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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El diamante de Jerusalén (16 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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Grupos de hombres salían del campamento y se alejaban en el desierto para hacer la instrucción, y Tamar vio que a veces eran acompañados por una o dos mujeres del destacamento Chen. Una tarde le preguntó a una de las soldados cómo se organizaban esas excursiones.

—Nunca hay problema. Simplemente tienes que pedir que te incluyan. A ellos les gusta cuando viene una del Chen.

Dejó que el capitán Shamir la cargara con el trabajo que le correspondía a él, además del suyo. Empezaba a sentir que se convertía en una persona distinta, que abandonaba y reemplazaba las células de su vida anterior, y su subconsciente empezaba a convencerse de que Yoel estaba muerto. En ocasiones aún podía ver su rostro con todo detalle, pero en otros momentos tenía que obligarse a imaginar rasgos individuales y luego concentrarse para intentar reunirlos. A esas alturas, su cuerpo empezó a exigirle las cosas que él le había enseñado, y dormía mal. Cuando dormía profundamente, soñaba mucho con Yoel, y por lo general eran sueños sexuales. Realizaba entrenamiento físico todas las mañanas, pero eso no era suficiente.

Cuando entró en Operaciones, Ze’ev Kagan estaba sentado ante una de las mesas, escribiendo a máquina. El oficial de guardia era el capitán que estaba al mando de los ingenieros. La escuchó y asintió.

—Ze’ev. Empezarás a entrenar a tu gente por la mañana. ¿Puede ir contigo la teniente?

Kagan la miró.

—No podré permitirme el lujo de enviar a alguien con usted si decide que quiere abandonar.

—No querré abandonar.

Él le sonrió con expresión insegura.

—Me parece bien —dijo, y siguió escribiendo a máquina.

Salió con ellos tres días seguidos. Los hombres iban vestidos con mono, sin ningún distintivo. El primer día caminaron sólo quince kilómetros, pero a partir de entonces el comandante añadió cinco kilómetros diarios al trayecto.

Al regresar, Tamar se daba largas duchas calientes, pero los músculos se le volvieron duros y le dolían.

El tercer día, Kagan los hizo arrastrarse por el loes y subir y bajar a paso ligero colinas cubiertas de rocas, y ella se arrepintió de haberlos acompañado. Finalmente él ordenó hacer un alto y retrocedió hasta donde se encontraba ella, junto a un muchacho rubio llamado Avram, en medio de la doble fila de hombres.

La hizo salir de la fila, colocarse delante y caminar junto a él.

—Estoy perfectamente bien —dijo ella de mal humor.

—No estaba pensando en usted —puntualizó él, y Tamar comprendió que quería que se colocara donde pudiera verla cualquier hombre que se sintiera sin fuerzas.

No volvió a hablarle. Era un hombre corpulento, pero visto desde un lado, su perfil era anguloso y tan feo como el de un pájaro. Tamar percibió el olor de su propio cuerpo y de vez en cuando, al rozar el cuerpo de él, notaba que era duro.

Esa noche soñó con Ze’ev, y a partir de entonces la figura masculina que aparecía en el sueño a veces era Yoel, y a veces no.

Una mañana se preparó para salir con ellos, pero Shamir le dio una cantidad enorme de mensajes para enviar. Al atardecer, él se acercó a ella, que se encontraba en el
shekem
.

—¿Dónde estabas? —le preguntó.

Cuando ella se lo explicó, él le preguntó si volvería a salir con ellos el día siguiente.

—Aún no lo he decidido.

Él la miró a los ojos.

—Quiero que vengas —le dijo. Su rostro era tan oscuro como el de ella, pero sus ojos eran grises, como los de un askenazí.

En el campamento existía un código tácito. Dado que hombres y mujeres vivían muy cerca unos de otros, tenían el buen cuidado de no mezclar la vida militar con las relaciones personales. Pero era muy común que salieran en pareja cuando contaban con un permiso nocturno.

Él tardó tanto en pedírselo que ella había empezado a pensar que tal vez estaba equivocada.

Fueron a Tel Aviv, a un hotel pequeño que se encontraba en una zona de la playa de aspecto lamentable. El sonido del mar entraba por la ventana abierta. Cuando él se desnudó, su cuerpo oscuro resultó ser sorprendentemente blanco desde la cintura hasta la mitad de los muslos, y al principio, en su ansiedad, le pareció mucho mejor de lo que había imaginado en sus sueños, pero enseguida fue evidente que algo fallaba. Se habría compadecido de sí misma si no hubiera sentido tanta pena por él, aunque tuvo que dominar el irrefrenable impulso de reírse de ambos, como si estuviera viendo a dos torpes cómicos luchando en una pantalla distante.

Hizo todo lo que pudo por ayudarlo, pero fue inútil.

Él le contó que se estaba tratando con un psiquiatra. El médico lo había alentado a que lo intentara con ella, pero le había advertido que no se dejara abrumar por el fracaso.

¡Se disculpaba!

Cuando le pareció que podía hablar, le cogió la mano y le mostró lo musculosas que se le habían puesto las pantorrillas como resultado de las caminatas. Dijo con cautela que había leído algo acerca de estas dolencias. No eran nada raras, y estaba segura de que se trataba de algo pasajero. Las cosas mejorarían muy pronto.

—¿Cuándo? —preguntó él como un niño que exige una respuesta.

Ella cogió un cigarrillo del paquete de Nelson que él había puesto en la mesilla de noche, y cuando él se lo encendió vio que sus ojos eran los de un amante, llenos de pasión y de algo más que la llevó a preguntarse cómo había sentido la tentación de reírse de él y de sí misma. El fuerte humo le quemó la garganta y le llenó los ojos de lágrimas, y acarició a Ze’ev a ciegas, con tanta ternura como pudo expresar con sus dedos temblorosos.

—Cuando llegue el
mishmish
—dijo.

Sólo le llevó tres semanas conseguir lo que los psiquiatras no lograban.

Ayudó muchísimo a Ze’ev Kagan. Era una razón para vivir.

Él no era el tipo de hombre que a ella le gustara. Su esposo se había esforzado por proporcionar a los beduinos salud y pastos permanentes. Ella sabía que Kagan envenenaba los pozos para acelerar la partida de las tribus beduinas sospechosas de proporcionar información secreta a los países árabes. Distribuía hachís para convertir a los confidentes en adictos.

Se ocupaba de los trabajos sucios. Sólo Dios sabia qué más hacia, o qué más había hecho.

Se vieron a menudo durante catorce meses. Finalmente, él se puso demasiado serio. Quería más de lo que ella podía darle. Tamar puso fin a la relación después de abandonar el Ejército y reanudar su trabajo en el museo.

Cuando Kagan le propuso que trabajara con él durante una breve temporada, ella creyó que estaba bromeando. Pero él le explicó en qué consistía el trabajo y ella reflexionó.

Finalmente decidió tomarse unas largas vacaciones del museo. Preparó una maleta y se mudó a la habitación del hotel contigua a la de Harry Hopeman.

El norteamericano la llamó y le pidió que desayunaran juntos. Cuando ella estuvo lista, dio unos golpecitos en la puerta. Se saludaron discretamente. Una vez en el comedor, esperó a que él pidiera al camarero lo que quería tomar y luego le dijo que se daba cuenta de que no se alegraba de contar con su ayuda.

—Ninguno de los dos tiene otra alternativa. Me han asignado la misión de trabajar con usted.

—Me gustaría hablar con la persona de la que usted recibe las órdenes.

—Señor Hopeman, a mí me han llamado para hacer que eso sea innecesario. No permitirán que usted sepa quiénes son.

Él frunció el ceño.

Sus rasgos carecían de atractivo pero su rostro duro adquiría una expresión interesante gracias a la vitalidad de sus ojos. Se fijó en sus manos mientras él untaba mantequilla en un panecillo. Existían mitos acerca de las manos. Dov Michaelman era un magnífico cirujano y tenía dedos cortos y rechonchos. Las manos de este hombre tenían dedos largos y elegantes. Los imaginó desatando nudos intrincados, enhebrando una aguja, acariciando a una mujer. Sonrió ante su insensatez; seguramente él era torpe y desmañado.

Se sintió contrariada al ver que él había interpretado erróneamente la sonrisa. Un norteamericano consentido, pensó; demasiado dinero, demasiado éxito. Demasiadas mujeres sonriéndole.

—Tengo trabajo en mi habitación —le informó—. No le molestaré mientras esperamos a que se pongan en contacto con nosotros.

Él cogió un pequeño paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso encima de la mesa.

—Creo que no será una larga espera —señaló.

11
E
L MONSEÑOR

—Como Gila County, en Arizona.

—¿Cómo es eso? —La voz de ella lo sobresaltó; había demostrado que era capaz de permanecer callada durante varios kilómetros.

—Caliente —dijo él sin apartar la vista de la estrecha carretera. Un remolque corría en dirección a ellos a toda velocidad; exactamente delante, un niño árabe avanzaba a saltitos sobre un burro. Harry frenó. El remolque pasó junto a ellos rugiendo, y ellos adelantaron al chico. Harry luchó con el cambio de marchas para poner la cuarta velocidad, y el costado de su mano tocó la de ella.

—Perdón. —Sintió un cosquilleo.

De Yemen al Bronx, un
kvetch
es un
kvetch
. En cuanto ella subió al coche, le pidió que desconectara el aire acondicionado. Insistió en que les haría daño, y dijo que lo mejor sería que él se acostumbrara a vivir con el calor.

El aire entró por la ventanilla y le golpeó la cara como si fuera la llamarada de un horno.

Esa mañana le habían hecho llegar una nota. Era breve y concisa y estaba escrita en la misma letra garabateada de la dirección del paquete que contenía el granate. Le indicaba que fuera a un hotel de Arad y se registrara.

—En el norte hace frío. En la cima del Hermon hay nieve todo el año.

—Pero Arad está en el sur, no en el norte —puntualizó él.

—Sí. Arad está en el sur —sonrió—. ¿Lo ve? Podemos coincidir —añadió.

Una ciudad llana, bañada por el sol. Las calles estaban llenas de soldados y de vehículos.

—¡Espere, por favor! —gritó ella cuando pasaban junto a un hotel—. Quiero entrar ahí. Venga, le invito a un café.

—No es nuestro hotel.

—Lo sé, lo sé. Vamos.

En la cafetería, un empleado de edad mediana, con la cabeza rapada y un bigote de turco golpeó dos veces la palma de la mano contra el mostrador.

—¡Ajá! —Su nombre resultó ser Micha. Señaló a Harry con su enorme dedo índice—. Será mejor que la trate bien. Ella es especial.

Harry se quedó callado mientras ellos conversaban. ¿Dónde está Itzak? En un kibbutz, en el norte. ¿Y Yoav? Trabaja de contable en Tel Aviv. ¿Dónde está el capitán Abelson? Sigue aquí, ahora es comandante.

—¿Y Ze’ev? —preguntó Micha—. No viene más por aquí. ¿Cómo esta Ze’ev?

—Supongo que bien.

—¿Supones? Ajá.

Por primera vez Harry notó que ella se sentía incómoda.

—Micha es el único que puede darle tanto significado a un ajá —comentó Tamar.

Micha les sirvió café.

—¿El campamento es más grande?

Micha se encogió de hombros.

—Hay demasiados soldados en las calles.

—Son de otros sitios. Hacen maniobras.

—Oh. Arad ha crecido.

Micha asintió con expresión taciturna.

—¿Pero no has estado en Dimona? Inmigrantes. Rusos, norteamericanos, cochinchinos, marroquíes. Demasiadas verduras distintas en una misma olla. Montones de problemas. —Se apartó para atender a alguien más.

Harry miró furtivamente a Tamar, que bebía su café. Aunque enemiga de la tecnología de la refrigeración, la blusa húmeda había empezado a pegarse a su piel. Apartó la vista.

—¿Es clienta de este bar?

—Estuve estacionada en un campamento del ejército, cerca de aquí. Venía muy a menudo.

Con Ze’ev, pensó Harry. Que había sido desterrado con un «ajá».

Terminaron el café y se despidieron de Micha.

—Demasiados soldados. Haciendo maniobras. La gente con la que va a reunirse no vendrá aquí, ya lo verá —dijo ella cuando estuvieron en el coche—. Tenían miedo de reunirse con usted en Jerusalén. No van a sentarse en medio de todos estos soldados israelíes.

Harry gruñó. Había tenido el cuidado de no pedirle su opinión.

Cuando encontró el hotel, supo que no había ningún mensaje para él. Hablaron poco durante la cena. Ella le aconsejó que pidiera pollo. Él pidió ternera, que resultó dura.

Poco antes de que oscureciera, un camello salió del desierto y empezó a comerse el arriate de flores de la parte de atrás del hotel. El recepcionista lo espantó con maldiciones y piedras.

Por la mañana, cuando atravesó el vestíbulo para reunirse con ella a tomar el desayuno, había otra carta para él en la recepción.

—Buenos días.


Boker tov
.

—¿Cómo son los huevos de aquí?

—Frescos.

Pidió huevos. Le dio la carta a ella y la miró mientras la leía. Le indicaban que regresara a Jerusalén y que esperara de nuevo en el hotel.

—O sea que usted tenía razón.

Ella lo miró.

—No le resulta difícil decirle eso a una mujer —comentó Tamar.

Él se encogió de hombros.

—La razón es la razón.

—Tampoco parece molesto por dar tantas vueltas inútiles.

—Tal vez no sean vueltas inútiles. Cuando uno se ocupa de objetos minúsculos que valen grandes sumas de dinero, el negarse a hacer negocios en un lugar inseguro es digno de elogio.

—¿Ahora volvemos a Jerusalén y esperamos en el hotel?

—Ahora volvemos a Jerusalén. Si llaman y no estoy, volverán a llamar. ¿Querrá mostrarme la ciudad?

Ella le sonrió.

—Con mucho gusto.

Nunca había visitado la Vía Dolorosa ni las iglesias, le comentó mientras recorrían el camino de regreso.

—No me gusta el este de Jerusalén. Se pueden ver cosas mucho más interesantes en la Ciudad Nueva.

—En realidad yo quiero ver la Vía Dolorosa.

Ella asintió. Pero cuando llegaron a Jerusalén, le dolía la cabeza.

De modo que se fue solo. Entró en la Ciudad Vieja por la Puerta de Herodes, pasando literalmente del oeste al este, por un laberinto de callejones estrechos. Estaban atestados de gente y sólo se oían las ruidosas discusiones de los comerciantes. Harry estaba seguro de que, salvo por las antenas de televisión que se elevaban en antiguos tejados de piedra y por los letreros de Coca–Cola y máquinas de coser Singer, nada había cambiado desde las Cruzadas.

Al cabo de unos minutos, alguien se le acercó:

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