Alfred Hopeman & Son.

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